La puerta se cerró a sus espaldas. El tipo corpulento se quedó fuera.
Aquella estancia también tenía estanterías, pero éstas almacenaban libros de verdad, muchos de ellos encuadernados en piel. Iris no pudo distinguir mucho más, porque todo estaba bastante oscuro. Sólo había un flexo que proyectaba su foco sobre un escritorio y una silla vacía. Al hombre sentado al otro lado -¿Ragnarok?- se lo veía apenas perfilado contra la librería que tenía detrás. La luz del flexo deslumbraba ligeramente a Iris y no le dejaba distinguir sus rasgos. Aquello le recordó una sala de interrogatorios.
– Por favor, Iris. Siéntese aquí.
La voz de Ragnarok era profunda, bien modulada. Además, la había llamado de la forma adecuada, sólo por su nombre. Iris se acercó con paso cauteloso, y el viejo parquet crujió bajo sus pies. Olía a madera vieja y al cuero de las encuadernaciones, mezclado con el incienso de vainilla que ardía en un quemador de bronce. Sonaba una música oriental que en circunstancias normales habría sido relajante, pero Iris se sentía cualquier cosa menos relajada. Cuando se sentó, preguntó forzando un tono de broma que no sonó nada auténtico:
– ¿Me va a doler?
* * * * *
– ¡Tío, está como un queso! -le dijo Herman cuando vino a avisarle de que la clienta ya había llegado.
– Eso siempre es un incentivo -contestó Gabriel-. ¿Le has sacado el nombre?
– Iris Gurdu… Gudlun… Joder, qué nombrecito. Gudundótir o algo así.
A Gabriel le sonaba que aquel apellido debía ser islandés. Iris, hija de Gudrun. Según recordaba del Anillo de los Nibelungos, Gudrun era nombre de mujer. Lo cual significaba que su clienta había decidido tomar el apellido de su madre y no el de su padre. Eso tenía que revelar algo sobre su personalidad, así que Gabriel lo anotó mentalmente.
– ¿Cuántos años le calculas?
– Treinta. Dos arriba, dos abajo. Bueno, me bajo al Luque. No te enrolles mucho.
– La gracia de este trabajo está en enrollarse. Por eso me pagan.
Da igual. No tardes, que me aburro. Encima que me echas de mi casa…
No era cierto del todo. Aquel piso no era de Herman, sino de sus padres. Desde que se jubilaron, pasaban casi todo el año en la Manga, de modo que Herman podía fingir que la vivienda era suya.
Mientras aguardaba, Gabriel reparó en un extraño cosquilleo en el estómago. Estaba nervioso, casi ilusionado. No sólo porque la clienta fuera atractiva, sino por la pincelada exótica del nombre islandés. Normalmente atendía a cuarentonas o cincuentonas aburridas, más o menos acomodadas y que casi siempre venían con las mismas historias y los mismos problemas.
Cuando entró Iris, Gabriel la examinó con detenimiento, parapetado tras la zona de sombra que creaba la lámpara. Era alta, tal vez uno setenta y cinco, y tenía buen tipo. No demasiado pecho. Vestía de forma práctica, con un toque algo masculino.
Cuando se volvió un instante para ver cómo Herman cerraba la puerta tras ella, Gabriel la estudió de perfil y comprobó que el pantalón militar se le ceñía al trasero de una forma muy tentadora. Era el único detalle que se acercaba a lo pecaminoso en una vestimenta de lo más decente: camiseta color limón de cuello cerrado y sobre ella una camisa azul desabrochada y suelta.
Ella sí que estaba nerviosa. Sin duda, era la primera vez que hacía esto y se sentía algo tonta. Cuando se sentó, la joven se frotó las manos, aunque no hacía frío. Tenía las uñas cortas y no demasiado cuidadas. Gabriel sospechó que trabajaba con las manos.
– ¿Me va a doler?
Sonrió con timidez, y se le formaron dos hoyuelos junto a las comisuras de la boca. Su pelo, muy corto, era de un negro intenso que parecía natural. ¿Herencia por parte de padre? Eso explicaría que una islandesa hablara español.
