Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Celeste estaba contemplando las formas de Kiru al otro lado de la mampara translúcida. Había tenido que entrar con ella al cuarto de baño de su casa, y ayudarla como hacía con Nadia, su hija de cuatro años. Kiru reconocía algunos objetos sencillos, como el peine. Pero el resto -los botes de champú y de gel con dispensador, el secador, la propia ducha- le resultaban desconocidos. Si estaba fingiendo esa ignorancia, lo hacía tan bien que ella misma debía creérselo.

Gabriel también había entrado al cuarto de baño. Al pronto, Celeste le había dicho que esperara fuera, pero la joven -si es que lo era- Kiru se negaba a alejarse de él.

Y no convenía contrariarla. Ya lo habían comprobado cuando subieron al coche para ir a casa de Celeste. Gabriel se había sentado delante, junto a Celeste, y le había dicho a Kiru que montara atrás, sola, mientras Herman los seguía en su propio vehículo.

– No. Gabriel con Kiru -dijo frunciendo el ceño. En ese momento, Celeste sintió un miedo intenso, un pavor instantáneo que le encogió las tripas e hizo que la frente se le perlara de sudor frío. Era la segunda vez que le ocurría.

– Kiru, no hagas eso -dijo Gabriel-. Celeste es amiga.

– Sí, amiga. Pero siéntate aquí con Kiru.

Cuando Gabriel accedió a viajar detrás, la sensación de miedo de Celeste desapareció como por ensalmo. Pero descubrió con cierto rubor que se le habían escapado algunas gotas de orina. «Podría haber sido peor», pensó.

Durante el trayecto desde la clínica hasta Coslada, habían tenido que contarle a Kiru qué era un coche, cómo funcionaba y por qué había tantos vehículos en la carretera. Si aquello no era el síndrome de Korsakov, se le parecía mucho. Kiru no sólo no recordaba su pasado, sino que era incapaz de fijar nuevos recuerdos en su mente. Todo lo que veía o escuchaba era tan fugaz para ella como si lo hubiera escrito en el agua o en el viento. Pero el Korsakov aparecía sobre todo en alcohólicos crónicos, mientras que Kiru tenía la sangre limpia y un aspecto tan lozano que podría haber personificado a la diosa de la salud.

Ahora, mientras se duchaba, Kiru sufrió una nueva amnesia, la segunda desde que recuperó la conciencia en el hospital. Tenía todavía el pelo enjabonado cuando se volvió hacia ellos, aporreó la mampara con la palma de la mano y empezó a gritar algo en ese extraño idioma que Gabriel parecía entender parcialmente. Después, por enésima vez en ese día, preguntó en español:

– ¿Qué es esto? ¿Dónde está Kiru?

Celeste abrió la hoja deslizante y trató de tranquilizarla, pero Kiru sólo se calmó de nuevo cuando vio a Gabriel.

En realidad, fue algo más. Sus pupilas volvieron a dilatarse, sus mejillas enrojecieron y ensanchó las aletas de la nariz, al tiempo que sonreía. Sobre el olor de manzana del champú, Celeste captó un fugaz aroma almizclado, y para su desazón notó una oleada de excitación sexual.

Sin duda, Kiru era muy atractiva. Pero, aunque Celeste apreciaba la belleza de las formas femeninas, no se trataba de eso. Kiru parecía rodeada de una nube de estados de ánimo cambiante, como el campo eléctrico que rodea a las torres de alta tensión; sólo que, en su caso, aquel campo no erizaba el vello, sino que disparaba emociones primarias.

Tras explicarle dónde estaba y para qué servía la ducha, Celeste ayudó a Kiru a aclararse el pelo.

– ¿Tú también lo has vuelto a notar? -le preguntó Gabriel.

– Sí. Me resulta cada vez más incómodo.

– ¿A qué crees que puede deberse, Celeste? ¿Cómo altera nuestras emociones?

– No lo sé.

Alrededor de Kiru flotaban aromas fugaces, olores intensos, tan efímeros que Celeste no atinaba a definirlos. Sin embargo, sospechaba que no se trataba sólo del olfato, y que el cuerpo de la joven -si es que era joven- emitía algo que los sentidos conocidos no alcanzaban a percibir, pero que producía unos efectos casi sobrenaturales.

