– ¿Quién? -quiso saber Sarah.
– No sé -contestó Gardiner; le salía sangre por la comisura de los labios y le teñía la barba plateada-. Es importante…, escúchame…
– No, padre. -Le puso suavemente la mano en la boca-. No hables. Solo conseguirás empeorar. Tienes que descansar, ¿me oyes?
El viejo Gardiner intentó reír, pero solo le salió un sonido cavernoso como de gárgaras.
– Me muero -dijo sereno-, nada me… librará… Pero has de saber que yo…
Se interrumpió cuando una punzada de dolor atravesó su cuerpo torturado. Sufrió una convulsión en el pecho, se estremeció entre espasmos y su mano se cerró con tanta fuerza sobre la de Sarah que se oyó el crujir de los nudillos.
– Padre -susurró la joven; las lágrimas le corrían por las mejillas. Le rompía el corazón verlo de aquella manera.
– No quería… herirte -aseguró Gardiner sin aliento-. Tuve que hacerlo…, quería protegerte…
– ¿Protegerme? -preguntó Sarah-. ¿De qué, padre?
– Todo…, más de lo que imaginas… Pero me equivoqué…, cometí errores… Ahora pago…
– ¿Qué errores? ¿De qué me hablas?
– Debería… haber contado contigo…, confiar en ti como antes… ¿Podrás… perdonarme?
– Pues claro -aseguró Sarah entre lágrimas.
– Acaba… lo que yo empecé… ¿Me has oído?
Sarah asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.
– Faro de Alejandría… Luz en la noche… El saber implica poder… Nunca lo olvides…
De nuevo lo atravesó una punzada de dolor y Sarah temió que acabaría con él. Su cuerpo maltratado volvió a sufrir una convulsión y se le escapó un quejido que pareció provenir de lo más hondo de su alma. Pero Gardiner Kincaid aún no estaba dispuesto a abandonar este mundo, aún tenía cosas que decir…
– Sarah…
– ¿Sí, padre?
– Estoy convencido… No es casual que aquí… Era tu destino, igual que el mío… -Y, al ver que era capaz de esbozar una sonrisa, prosiguió-: Continúa mi misión…, busca… la verdad…
– Lo haré -prometió Sarah, lo cual pareció proporcionar una sensación de profundo alivio a su padre. Su semblante desfigurado por el dolor se relajó y Gardiner respiró profunda y agónicamente, reuniendo fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
– Una cosa más, Sarah…
– ¿Qué, padre?
– Tienes que… perdonarme…
– Ya te he perdonado.
– No hablo de ese -dijo meneando la cabeza, con lo que una nueva bocanada de sangre brotó de sus labios-. No sabes… toda la verdad…
– ¿La verdad? ¿Sobre qué?
– Sobre lo… ocurrido… Tú no eres…
Sus palabras se interrumpieron súbitamente.
Los ojos vidriosos se le dilataron y prodigaron una mirada a Sarah que la joven nunca olvidaría. Gardiner Kincaid abrió la boca y profirió un grito sordo; se incorporó ligeramente, volvió a desplomarse y quedó tendido sobre la arena, inmóvil y empapado de sangre.
– ¿Padre? -susurró Sarah.
No obtuvo respuesta y enseguida comprendió que la vida lo había abandonado. Se quedó acurrucada a su lado, como petrificada, sosteniendo aún su mano ensangrentada, mientras la terrible evidencia penetraba en su conciencia al mismo tiempo que la certeza de que, con la muerte de Gardiner, algo moría también en ella.
La expedición a Egipto, el rastreo de información, la búsqueda del gran secreto parecían haber perdido de golpe todo su sentido, y Sarah tuvo la impresión de que despertaría de un sueño.
– Descansa en paz, padre -murmuró, y le cerró los ojos. Una desesperación como nunca había sentido se apoderó de la joven.
Más negra que cualquier noche.
Más profunda que cualquier abismo.
El dolor era tan intenso que creyó enloquecer. Pero algo impidió que su mente, al borde del abismo, se precipitara en la locura, algo tan visible para ella como antiguamente lo fue la llama del faro de Alejandría para los barcos.