«Dios, qué ojos», se dijo. Los tenía algo rasgados, pero lo que más llamaba la atención era el color. Tal vez parecían incluso más azules por contraste con el cabello negro. Pero no podía ser sólo el color, se dijo Gabriel. Era lo que transmitían y a la vez escondían.
No era la primera vez que se enamoraba de unos ojos. En una ocasión había viajado a Francia haciendo autostop por perseguir los ojos casi negros de una mulata. Pero entonces era muy joven. Ahora no tenía edad para hacer esas tonterías.
Eso, al menos, quería creer.
Gabriel recordó su papel. Bajando el tono de su voz para hacerla más solemne, respondió:
– Depende de lo que traigas contigo, Iris. Pronto lo descubriremos. ¿Es tu primera vez?
Ella juntó las palmas, refugió las manos entre sus piernas y, encogiendo un poco el cuello, asintió con la barbilla.
Gabriel sacó el mazo y se lo tendió a Iris. Sus dedos se rozaron un instante, y se le aceleró el pulso.
«Esto es un negocio», se recordó. «Sólo un negocio».
– Por favor, baraja las cartas lentamente y piensa en las cosas que más te importan.
Tras barajar el mazo, Iris se lo devolvió. Gabriel repartió las cartas en tres montones, el pasado, el presente y el futuro, mientras observaba a la joven. Empezó por la primera carta del mazo del pasado. Era el cinco de bastos.
– Una carta reveladora. Te sientes dividida. En tu pasado hay dos raíces contradictorias que pugnan entre sí por tu espíritu. -Gabriel jugaba casi sobre seguro, convencido de que ella era hija de padre español. Sin embargo, llevaba el apellido de su madre. Allí debía existir un conflicto, soterrado o no-. ¿Lo que te he dicho significa algo para ti?
Iris asintió. Gabriel observó que tenía un labio inferior adorable. Sus mejillas eran altas, de huesos elegantes. Aquel rostro era hermoso por su propia estructura y lo seguiría siendo dentro de muchos años.
Por no hablar de aquellos ojos de zafiro.
«Como si fuese a volver a verla», pensó con tristeza.
Gabriel le dio la vuelta a otra carta. El Emperador boca abajo.
– Tus dos herencias son ricas, culturalmente hablando. No obstante, te sientes más identificada con el legado de tu madre. ¿Es correcto?
– Mi padre es… era español, y mi madre era islandesa. Pero yo me considero cien por cien islandesa. No es por ofender, también me gusta mucho España, pero… Bueno, mi lugar es Islandia. Es allí donde pertenezco.
Iris era de esas clientas a las que les gustaba hablar. Poco a poco, Gabriel fue tirando del hilo y le sonsacó la historia de su familia, arriesgándose de vez en cuando con algunas conjeturas.
Supuso, por ejemplo, que era más probable que Gudrun, la madre de Iris, hubiera conocido a su padre en España que en Islandia, y acertó. Resultaba más fácil imaginarse a una joven nórdica viniendo a disfrutar del sol y las playas del Mediterráneo que a un español viajando a Islandia.
Después, gracias a que Iris reconoció que su padre era un hombre divertido, que cantaba muy bien y tocaba la guitarra, Gabriel «pescó» un poco más y averiguó que era tuno. Precisamente había aprovechado un viaje de la tuna de Derecho para viajar a Islandia y devolver la visita a Gudrun. Y ya se quedó en la isla, como le contó Iris de buen grado. Que su madre se casó embarazada fue una suposición de Gabriel con la que dio en el clavo y se ganó varios puntos ante Iris.
– El cinco de copas. Hummm. Veo pérdida y ruptura.
Las pupilas de la islandesa se dilataron. «Pérdida» y «ruptura» eran términos muy genéricos. ¿Quién no las experimenta a lo largo de su vida? Pero la respuesta emocional de Iris parecía implicar que para ella habían sido muy inmediatas. Al hablar de su padre había vacilado. «Es… era español». Debía haber fallecido hacía poco, y ella aún no se había acostumbrado a cambiar de tiempo verbal.
Por otra parte Iris, que no se sentía española, se encontraba en Madrid. ¿Qué podía haberla traído allí sino un asunto familiar?
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