En cualquier caso, saltaba a la vista que existía un vínculo entre Kiru y Gabriel, y que ella se había encaprichado de él.

Celeste se corrigió: no se había encaprichado, se había enamorado. O más bien se enamoraba de él constantemente. ¡Qué historia tan romántica y a la vez tan triste! Una joven que conocía a un hombre, se prendaba de él, lo olvidaba antes de una hora y, al volver a conocerlo, se enamoraba de nuevo.

Celeste se preguntó, y no por primera vez, qué tendría Gabriel Espada que atraía a las mujeres como una trampa luminosa a los insectos. No era una comparación gratuita. Ella misma había experimentado esa llamada. Y, al acercarse a la supuesta luz que emitía Gabriel, había terminado achicharrada.

Mientras terminaba de aclararle el pelo a Kiru, recordó con tristeza lo que había pensado al conocer a Gabriel: «Este hombre puede ser mi perdición». Fue una profecía a medias excitante y a medias romántica, pero que luego se cumplió de forma devastadora y literal. Después de conocer a Gabriel, el corazón de Celeste no había vuelto a ser el mismo.

De estar tanto tiempo de pie sin apoyarse en la muleta, le dolía la rodilla. El dolor sacó al primer plano de su memoria algo que nunca desaparecía del todo.

El accidente.

Aunque Celeste había retirado de la vista todas las fotos de su marido y había regalado su ropa, su ausencia llenaba la casa. Era como esos globos que los cirujanos introducen en el cuerpo de algunos obesos mórbidos y que se hinchan hasta chocar con las paredes del estómago para reducir su capacidad. Así percibía Celeste su hogar: el vacío que había dejado Iñaki latía desde el centro de cada habitación, presionaba contra las paredes y al hacerlo retiraba el oxígeno. A veces Celeste no podía respirar y tenía que salir al jardín a tomar aire y a gritar en silencio.

Sin embargo, al pensar en la muerte de su esposo, Celeste sentía más culpa que dolor. Culpa por no haberle entregado del todo su amor, por traicionarlo en lo más recóndito de su alma. Pues jamás había querido desalojar el rincón que tenía reservado en su corazón a Gabriel Espada.

Y ahora que estaba de nuevo al lado de Gabriel, aquel vacío se había llenado. No de oxígeno, sino de algún gas que no debía ser del todo respirable, pues Celeste seguía notando opresión en el pecho. Se preguntó si no sería como el dióxido de carbono, un vapor inofensivo en apariencia, pero que acababa intoxicando.

«No. No caeré otra vez», se dijo, resuelta a no quemarse de nuevo en la trampa.

– ¡Qué bien se ve! -dijo Kiru, arrobada ante su propia imagen mientras Celeste le secaba el pelo.

– Eso es porque en su época no había espejos tan pulidos como éste -dijo Gabriel.

– ¿En su época? -preguntó Celeste.

– Ya te lo he dicho. Hace más de tres mil quinientos años.

– Por más que me lo digas, no me lo voy a creer.

– ¿Al menos te crees lo que estás viendo? Tú misma me has enseñado sus fotos. ¿Te parece que un destrozo así se arregla espontáneamente en unos pocos días?

Celeste tenía ganas de gritar con todas sus fuerzas: «¡Esto no está pasando!». Pero negar la realidad, por más que ésta pareciera imposible, no la llevaría a ninguna parte.

Cuando el cabello de Kiru quedó seco, Celeste se lo recogió en un moño. Tenía un pelo espléndido, negro, denso y brillante. Después la ayudó a vestirse con la ropa que le había comprado Herman en un centro comercial cercano a la clínica Gilgamesh.

– Espero que sepas lo que estás haciendo -le dijo a Gabriel- Esto me puede costar el puesto.

– Si las cosas se siguen poniendo feas, ésa será la menor de tus preocupaciones -respondió Gabriel.

– ¿Qué cosas se están poniendo feas? -dijo Kiru, que no dejaba de mirarse al espejo para ver qué tal le sentaban los vaqueros y la camiseta-. Kiru no ve nada feo. -Con una sonrisa de coquetería ingenua, añadió-: Todo es muy bonito.

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