Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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Si hay una cosa que aprendí de aquella primera semana del pasado enero es sencillamente ésta: el ascenso hacia el punto medio es largo, lento y agotador, pero el descenso se produce a una velocidad vertiginosa.

El autobús continúa su camino.

Tres horas más tarde, el coche que he alquilado en una agencia desconocida se detiene, tras varias explosiones del tubo de escape, delante del club Evolución, en Studio City, y elevo una silenciosa plegaria a los dioses de la automoción porque los últimos tres kilómetros han sido colina abajo. El motor de este cacharro oxidado Toyota Camry de 1983 ha dejado de funcionar cuando conducía por Laurel Canyon y me ha llevado una hora y media encontrar a alguien que abriese la puerta de su coche a un absoluto desconocido que decía necesitar un par de alicates y un trozo de cable. Y ha resultado que yo no he sido el único que alguna vez ha decidido hacer algunas reparaciones improvisadas a este patético automóvil. Un vistazo al motor del Camry es como mirar una realidad alternativa, en la que los niños y los internos de un frenopático son las únicas personas a las que se les permite ejercer como mecánicos. Cintas de regalo quemadas mantienen unidos varios manojos de cables, uno de los cilindros todavía muestra las huellas de una envoltura de sopa Campbell's, y estoy absolutamente seguro de que los clips para sujetar papeles no sirven para mantener unidas las bujías de encendido. Simplemente me resulta muy difícil imaginar que alguno de estos apaños caseros pueda mantenerse durante mucho tiempo más. Con un poco de suerte, pronto podré sacarle un poco más de pasta a Teilelbaum para alquilar un coche más decente, ya que puedo anticipar el día en un futuro próximo en que este pequeño deportivo japonés de importación acabará rompiéndose bajo la acción combinada de piezas de motor de pésima calidad y manguitos de gasolina obturados, y se hará el harakiri, despojándose alegremente de su condensador refrigerante en espiral en favor de una existencia menos provisional.

Y me niego a coger otra vez un autobús.

El club Evolución es, definitivamente, un garito para dinosaurios. Nos encantan esos nombres, pequeñas bromas privadas que nos hacen sentir ¡oh!-tan superiores a los mamíferos bípedos con quienes compartimos a regañadientes el dominio de este planeta. Mi guarida preferida es el club Combustible Fósil, de Santa Mónica, pero también he pasado buenos momentos en el Dinorama, en el Meleor Nighlspot y en el famoso Tar Pit, sólo por nombrar algunos de ellos. Según las últimas estimaciones demográficas hechas por el Consejo, la comunidad de dinosaurios supone un cinco por ciento del total de la población estadounidense, y, a juzgar por estos datos, tengo la sospecha de que en este país disponemos de una cantidad realmente desproporcionada de clubes nocturnos. Pero cuando pasas la mayor parte del tiempo dando vueltas disfrazado de ser humano, inevitablemente necesitas un lugar dinointensivo para relajarte cuando acaba la jornada, aunque sólo sea para recuperar ese genial estado de ánimo que tenemos los saurios.

El coche alquilado complementa la nueva imagen del club Evolución. El chasis destartalado combina a la perfección con la estructura calcinada del edificio barrido por el fuego. -Tal vez debería abandonarle aquí, viejo amigo -digo, golpeando suavemente el maletero. Mi mano atraviesa el metal oxidado y deja un agujero en la chapa. Me meto en el club. El club Evolución, hasta donde puedo asegurarlo desde mi posición privilegiada sobre lo que solía ser la pista de baile principal y ahora es una masa retorcida e informe de objetos laminados y astillados, debe de haber sido un lugar realmente agradable hasta cierto miércoles a la madrugada. Tres niveles, cada uno con su propia barra, se desprenden orgánicamente desde unas escalinatas estilo Tara, grandes contmescalones de mármol que se pierden en las sombras. Bolas centelleantes parpadean como estrellas distantes y moribundas contra la escasa luz natural que se las ingenia para filtrarse a través de las paredes agrietadas, y alcanzo a divisar un moderno sistema de iluminación que, si cambiasen las bombillas, reparasen los cristales y quitaran las omnipresentes cenizas que cubren el cuadro de control por ordenador, podría rivalizar con lo mejor que pueden ofrecer Broadway o Picadilly. Las paredes están cubiertas de artísticos grafitos, un mural fantástico que celebra el encanto y la gloria de un hedonismo auténtico a lo largo de las eras.

