Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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La noche anterior, dándole vueltas a la decisión que tenía que tomar y al daño que, irremediablemente, le haría a la chica, Gabriel había tardado en dormirse.

Fue entonces cuando le llegó aquel sueño.

Se había despertado empapado en sudor, con el corazón desbocado y repitiéndose: «Tengo que salir de aquí». Un pensamiento parecido al último que había albergado antes de cerrar los ojos. Pero ahora la razón no era la chica, sino algo que había presentido en el sueño, y la nueva urgencia de huida superaba a la anterior en un orden de magnitud. Por eso había saltado de la cama y había salido de la terraza.

Ahora, mientras esperaba al AVE sentado en una cafetería de la estación, volvió a pensar en el sueño. Al tratar de recordarlo, las imágenes retrocedieron como la espuma del mar, dejando sensaciones imposibles de interpretar. Bultos informes, masas de oscura incandescencia que se movían con una lógica que a Gabriel se le escapaba, y sin embargo impulsadas por una voluntad hostil, ajena y tan intensa que su cercanía lo abrasaba.

Huye. Vuela. Sobrevive.

Pensó en pedir otro café por hacer algo, pero ya estaba bastante nervioso con el sueño, la huida de madrugada y sus calamitosas finanzas. A la hora de sacar el billete de tren con la VISA había sufrido un momento de sudor trío, aunque la máquina expendedora se lo había entregado sin problemas. Durante su fuga a ninguna parte con C y sus amigos pijos, cada vez que usaba la tarjeta lo hacía tapándose los ojos para no mirar el estado de la cuenta.

Ahora, sentado en la cafetería, Gabriel decidió afrontar lo inevitable y entró en la página de su banco. En la cuenta corriente le quedaban 150 euros, más una deuda de 2.354 euros en la tarjeta de crédito. Mordisqueó el puntero del móvil (no le gustaba manchar la pantalla con los dedos). Normalmente pagaba la VISA el día 10 de cada mes, pero ahora le iba a ser imposible. Por suerte, estaba en lo que él llamaba «los días intermedios»: desde el día 5, en que el banco le cerraba el recibo de la VISA, podía disponer de todo su crédito, que era de 3.000 euros.

Transferir dinero de tarjeta de crédito a cuenta corriente. ¿Aceptar ?

Gabriel pulsó en Sí.

La entidad emisora de la tarjeta le cobrará un interés del 5%. ¿Está seguro?

«Qué remedio», pensó, y pulsó en Aceptar. La transferencia entre el mundo virtual del crédito y el mundo apenas un poco menos ficticio del dinero en efectivo fue instantánea. Ahora Gabriel tenía 2.550 euros, sacados de la VISA para pagar el recibo de la propia VISA que le llegaría tres días después. Una especie de canibalismo inverso. A partir del 10 se quedaría pelado y con una deuda de 2.400 euros más 120 de intereses que tendría que abonar en poco más de treinta días.

Y era de suponer que durante ese tiempo tendría que comer y pagar algún que otro recibo.

Por más que uno intente empezar de nuevo, a veces el banco no se lo permite. Marcó el número de Elena Collado, su «agente».

– Ése soy yo.

– …

– Sí, lo sé. Lo siento. Estaba oxigenándome. Me hacía falta.

– …

– No me encontraba bien de ánimo. Ya te he dicho que lo siento.

– …

– Pues era precisamente lo que te iba a…

– …

– Muy simpática, Elena. Yo también te quiero. Necesito que me busques clientas.

– …

– No, no te pases. Dos por noche como mucho. Cansa más de lo que crees.

– …

– Sí, esta misma tardenoche podría.

– …

– Vale, luego hablamos.

«Si mi padre me viera…». Era un pensamiento que le asaltaba muy a menudo. Su madre también estaba muerta -un derrame cerebral en la última noche de Reyes-, pero Gabriel no sentía su presencia como la de un ángel guardián o un superyó freudiano, cosa que sí le ocurría con su padre.

