Aquellas fosas, con los años, se habían convertido en un vertedero de residuos tóxicos. Toda aquella inmundicia había contaminado el suministro de agua y el propio Congaree, ya que todos los acuíferos subterráneos iban a desembocar finalmente al gran río. Muchas de las sustancias vertidas en ellas eran peligrosas. Algunas eran corrosivas; otras, herbicidas. Pero la mayoría de ellas tenían una cosa en común: eran altamente inflamables.
Los tres hombres recularon a toda prisa cuando una columna de fuego emergió de las profundidades de la fosa, iluminando los árboles, el terreno excavado, la maquinaria abandonada y sus propias caras, sorprendidas y en el fondo entusiasmadas por el efecto que acababan de lograr.
Uno de ellos se frotó las manos con el sobrante del papel de periódico que habían usado como mecha, en un intento de quitarse el olor a gasolina.
– Que se joda -dijo Elliot Norton, que fue quien envolvió una piedra con el trozo de periódico y lo arrojó a la hoguera-. Vámonos.
Durante unos minutos no dije nada. Poveda trazaba dibujos absurdos encima de la mesa con el dedo índice. Elliot Norton, un hombre al que había considerado mi amigo, había tomado parte en la violación y en la quema de una joven. Me quedé mirando con fijeza a Poveda, pero él estaba absorto en trazar dibujos con el dedo. Algo se había roto en el interior de Phil Poveda, aquello que había logrado mantenerlo con vida después de lo que hicieron, y la marea de sus recuerdos lo arrastraba consigo.
Tenía ante mí a un hombre que estaba enloqueciendo.
– Siga -le dije-. Acabe la historia.
– ¡Acaba con ella! -gritó Mobley. Miraba a Earl Larousse, que estaba de rodillas, abotonándose los pantalones, junto a la mujer postrada boca abajo. Earl frunció el ceño.
– ¿Qué?
– Acaba con ella -repitió Mobley-. Mátala.
– No puedo -dijo Earl. Su voz se parecía a la de un niño.
– Te la has follado muy rápido -le dijo Mobley-. Si la dejas aquí y alguien la encuentra, hablará. Si no la matamos, hablará. Toma.
Mobley agarró una piedra y se la arrojó. Le dio en la rodilla. Earl hizo una mueca de dolor.
– ¿Por qué yo? -gimoteó Earl.
– Porque alguien tiene que hacerlo -le respondió Mobley.
– No voy a hacerlo -le dijo Earl.
Entonces Mobley sacó un cuchillo que llevaba oculto debajo de la camisa.
– Hazlo. Como no lo hagas, te mato.
De repente, el poder dentro del grupo cambió de bando y entonces comprendieron todo. Desde el principio, el poder había estado en manos de Mobley. Era él quien estaba al mando. Era Mobley quien les buscaba la maría y el LSD. Era Mobley el que les llevaba a las mujeres. Y fue Mobley quien al final los condenó. Más tarde, Phil pensó que quizá su intención había sido aquella desde el principio: condenar a un grupo de chavales ricos y blancos que lo habían minusvalorado e insultado, luego lo aceptaron en su pandilla cuando vieron lo que Mobley podía proporcionarles, pero que con toda seguridad lo abandonarían cuando dejase de serles útil. Y, de todos ellos, Larousse era el más consentido, el más mimado, el más débil y en el que menos se podía confiar. Por esa razón, le había tocado a él matar a la muchacha.
Larousse empezó a llorar.
– Por favor, por favor, no me obligues a hacerlo.
Mobley, sin decir palabra, levantó el cuchillo y observó cómo brillaba a la luz de la luna. Lentamente, Larousse, con las manos temblorosas, agarró la piedra.
– Por favor -rogó por última vez.
Phil, que se encontraba a la derecha de Earl, hizo intento de darse la vuelta, pero Mobley lo agarró y se lo impidió.
– No, tienes que mirar. Tú formas parte de esto. Mira hasta que todo acabe. Ahora -le dijo a Larousse-, acaba con ella, jodido gallina de mierda. Acaba con ella, cabronazo bonito, a menos que quieras volver junto a tu papi y contarle lo que has hecho, llorando en su hombro como el jodido mariposón que eres y suplicándole que haga desaparecer el problema. Acaba con ella. ¡Acaba con ella!
