– ¡Menudo bastardo! -Sarah se mordió los labios-. Tuvo que ser terrible para vosotros.
– Bueno -replicó Du Gard apesadumbrado-. Al menos, mi padre me legó dos cosas importantes.
– ¿Cuáles?
– La nacionalidad francesa, de la que nadie podrá desposeerme, y saber que la felicidad terrenal no es eterna.
– ¿Y por eso le estás agradecido? -preguntó Sarah incrédula.
– Oui , absolutamente. Porque eso me disuade de malgastar el tiempo como un loco buscando algo que no existe.
– Pero ¿no ansia todo el mundo hallar la felicidad y retenerla, conservarla durante mucho tiempo?
– No se puede retener la felicidad -sentenció Du Gard convencido-, algún día lo comprenderás. Carpe diem, Sarah, vive el momento.
Sarah no replicó, porque el tono de voz de Du Gard y su resolución la conmovieron, aunque en el fondo de su alma no estaba de acuerdo. Si bien podía ser que Maurice tuviera razón y la felicidad no existiera, ella la buscaría, igual que había hecho su padre durante toda la vida. Era la profesión del arqueólogo…
– ¿Qué fue de ti y de tu madre después de que tu padre os abandonara? -dijo, cambiando de tema.
– Era una mujer fuerte -respondió Du Gard mientras con la punta de los dedos le trazaba círculos cariñosamente en la nuca-, supo salir adelante. Para ganarse la vida, volvió a hacer lo que hacía antes de conocer a mi padre.
– ¿Qué era? -quiso saber Sarah.
– Leía las cartas del tarot y predecía el futuro a clientes dispuestos a pagar por ello.
– ¿Hablas en serio?
– Absolutamente. Mi madre no era una mujer corriente, Sarah. Era una mujer avezada a artes que otras personas consideran anormales y peligrosas y que en Nueva Orleans se cultivan desde que los esclavos negros las llevaron al Nuevo Mundo.
– Un momento. -Sarah levantó la cabeza y Du Gard tuvo que interrumpir el masaje-. ¿Me estás hablando de magia? ¿De magia negra y vudú?
– El poder del vudú puede utilizarse tanto para el bien como para el mal -la instruyó Du Gard-, para la luz o para la oscuridad. En lo demás, tienes razón. Mi madre era una maestra de lo trascendental. Ella fue quien me introdujo en los secretos del tarot, de ella lo aprendí todo.
– Igual que yo de mi padre -comentó Sarah.
– Oui , con la diferencia de que, a mí, el legado de mi madre me persigue como una maldición.
– ¿A qué te refieres?
Du Gard no contestó enseguida. Acabó el masaje, se sentó y dejó balancear las piernas desnudas por fuera de la litera.
– Mi madre -explicó finalmente con una seriedad inusual- estaba convencida de que yo poseía una habilidad especial, oculta en lo más hondo, esperando para salir.
– ¿Y? -preguntó Sarah.
Du Gard sonrió cansado.
– Me he pasado casi toda la vida intentando descubrir esa habilidad. Sin éxito, y puedes creerme si te digo que la he buscado en muchos sitios. Finalmente, cuando ya no contaba con ello, sucedió.
– ¿Qué?
– La visión de tu padre. Me alcanzó como un rayo caído del cielo, tan clara como si la estuviera viendo ante mis ojos. En aquel momento, por primera vez en mi vida tuve la impresión de saber de qué me había hablado mi madre. Fue como si, por un instante inconmensurablemente breve, tuviera la oportunidad de plantear todas las preguntas y recibir todas las respuestas… Pero no soy capaz de afirmar, ni tampoco de comprender, qué me revelaba la visión… o lo que fuera.
– Comprendo -dijo Sarah, que también se sentó, lo abrazó por el pecho y se arrimó a su cuerpo fibroso-. Por eso estás aquí. Para encontrar respuestas, igual que yo.
– C'est ca . ¿Y tú?
– ¿Qué quieres decir?
– Nunca me has contado nada sobre tu origen. O sobre por qué te dedicas a la arqueología.
– Porque no hay nada que explicar -replicó Sarah lacónica.