Una imperiosa sed de venganza…
Sarah apenas advirtió que sus compañeros se acercaban y, cada uno a su manera, rendían su último tributo al fallecido: Du Gard murmurando en voz muy baja « Au revoir » y derramando lágrimas amargas; Hingis juntando las manos y rezando una oración; Laydon, herido, quedándose quieto, apoyado en su fusil y mirando el cadáver fijamente y consternado.
– Sarah -susurró con voz apagada-, lo siento…
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó la joven.
– No lo sé. Apareció de repente…
– ¿Quién?
– Una figura oscura… He oído un ruido y me he vuelto, pero lo único que he visto ha sido una sombra fugaz. Entonces he notado un dolor intenso en la pierna. Me he desplomado y he perdido el conocimiento un momento… Al despertar, he visto a Gardiner tendido…
– Comprendo. -Sarah asintió-. ¿Estás bien?
– Es una herida superficial. -Se miró la pierna herida, aún conmocionado por los acontecimientos-No te preocupes.
– Esa figura oscura que os ha atacado… ¿llevaba una capa negra?
– No estoy seguro. -El médico meneó la cabeza, en sus ojos se reflejaba la desesperación-. Yo tengo la culpa de lo que ha ocurrido -musitó-. Gardiner era mi amigo. Yo había prometido que cuidaría de él. Tú confiabas en mí y ahora… -Las lágrimas asomaron en sus ojos y bajó la cabeza humillado-. Perdóname, pequeña, te lo ruego. Perdóname por lo que he hecho…
– Tú no tienes la culpa, tío Mortimer -lo absolvió Sarah-. El asesino de Gardiner Kincaid es el único responsable de su muerte y pagará por ello, lo juro ante el cadáver de mi padre.
Se secó las lágrimas de la cara, furiosa. Se descolgó el rifle del hombro, que tan inútil había resultado, y lo tiró. Apretando los dientes, se puso a desabrochar la hebilla de la canana de Gardiner Kincaid.
– Chérie -dijo Du Gard, y se inclinó para tranquilizarla y consolarla, pero Sarah no quería consuelo. Si el dolor se aplacaba, no podría hacer lo que consideraba su obligación…
Apartó la mano de Du Gard con energía y, en un abrir y cerrar de ojos, sacó de debajo del cuerpo sin vida de Gardiner el cinto Sam Browne, del que colgaban el puñal Bowie y la funda con el Colt Frontier. Luego se levantó y se ciñó la canana, desenfundó el revólver y comprobó que estaba cargado.
– Qu'est-ce que tufáis ? -preguntó Du Gard perplejo.
– ¿Tú qué crees? -Con los ojos enrojecidos por las lágrimas, le lanzó una mirada sombría antes de volver a cerrar el tambor y guardar el arma en la funda-. Voy a vengar a mi padre, tal como he jurado.
– Un antiguo proverbio dice que aquel que busque venganza deberá cavar dos tumbas -le hizo reflexionar el adivino.
– No me des consejos, Du Gard -le advirtió Sarah en un susurro-. Hoy no…
Sarah era consciente de que estaba cruzando las puertas del Museion , aquel lugar legendario que se había dado por perdido durante siglos y que ahora, de manera misteriosa, volvía a surgir desde el crepúsculo de los tiempos. Pero le daba igual.
No le importaba que aquel fuera el recinto donde había nacido la idea de una biblioteca universal y donde habían trabajado sabios como Euclides, Eratóstenes y Arquímedes. Al cruzar la entrada soportada por columnas, la dominaban solo dos sentimientos: la pena por su padre, al que no se le había concedido la posibilidad de ver con sus propios ojos el objeto de tantos esfuerzos, y el odio hacia su asesino.
Evidentemente, no sabía con certeza quién había cometido el crimen, pero sospechaba de alguien: del encapuchado misterioso y cruel con el que ya se había topado en varias ocasiones. Su padre lo había llamado «Caronte», y realmente parecía el barquero de los muertos. Sus habilidades habían fallado con ella y con Du Gard, pero había logrado concluir su obra asesina con Recassin, y seguramente también con su padre, y pagaría por ello.
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