Las hermanas Jones solían ir a beber al Obee's aun cuando una de ellas, Addy, sólo tenía diecisiete años y la hermana mayor, Melia, por un capricho de la naturaleza, parecía aún menor. Por aquel entonces, Addy ya había dado a luz a su hijo Atys, que fue el fruto, o eso decían, de una desafortunada relación que tuvo con uno de los pasajeros novios de su madre, el difunto Davis Smoot, apodado el Botas; una relación que podría definirse más bien como una violación si ella hubiese creído apropiado denunciar el hecho. Como la madre de Addy no podía soportar ver a su hija, ésta crió al niño con su abuela. Muy pronto, la madre ya no tendría que ignorarla, porque una noche tanto Addy como su hermana fueron borradas de la faz de la tierra.
Estaban borrachas y, cuando salieron del bar tambaleándose un poco, un coro de pitadas y silbidos las siguió, como un viento beodo que las impulsara hacia delante. Addy tropezó y cayó de culo. Su hermana se partió de risa. Ayudó a su hermana menor a levantarse, pero, al hacerlo, dejó a la vista su desnudez debajo de la falda. Ya de pie, mientras ambas se tambaleaban, vieron a los jóvenes apiñados dentro del coche. Los que estaban en la parte trasera se subían unos encima de otros para intentar ver algo más. Avergonzadas y un poco temerosas, a pesar de la borrachera, las risas de las muchachas se disiparon y enfilaron con la cabeza gacha el camino que llevaba a la carretera.
Apenas habían caminado unos metros cuando oyeron el ruido del coche detrás de ellas. Los faros las iluminaban en el camino cubierto de guijarros y de pinocha. Volvieron la cabeza y los miraron. Los faros, como ojos de luz idénticos y enormes, se les echaban encima, y de repente el coche ya estaba junto a ellas. Una de las puertas traseras se abrió. Una mano agarró a Addy. Le desgarró el vestido y le arañó el brazo.
Las muchachas echaron a correr hacia los matorrales, adentrándose en un territorio en que se oía el rumor del agua y en el que se expandía el olor de la vegetación putrefacta. El coche se detuvo a un lado de la carretera, las luces se apagaron y, con alaridos y gritos de guerra, continuó la persecución.
– Las llamábamos putas -contaba Poveda, mirándome con los ojos extrañamente brillantes-. Y si no lo eran, como si lo fueran. Landron lo sabía todo acerca de ellas. Ése era el motivo por el que le dejábamos que se juntase con nosotros, porque conocía a todas las putas, a todas las muchachas que se dejaban follar por un paquete de seis cervezas, a todas las muchachas que mantendrían la boca cerrada si teníamos que forzarlas un poco. Fue Landron el que nos habló de las hermanas Jones. Una de ellas era madre de un niño, y apenas contaba dieciséis años cuando lo parió. Y la otra, según Landron, estaba pidiendo a gritos que le hicieran otro de cualquier forma o en cualquier postura. Joder, ni siquiera llevaban bragas. Landron nos dijo que era para que los hombres se la metieran y se la sacaran con más facilidad. ¿Qué clase de muchachas eran aquellas, que bebían en bares como aquél y que se paseaban por ahí sin nada debajo de la falda? Iban pidiendo guerra, así que ¿por qué no iban a venderse? Incluso podrían haberse divertido si nos hubiesen dejado hablar con ellas. Pensábamos pagarles. Teníamos dinero. No pretendíamos que nos saliera gratis.
En aquel momento, Phil Poveda estaba en su ambiente. Ya no era el ingeniero de software de treinta y tantos años, con panza y una hipoteca. Volvía a ser un muchacho. Volvía a estar con sus amigos, corriendo por la hierba crecida, con la respiración entrecortada y una punzada en la entrepierna.
– ¡Oye, deteneos! -les gritó-. ¡Deteneos, tenemos dinero!
Y los otros, alrededor de él, se tronchaban de risa, porque era Phil, y Phil sabía pasárselo bien. Phil siempre les hacía reír. Phil era un tipo gracioso.
Persiguieron a las muchachas por la ciénaga del Congaree y a lo largo del Cedar Creek, donde Truett tropezó y cayó al agua. James Foster lo ayudó a levantarse. Las alcanzaron donde el agua empezaba a ganar profundidad, junto al primero de los enormes y centenarios cipreses. Melia se cayó al tropezar con una raíz que sobresalía, y antes de que su hermana pudiese ayudarla a levantarse, ya estaban encima de ellas. Addy arremetió contra el hombre que tenía más cerca y le dio un golpe en el ojo con su pequeño puño. Como respuesta, Landron Mobley la golpeó con tanta fuerza que le rompió la mandíbula y cayó aturdida de espaldas.
