Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Los verdugos se acercaron a Isashara para ofrecerle los corazones. Ella extendió la mano sin llegar a cogerlos, otorgándoles su bendición.

Y fue entonces cuando las miradas de Kiru e Isashara se encontraron por fin.

– ¡Tú! -exclamó Isashara, tras unos segundos de duda-. Tú eres…

Gabriel podría haber dicho lo mismo. Porque la mujer sentada en el sitial y ataviada a la moda minoica, con una larga falda de volantes y un justillo abierto en el pecho, no era otra que…

Capítulo 41

Clínica Gilgamesh.

La visión se convirtió en una niebla blanca surcada por relámpagos rojos. Pero la imagen de Isashara-Sybil quedó flotando durante unos instantes, como la mancha verdosa que deja el sol en la retina cuando se cierran los ojos después de mirarlo directamente.

La habitación de la clínica volvió a materializarse ante los ojos de Gabriel, y en su mente se hizo el silencio. Kiru, que había retirado la mano, le miraba expectante.

Pero aquella sordina mental tardó apenas un instante en convertirse en un pitido interior. Un pinchazo como un chorro de hierro fundido taladró las cuencas de sus ojos y se extendió hasta su nuca. A su lado, la jaqueca que había sentido cuando le arrancaron el Morpheus era un hormigueo en el meñique.

Gabriel trató de sobreponerse al dolor y pensar. De algún modo, al tocar a Kiru se había conectado a un amplificador paranormal. En apenas un par de segundos -la caricia de ella no podía haber durado mucho más-, había recibido una visión equivalente a un largo rato de horror.

Aquella breve experiencia telepática había sido muchísimo más intensa que sus breves contactos mentales con Valbuena y con Iris. Era como comparar un viejo daguerrotipo en blanco y negro con una película en 3D proyectada sobre pantalla gigante.

De paso, lo que había visto en su mente explicaba algunas cosas.

Gabriel se volvió hacia Herman.

– Ya sé por qué han venido esos matones y la pelirroja.

– ¿Por qué?

– Sybil Kosmos está mezclada en esto.

Herman desvió la mirada hacia la izquierda, y luego se miró las uñas como si quisiera comprobar si las tenía sucias. Gabriel se dio cuenta al instante de que trataba de ocultarle algo.

– Tú ya lo sabías, ¿verdad?

– No tengo ni idea de qué me hablas -se defendió Herman.

– Sí que la tienes. ¿Qué ha pasado?

– Me gustaría saber de qué demonios estáis hablando -intervino Celeste.

Al oír su voz, Kiru la miró y frunció el ceño con desagrado, como si hubiera captado que existía o había existido algo entre Gabriel y ella. Celeste se apartó de la cama, pálida y con los ojos abiertos como platos. Gabriel, que estaba a su lado, notó que algo le rozaba el brazo, una especio de bruma helada que le hizo experimentar un intenso temor.

Un segundo después, Kiru volvió a mirarle sonriendo. La bruma gélida se desvaneció, pero en su lugar Gabriel notó una burbuja caliente que se expandía dentro de su vientre y bajaba hacia su entrepierna, ¡basta, Kiru! ¡No hagas eso!

Ella dejó de sonreír, y aquella incómoda excitación desapareció. Gabriel comprendió que, fuera por el vínculo que se había establecido durante las visiones o porque él le gustaba a Kiru, tenía cierto ascendiente sobre ella.

«Menos mal», pensó. Tal como había visto y sentido en los dos últimos trances, aquella mujer, al igual que Isashara y Minos, poseía poderes aterradores. Mejor que alguien los controlara.

Y al reparar en que era él quien tal vez pudiera controlarlos, creció en su interior la sensación de estar en el centro de la red de las Parcas, de ser el elegido para algo tan grande que lo superaba.

De adolescente, Gabriel había sido un fanático de Tolkien. Ahora recordó la frase de Gandalf a Frodo cuando éste se quejaba de su destino. «No depende de nosotros. Todo lo que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que nos han dado».

