– A private -dijo él, y ellos se limitaron a mirarle.
Bebió un sorbito de café y pareció gustarle mucho. La madre se sentó a un extremo de la mesa, enfrente de él.
– I understand your husband is in jail -dijo él-. For stealing.
No obtuvo reacción alguna.
Miró a los chicos y sacó un papelito del bolsillo del pecho y lo movió entre los dedos como si no estuviera seguro de lo que tenía que hacer. Luego pasó la nota a la madre por encima de la mesa de la cocina. Ella cogió la nota, la abrió y leyó lo que ponía. Miró al hombre con gesto de asombro y luego otra vez la nota, como si no supiera del todo lo que tenía que hacer con ella. Luego la plegó y se la metió en el bolsillo del delantal.
Tómas le pidió a David que volviera a pronunciar el nombre de Mikkelína, y cuando lo hizo rompieron a reír todos de nuevo, y las carcajadas de Mikkelína superaban las de los demás en su fresca alegría.
David Welch convirtió en costumbre sus visitas a la casa de la colina durante todo aquel verano, y se hizo amigo de los niños y de su madre. Pescaba en los dos lagos y les regalaba lo que pescaba, y les llevaba igualmente algunas cosillas del almacén, que les resultaban de mucha utilidad. Jugaba con los niños, que le tenían especial aprecio, y siempre llevaba consigo el librito de bolsillo para hacerse comprender en islandés. Les resultaba de lo más divertido oírle pronunciar las palabras islandesas de una manera incorrecta. Su seriedad no guardaba relación con lo que decía ni con la forma en que lo hacía; su islandés era como el de un niño de tres años.
Pero aprendía con rapidez y cada vez les resultaba más fácil comprenderle, y cada vez le era más fácil a él entender lo que le decían. Los chicos le enseñaron dónde estaban los mejores sitios para pescar, y le acompañaban a pasear por la colina y a dar la vuelta al lago, orgullosos, y aprendían de él palabras inglesas y letras de canciones populares norteamericanas que conocían de haberlas oído cuando sonaban en el campamento.
Desarrolló una relación muy especial con Mikkelína. No tardó mucho en ganársela por completo, y empezó a sacarla cuando hacía buen tiempo y a intentar que adquiriese más fuerza. Repetía lo que le hacía su madre: la ponía a hacer ejercicios de brazos y piernas, la sostenía para que caminara y la ayudaba a realizar toda clase de ejercicios físicos. Un día apareció acompañado de un médico del ejército para ver a Mikkelína. El médico la examinó detenidamente y le hizo realizar varios ejercicios. Le iluminó los ojos y la garganta con una linterna, le giró la cabeza y le tocó el cuello y fue bajando por la columna. Luego extendió unos bloques de formas diversas, y le mandó que los metiera en los agujeros correspondientes. Le llevó sólo un instante. Le informaron de que había enfermado cuando tenía tres años de edad y que oía todo lo que le decían, aunque apenas hablaba. Le contaron que sabía leer y que su madre le estaba enseñando a escribir. El médico movió la cabeza para indicar que comprendía. Habló largo rato con Dave después del examen, y cuando se hubo marchado Dave les explicó que Mikkelína no tenía ningún retraso mental. Para ellos no se trataba de ninguna novedad. Añadió que con tiempo, los ejercicios adecuados y mucho esfuerzo, Mikkelína podría llegar a caminar sin ayuda.
– ¡Caminar! -La madre se dejó caer lentamente sobre la silla de la cocina.
– E incluso a hablar perfectamente -añadió Dave-. ¿Nunca la ha visto un médico?
– No lo comprendo -suspiró ella.
– She is okay -dijo Dave-. Just give her time.
Ella no le escuchaba.