Don Hernán Espada, profesor de Física y director de instituto. Un hombre que, hasta que enfermó de cáncer, no había faltado jamás a clase, ni siquiera cuando nacieron sus hijos Gabriel y Natalia. Que nunca había comprado nada a plazos. A quien nadie en su vida vio borracho ni tan siquiera achispado. Que nunca había llamado a un fontanero, a un pintor o a un electricista, porque para eso, como decía él, tenía dos manos y un cerebro. Un hombre modélico, en suma. Al parecer, sólo había hecho algo mal en su vida.

Tener un hijo como él. C había resumido su existencia en una sola palabra.

Fraude.

Su padre había muerto cuando Gabriel estaba en la primera de las tres facultades por las que había pasado -Psicología, Historia y Periodismo-. Así pues, no había presenciado cómo no llegaba a licenciarse ni en Psicología ni en Histona ni en Periodismo. Tampoco había llegado a ver publicados los libros de su hijo, pero seguramente no se habría sentido orgulloso de ellos.

Su primera novela, Crisálidas de la galaxia, era un proyecto que arrastraba desde el instituto y que terminó poco después de casarse. La segunda, Sembradores de cometas, le Llevó otros cuatro años. Ambas eran obras muy ambiciosas sobre universos completos y coherentes, en las que hacía profundas especulaciones sociológicas. Habían supuesto un enorme trabajo y las críticas especializadas fueron excelentes. De la primera, Crisálidas, llegó a vender en total 417 ejemplares. Sembradores había tenido algo más de éxito y había rozado la barrera de los mil. Por la parte de abajo.

– ¿Sabes a cuánto te ha salido la hora de trabajo con Sembradores? -le dijo Marisa cuando Gabriel le habló de un nuevo proyecto aún más largo y ambicioso, La plenitud del inicio. Gabriel no se esperaba esa salida de Marisa.

– Seguro que tú ya lo has calculado.

– Pues sí. Han sido unas cuatro mil horas de trabajo, que has cobrado a sesenta y dos céntimos la hora, Gabriel. ¡Sesenta y dos céntimos! ¿Te das cuenta de que fregando escaleras ganarías diez veces más?

El comentario de Marisa le había dolido tanto a Gabriel que ya no volvió a escribir novelas. Desde entonces, había decidido probar con la divulgación a medias entre lo esotérico y lo científico, un género que solía tener buenas ventas.

Para su desgracia, Gabriel era, intelectualmente hablando, demasiado honrado. Al final las conclusiones de sus libros eran las mismas: la telepatía no estaba demostrada, aunque tal vez en el futuro se encontraran pruebas de ella; probablemente no existía más vida inteligente en el Universo; era muy posible que la Atlántida sólo fuese una broma pesada de Platón…

Aquello no era lo que la gente quería leer. Sus ensayos habían funcionado algo mejor que las novelas, entre los dos mil y los cuatro mil ejemplares, pero seguía sin ganar dinero de verdad.

– ¿Por qué no puedes mentir en tus libros, o al menos embellecer un poco la verdad? -le preguntó Marisa cuando publicó Desmontando la Atlántida y otros mitos.

Por aquel entonces llevaban divorciados un año. Además, Gabriel había perdido su puesto como redactor y presentador del programa Ultrakosmos. Era un trabajo bien pagado, pero a él no se le había ocurrido otra cosa que desenmascarar en directo al supuesto mentalista Diño Sbarazki, saltándose el guión que él mismo había escrito.

Precisamente, Marisa se acababa de liar con Saúl Alborada. Excompañero de colegio de Gabriel, directivo de la cadena Kosmovisión que producía y emitía el programa, Alborada era el tipo más competitivo que había conocido en su vida. Al recibirlo en su despacho, perfectamente trajeado como siempre, le había dicho en tono dramático: «Estás acabado. ¡Para volver a trabajar en televisión tendrás que hacerlo por encima de mi cadáver!».

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