Ante los acontecimientos que se desenvolvían a su alrededor, Gabriel se sintió infinitamente más pequeño que el más pequeño de los hobbits, y su jaqueca se agudizó.

* * * * *

Kiru se incorporó en la cama, miró el gotero con expresión perpleja y se arrancó el tubo con la aguja. Al hacerlo, se le escapó un quejido de dolor. Después recogió con el dedo una gota de sangre del antebrazo y la chupó.

Gabriel se apretó la frente para mitigar el dolor y suspiró. Era hora de largarse de allí.

– Kiru, ¿puedes levantarte?

La pregunta era superflua, pues Kiru ya había apartado las sábanas y se estaba poniendo en pie. Gabriel se volvió hacia Celeste.

– ¿Podrías conseguirle ropa para sacarla de aquí?

– ¿Sacarla de aquí? ¿Tú te has vuelto loco del todo?

– Esta mujer es joven y está sana como una manzana. ¿Qué crees que pinta en una clínica de investigación geriátrica?

Celeste no supo muy bien qué contestar. Gabriel la agarró por el brazo, se acercó a ella y bajó la voz para sonar más convincente.

– Esos tipos no buscaban a Milagros. En realidad venían a por Kiru, pero se han confundido.

– No entiendo a qué te…

– ¡Escúchame! No tenemos mucho tiempo. Seguro que vuelven en cuanto se den cuenta de su error. Y ya has visto que no se andan con contemplaciones.

– Si vuelven, esta vez no me pillarán desprevenido -dijo Herman, cascándose los nudillos.

– ¿Por qué la buscan? -preguntó Celeste.

– Recuerda por qué vine aquí la primera vez. Me dijiste que una anciana demenciada soñaba en un idioma desconocido y hablaba de la Atlántida. En realidad no era ella quien lo hacía, sino Kiru.

– Explícate.

«Me sería más fácil explicarme si no me doliera tanto la cabeza», pensó Gabriel.

– La mente de Milagros es como una pizarra vacía por causa del Alzheimer. Por eso resulta tan fácil escribir en ella. Milagros sólo repetía en voz alta lo que recibía de la mente de Kiru.

– Estás hablando de… telepatía. Es la típica basura paranormal contra la que tú mismo has escrito.

– ¡Es la típica basura paranormal que he experimentado! Yo también he compartido esas visiones, Celeste. Al principio creí que procedían de Milagros. Pero durante la… sesión de hoy me di cuenta de que no podía ser ella.

– ¿Por qué?

– Porque las vivencias que he experimentado jamás podrían ser las de una anciana. Durante el sueño comprendí que la mujer que ha compartido conmigo su mente -dijo Gabriel, mirando de reojo a Kiru, que a su vez lo contemplaba a él embelesada- tenía que ser joven. Eternamente joven.

– Esto suena cada vez más absurdo.

– Pues tendrás que aceptarlo o pensar que ahora mismo todos estamos en un sueño, Celeste. Esta mujer a la que creíais una mendiga es el Santo Grial que andáis buscando en esta clínica.

Las pupilas de Celeste se dilataron. Gabriel se dio cuenta de que empezaba a vencer su incredulidad.

– ¿No lo entiendes? Sus tejidos se regeneran espontáneamente, reparando cualquier daño que sufra, por grave que sea. Para ella, envejecer es imposible.

Los tres miraron a Kiru. La joven no apartaba los ojos de Gabriel, al que volvió a sonreír.

– Eso es imposible -objetó Celeste en tono cada vez más débil-. Quieres decir que ella es… Es…

– Sí, eso es justo lo que quiero decir.

Gabriel hizo una pausa dramática, disfrutando del momento. Pocas veces en su vida había estado más convencido de lo que decía.

– Esta mujer es inmortal.

Capítulo 42

Madrid, Coslada .

«Inmortal», se repitió Celeste.

Si no era así, al menos la supuesta mendiga tenía un cuerpo con el que habría podido posar para la escultura de una diosa. Esbelta, con las líneas de los músculos insinuándose bajo la piel como en un suave boceto, sin ser masculina, podría haber sido Ártemis la cazadora.

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