Todo el cuerpo de Larousse tembló cuando levantó la piedra y la estrelló sin fuerza contra la cara de la muchacha. Aun así, se oyó un crujido y ella gimió de dolor. Larousse se puso a dar alaridos. Tenía la cara retorcida de miedo y las lágrimas que rodaban por sus mejillas limpiaban el barro con que se había manchado la cara mientras violaba a la muchacha. Volvió a levantar la piedra y la estrelló con más fuerza. Esa vez, el crujido sonó más fuerte. La piedra subía y bajaba con mayor rapidez, y, cada vez que Larousse, enloquecido, golpeaba a la muchacha, emitía un agudo lloriqueo. Estaba fuera de sí y salpicado de sangre, hasta que unas manos lo detuvieron y lo apartaron del cuerpo de la muchacha, con la piedra aún sujeta entre los dedos y los ojos desorbitados y en blanco en su cara cubierta de sangre.
La muchacha que yacía en la tierra hacía tiempo que había muerto.
– Lo has hecho muy bien -le dijo Mobley. Ya no empuñaba el cuchillo-. Earl, ya puede decirse que eres un asesino de verdad. -Y le tocó el hombro al llorón-. Un auténtico asesino.
– Mobley se la llevó -siguió contando Poveda-. La gente se acercaba, atraída por el fuego, y nos tuvimos que ir. El padre de Landron era sepulturero en Charleston. El día anterior había cavado una fosa en el cementerio Magnolia, así que Landron y Elliot la arrojaron allí y la cubrieron de tierra. Al día siguiente enterraron a un tipo encima de ella. Era el último de su familia. Nadie iba a remover jamás la tierra de esa parcela. -Tragó saliva-. Al menos no lo habrían hecho si el cadáver de Landron no hubiese aparecido allí.
– ¿Y qué pasó con Melia? -le pregunté.
– Se quemó viva. Era imposible sobrevivir a aquel fuego.
– ¿Y nadie lo sabía? ¿No le contaron a nadie más lo que hicieron?
Negó con la cabeza.
– Sólo nosotros. Buscaron a las muchachas, pero nunca las encontraron. Llegó la estación de las lluvias y lo lavó todo. Para la gente, desaparecieron de la faz de la tierra.
»Pero alguien lo descubrió -continuó-. Alguien nos lo está haciendo pagar. A Marianne la mataron. James Foster se quitó la vida. A Grady le cortaron el cuello. A Mobley se lo cargaron, y ahora a Elliot. Alguien nos está dando caza, nos está castigando. Yo soy el próximo. Por esa razón, debo poner mis asuntos en orden. -Sonrió-. Voy a donar todo a una institución benéfica. ¿Cree que hago bien? Yo creo que sí. Creo que es una buena acción.
– Puede ir a la policía y confesar lo que hicieron.
– No, ésa no es la manera de proceder. Debo esperar.
– Yo podría ir a la policía.
Se encogió de hombros.
– Podría hacerlo, pero yo diría que se lo ha inventado todo. Mi abogado me sacaría en cuestión de horas, en el caso de que alguien se tomara la molestia de arrestarme. Luego volvería aquí y seguiría esperando.
Me puse de pie.
– Dios me perdonará -comentó Poveda-. Nos perdona a todos, ¿no es así?
Algo destelló en sus ojos: un último y agonizante esfuerzo de cordura, antes de que esa cordura naufragase.
– No lo sé -le dije-. No sé si habrá tanto perdón en el universo.
Y me fui.
El Congaree. La secuencia de las últimas muertes. El vínculo entre Elliot y Atys Jones. Aquel pincho en forma de T en el pecho de Landron Mobley y aquel otro pincho más pequeño que colgaba del cuello del hombre de los ojos dañados.
Tereus. Tenía que encontrar a Tereus.
El viejo aún seguía sentado en los desgastados escalones de la pensión, fumando en pipa y viendo pasar el tráfico. Le pregunté el número de la habitación de Tereus.
– La número ocho, pero no está.
– ¿Sabes? Creo que me das mala suerte -le dije-. Siempre que vengo, Tereus se ha ido. Pero tú siempre estás bloqueando el porche.
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