– Jodida puta -le espetó Landron-. Jodida puta.
Su voz tenía tal tono de amenaza soterrada, que los demás se quedaron quietos. Incluso Phil, que pugnaba por sujetar a Melia. Y entonces comprendieron que habían tocado fondo, que ya no había vuelta atrás. Earl Larousse y Grady Truett sujetaban a Addy en el suelo para facilitarle las cosas a Landron, mientras los demás desnudaban a su hermana. Elliot Norton, Phil y James Foster se miraron entre sí. Phil tiró a Melia al suelo y la penetró, al tiempo que Landron hacía lo mismo con Addy. Los dos al mismo ritmo, uno al lado del otro, mientras los insectos nocturnos zumbaban a su alrededor, atraídos por el olor de los cuerpos, picoteando a los hombres y a las mujeres y revoloteando sobre la sangre que había empezado a derramarse por la tierra.
Al final, fue culpa de Phil. Estaba en pleno orgasmo, con la respiración agitada, sin mirar a Melia, sino la cara destrozada de su hermana, y, poco a poco, a medida que iba satisfaciendo su deseo, se dio cuenta de la trascendencia de lo que estaban haciendo. De repente, sintió un golpe en la ingle y cayó de lado, y la conmoción se transformó en un ardor en la boca del estómago. Entonces Melia se puso de pie y salió corriendo de la ciénaga en dirección este, hacia la propiedad de los Larousse y la carretera que había más allá.
Mobley fue el primero en salir tras ella. Foster lo siguió. Elliot, que dudaba entre aprovechar su turno con la muchacha tendida en el suelo e ir a detener a la hermana de ésta, se quedó inmóvil durante unos segundos, antes de salir corriendo detrás de sus amigos. Grady y Earl se empujaban entre sí, bromeando mientras forcejeaban para disputarse su turno con Addy.
La compra del terreno kárstico había sido un error que les había salido muy caro a los Larousse. Aquel terreno era un laberinto de acuíferos subterráneos y de cuevas, y casi llegaron a perder un camión cuando se desplomó en una fosa antes de descubrir que los yacimientos de piedra caliza no eran lo suficientemente grandes como para justificar su explotación. Mientras tanto, las excavaciones en algunas minas se habían realizado con éxito en Cayce, a poco más de treinta kilómetros río arriba, y en Wynnsboro, subiendo por la autopista 77 en dirección a Charlotte. Además, estaban las tres manifestaciones en contra de la incidencia que la explotación pudiera tener en los pantanos. Los Larousse abandonaron aquel negocio y conservaron el terreno como advertencia y ejemplo de lo que nunca más debían hacer.
Melia cruzó varias alambradas caídas y herrumbrosas y un cartel de PROHIBIDO EL PASO que estaba acribillado a balazos. Tenía heridas en los pies y le sangraban, pero seguía corriendo. Sabía que había casas al otro lado del terreno kárstico. Allí le prestarían ayuda y acudirían a socorrer a su hermana. Las pondrían a salvo y…
Oía acercarse a los hombres que corrían tras ella. Volvió la cara sin dejar de correr, y de repente los dedos de sus pies ya no pisaban terreno firme, sino que estaban suspensos sobre un lugar hondo y tenebroso. Se balanceó en el borde de una fosa, aspirando el olor del agua inmunda y contaminada que había en el fondo. Perdió el equilibrio y cayó dentro. Su cuerpo, allá en las profundidades, se estrelló contra el agua. Segundos después emergió, asfixiada y tosiendo. El agua le quemaba los ojos, la piel, el sexo. Miró hacia arriba con los ojos entornados y vio la silueta de los tres hombres recortada ante las estrellas. Con movimientos lentos, nadó en dirección a las paredes de la fosa. Buscó un asidero, pero sus dedos resbalaban en la piedra. Oyó que los hombres hablaban. Uno de ellos se fue. Se mantenía a flote en aquellas aguas viscosas y umbrías moviendo los brazos y las piernas con lentitud. La quemazón iba a más, y le costaba trabajo mantener los ojos abiertos. Arriba se veía una luz. Alzó los ojos justo a tiempo para ver unas hojas de periódico en llamas y después cómo la gasolina iba cayendo, cómo iba cayendo…
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