– ¿Qué insinúas? Me has hablado de tu adolescencia en Londres y de los viajes con tu padre, pero ¿y antes? ¿Cómo pasaste la infancia?
Sarah se tomó tiempo para responder.
– No lo sé -se sinceró finalmente con un susurro.
– Quoi?
– He dicho que no lo sé -repitió un poco más enérgica-. No recuerdo nada de mi primera infancia ni de cómo fue.
– Pero… ¿cómo es posible?
– Tenía ocho años -explicó Sarah- cuando contraje unas fiebres misteriosas que me tuvieron en sus garras durante semanas y casi acabaron conmigo. Mi padre volcó todos los esfuerzos imaginables en curarme e intentó por todos los medios salvarme la vida. La fiebre remitió por fin y yo desperté del letargo en que había caído. Pero, a partir de aquel día, no recuerdo nada de lo que había sucedido antes.
– ¿Qué quieres decir? -Du Gard se liberó del abrazo y se volvió sorprendido hacia ella.
– Quiero decir que todo lo que ocurrió antes de que cumpliese los ocho años permanece oculto tras un velo del olvido -explicó Sarah-. Todo lo que sé de mi origen o de mi madre, lo sé porque mi padre me lo ha contado. En realidad, mis recuerdos no se remontan más allá.
– Mais c'est horrible!
– Te acostumbras -replicó Sarah, intentando esbozar una sonrisa despreocupada-. Los primeros años, mi padre y yo hicimos todo lo posible por recuperar los recuerdos perdidos. Recorrimos medio mundo para encontrar un médico que nos pudiera ayudar, sin éxito. Así es que, poco a poco, nos fuimos haciendo a la idea. Mi padre incluso ha encontrado un nombre científico para esos años perdidos de mi niñez: los llama témpora atra , la época oscura.
– Un nombre adecuado, en verdad -asintió Du Gard, y se levantó.
Recogió en silencio la ropa que se había quitado atropelladamente en el torbellino de la pasión y se vistió, igual que Sarah, quien se puso las enaguas.
– ¿Has probado alguna vez con la regresión? -preguntó Du Gard al cabo de un rato.
– ¿Te refieres a la hipnosis? -preguntó Sarah, recordando lo que Du Gard había contado en la clínica de Saint James.
– Oui . A veces es la herramienta propicia para sacar a la luz recuerdos enterrados.
– No, nunca. -Sarah sacudió la cabeza-. Francamente, mi padre y yo nunca hemos tenido en demasiada consideración ese tipo de cosas.
– Creo que te equivocas. -Du Gard sonrió condescendiente-. Tu padre posee un espíritu despierto que jamás se cerraría en banda a lo sobrenatural. Y tú estás mucho más cerca de él de lo que jamás reconocerías.
– ¿Y tú crees que una regresión podría ayudarme? -preguntó Sarah sin contradecirlo.
– Podríamos usarla para regresar a los días de tu infancia. Los recuerdos siguen existiendo, solo están enterrados. La regresión puede ayudarte a ponerlos al descubierto, aunque para ello es necesario que la persona confíe plenamente en el hipnotizador. -Du Gard le dedicó una mirada interrogativa y su voz adoptó un tono especial al preguntar-: ¿Confías en mí, Sarah Kincaid?
– ¿Lo preguntas en serio? -exclamó asombrada-. ¿Después de todo… lo que hemos hecho juntos?
– Ha estado muy bien, pero la confianza no es una condición imprescindible para hacerlo -objetó Du Gard-. Pregúntate, Sarah, si realmente quieres saber la verdad. Si quieres descubrir qué ocurrió en tu niñez.
– ¿Por qué no habría de quererlo?
– Quizá porque hay algún motivo para que todos esos recuerdos se hayan perdido.
– ¿Un motivo? ¿Qué motivo?
– Yo no lo sé, Sarah, pero hay un modo de averiguarlo. Sarah frunció los labios.
Toda la vida había deseado recobrar los recuerdos y retirar el velo del olvido; pero ahora, cuando quizá se le ofrecía la posibilidad, la embargaban las dudas. ¿Tenía razón Du Gard? ¿Era mejor no remover los misterios de la época oscura en vez de arrebatárselos?
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