Un enorme sistema de refrigeración yace completamente arruinado junto a los restos de lo que parece ser una alacena. Casi puedo oler la albahaca y la mejorana recién cortadas, y lo único que puedo imaginar es la conveniencia de entrar en esa habitación dulce y fría, y coger mi ración de todas y cada una de las sustancias allí almacenadas. Aparentemente, es la clase de lugar por el que me hubiese sentido magnéticamente atraído en mis años adolescentes, y en este momento todos mis órganos se sienten agradecidos porque nunca antes haya tenido noticias de la existencia de este club.

Mientras subo la escalera hacia el segundo nivel siento un pinchazo en mi cola recogida. Sacudo el trasero, pero el dolor persiste, pequeño e intenso, como si una piraña se encontrase en un bufé libre en mi cola y se negara a abandonar la larga mesa donde está la comida. Es mi condenada grapa G-3. De alguna manera se ha desplazado hacia la izquierda, la hebilla de metal se clava en mi costado y no hay manera de rectificar la situación a menos que proceda a hacer un reajuste completo de toda la serie G. Es un procedimiento rápido, bastante sencillo, pero debería dejar mi larga cola expuesta en toda su extensión durante unos pocos y preciosos minutos. Si entrase algún ser humano…

Pero ¿a quién se le puede ocurrir vagar por clubes nocturnos incendiados al mediodía y en un día laborable? Sólo para asegurarme, subo el último tramo de escalera en una especie de galope -la grapa sigue clavándose en mi flanco todo el tiempo- y avanzo a pequeños brincos hasta la relativa seguridad de una zona en sombra.

Un giro aquí, una vuelta allá, y ¡pop! Las grapas G-l y G-2 se abren y las hebillas giran en el aire. Mi cola se libera de su encierro y suspiro aliviado cuando la G-3 queda suelta y cae al suelo. Siento una ligera pulsación procedente de mi región inferior trasera y percibo los primeros estadios de una contusión allí donde la grapa ha atravesado la carne. Ahora debo volver a colocarla antes de que…

– ¿Hay alguien ahí arriba?

Una voz resuena en la puerta del club.

Me quedo paralizado. El sudor brota de mis poros y cubre instantáneamente mi cuerpo con finos arroyos de agua salada. Maldigo el proceso evolutivo que dotó a mi especie de glándulas sudoríparas después de tantos milenios de bendita aridez.

– Propiedad privada, amigo. Escenario policial.

No puedo creer que esto esté sucediendo. Mis manos, gruesas y torpes dentro de los guantes seudohumanos, tratan de colocar las hebillas en su lugar.

– ¡Eh, usted! ¡Sí, usted! -llega nuevamente la voz y se filtra a través del rugido de alarma que se extiende como la marea a través de mi cerebro.

Con la habilidad y destreza a medio camino entre un atleta olímpico y un jugador de béisbol moderadamente en forma de la liga de ejecutivos, salto en el aire y, tras un movimiento veloz, oculto la cola entre las piernas y la enrollo sobre el torso. La grapa G-3 se desliza hasta quedar sujeta en su lugar, seguida de cerca por la G-2. Ahora trabajo a contrarreloj, y me visto a una velocidad que jamás he intentado antes. Hebillas ceñidas, broches enganchados; botones, nudos, cremalleras, velero… La cañera continúa.

– No puede estar aquí. -Ya ha subido medio tramo de escalera-• Está cerrado al público. Tendrá que coger sus cosas y largarse, amigo.

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