– Es un hombre horrible -dijo de repente, y sus hijos prestaron toda su atención, pues nunca la habían oído hablar de Grímur como en ese momento-. Un hombre horrible -prosiguió-. Un alma mezquina y maldita que no merece vivir. No sé por qué se les deja vivir a los hombres como él. No sé por qué existen hombres como él. No lo comprendo. ¿Por qué se les deja que hagan su voluntad? ¿Cómo puede haber hombres así? ¿Qué es lo que los convierte en monstruos? ¿Por qué se les permite comportarse como bestias año tras año y agredir a sus hijos y humillarlos y agredirme a mí y golpearme hasta que llego a desear la muerte y pienso en la forma de…?
Dejó escapar un profundo suspiro y se sentó al lado de Mikkelína.
– Una se avergüenza de ser la víctima de un hombre así y se abandona a una total soledad e impide a todos que se acerquen, incluso a sus propios hijos, porque una no quiere que nadie mueva un dedo, y menos que nadie ellos. Y allí se queda esperando el próximo ataque, que llegará sin aviso alguno, y está llena de odio hacia algo que no comprende, y la vida entera se convierte en la espera del siguiente ataque, ¿cuándo llegará, cuánto daño le hará, cuál será el motivo, cómo evitarlo? Porque cuanto más satisfago sus caprichos, tanto más asco siente él por mí. Cuanta más sumisión y temor le muestro, tanto más odio descarga él sobre mí. Y si me muestro indócil, entonces ya tiene un motivo para matarme a golpes. No hay forma de hacerlo bien. No hay forma. Hasta que lo único en que piensa una es en que todo acabe, da igual cómo. Sólo en que acabe.
Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Mikkelína estaba tumbada inmóvil en su cama, y los chicos pegados a su madre. Escuchaban cada una de sus palabras conteniendo la respiración. Ella jamás había abierto la más mínima puertecita que permitiera ver la tortura en que se había estado debatiendo durante más tiempo del que podía recordar.
– Todo irá bien -repitió Dave.
– Yo te ayudaré -dijo Símon con solemnidad.
Ella le miró.
– Lo sé, Símon -dijo-. Siempre lo he sabido, mi pobrecito Símon.
Transcurrieron días y Dave pasaba todas sus horas libres en la colina con la familia, y ratos cada vez más largos con la madre, en la casa o paseando por el Reynisvatn y el Hafravatn. Los chicos querían estar más rato con él, pero había dejado de llevárselos a pescar y tenía menos tiempo para Mikkelína. A los niños no les importaba, pues se daban cuenta del cambio que se había producido en su madre y lo relacionaban con Dave, y se alegraban por ella.
Seis meses después de la detención de Grímur por la policía militar, un bonito día de otoño, Símon vio a Dave y a su madre a lo lejos, que volvían paseando hacia la casa. Caminaban muy juntos y le pareció que iban cogidos de la mano. Cuando se acercaron se soltaron las manos y aumentaron la distancia entre ellos, y Símon comprendió que no querían que nadie los viese así.
– ¿Qué pensáis hacer Dave y tú? -preguntó Símon a su madre una tarde de otoño, cuando la oscuridad había caído ya sobre la colina.
Estaban sentados en la cocina. Tómas y Mikkelína estaban jugando. Dave había pasado el día con ellos pero ya había regresado al almacén. La pregunta había estado en el aire todo el verano. Los niños habían hablado del asunto entre ellos y habían imaginado una multitud de posibilidades, que siempre acababan otorgando a Dave el papel de padre y echando a Grímur, a quien no querían volver a ver nunca más.
– ¿Qué quieres decir con eso de qué pensamos hacer? -preguntó la madre.
– Cuando él vuelva -dijo Símon.
Mikkelína y Tómas dejaron de jugar y se quedaron mirándole.
– Hay tiempo de sobra para pensar en eso -dijo su madre-. De momento no va a regresar.
– Pero ¿qué piensas hacer tú?
Mikkelína y Símon miraron a su madre.
Ella miró a Símon y luego a Mikkelína y Tómas.
– Él nos ayudará -respondió ella.
– ¿Quién? -dijo Símon.
– Dave. Él piensa ayudarnos.
Símon miró a su madre intentando comprender lo que pasaba por su cabeza.
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