Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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Nadie, por tanto, sabe por qué razón decidió explorar en otro sector de la población; tal vez se había cansado de nuestra especie, aburrido de la postura de huevos y de la interminable espera hasta que se produce una grieta en la cáscara. Es verdad que no tenía hijos. Quizá sólo deseaba perfeccionar sus habilidades carnales con otra clase de criaturas. También es verdad que era un tío ambicioso. Puede ser, como muchos se inclinaron a pensar, que desarrollara el llamado síndrome de Dressler, que consiste en creerse realmente humano y sencillamente ser incapaz de evitar la tentación por los placeres que promete la carne de las mamíferas. O quizá sólo pensaba que las tías humanas estaban de muerte. Cualquiera que fuese el caso, Raymond McBride quebrantó la regla fundamental, la número uno, establecida desde que el Homo habi lis hizo su aparición en escena: está absolutamente prohibido aparearse con un ser humano.

Pero ahora está muerto; fue asesinado en su oficina hace casi un año. Así pues, ¿a qué diablos viene todo esto?

Un golpe en la puerta me ha ahorrado nuevas preguntas acerca de McBríde o de las reuniones del Consejo, de las que ya no tengo ningún conocimiento. Teitelbaum ladra un «¿Qué?», y Sally asoma la cabeza. Es una chica realmente guapa: nariz puntiaguda, pelo largo y liso, y tez pálida. Si no supiera que es humana -carece de olor, nunca la he visto en ninguno de los antros para dinosaurios repartidos por la ciudad-, habría dicho que pertenece a Compsognathus.

– Londres por la línea tres -dice con voz chillona.

Sally es una chica estupenda y resulta muy agradable hablar con ella, pero ante la presencia de Teitelbaum se encoge como si fuese una esponja seca.

– ¿Tienda de regalos de Gatwick? -pregunta Teitelbaum, y sus manos se agitan con infantil anticipación. Si no fuese tan desagradable, incluso lo encontraría atractivo.

– Han encontrado los mondadientes con la Torre de Londres que usted quería.

Sally me sonríe fugazmente, se vuelve, da un pequeño brinco y abandona la habitación; misión cumplida. Una incursión quirúrgica en los dominios del jefe: entrar y salir en… ¡seis segundos! Bien por ella. Yo debería tener la misma suerte.

Tcilelbaum respira aguadamente. Un gruñido de papel de lija se convierte en el jadeo de un globo que pierde aire. Aferra con fuerza el auricular del teléfono.

– Quiero dos cajas grandes -dice-, y envíelas mañana mismo.

Fin de la conversación. Estoy seguro de que el inglés que estaba al otro lado de la línea se ha quedado atónito ante la cortesía norteamericana.

Se produce un abrupto cambio en el tono mientras Teitelbaum escoge la frecuencia de negocios. Extiende un brazo disfrazado de adolescente sobre el escritorio y, jadeando a causa de ese mínimo esfuerzo, coge una fina carpeta.

– No voy a decirte que tendrás que encontrar el diamante Hope, ni nada por el estilo -comenta, y arroja la carpeta hacia mí-. Se trata sólo de patear las calles; nada que no puedas manejar. No es mucho, pero te sacarás un dinero.

Echo un vistazo a las hojas que hay en la carpeta.

– ¿Investigar un incendio?

– Un club nocturno en Valle de San Fernando. Se incendió en la madrugada del miércoles. Es uno de los locales de

Burke.

– ¿Burke? -pregunto.

– Donovan Burke, el propietario del club. ¡Demonios, Rubio!, ¿es que no lees las revistas?

Sacudo la cabeza, reacio a explicarle que en la actualidad el precio de una sola revista me colocaría de una vez y para siempre por debajo del nivel de pobreza.

– Burke es un personaje importante en el escenario de los clubes nocturnos -me explica Teitelbaum-. Las celebridades entraban y salían del club todos los días, principalmente dinosaurios y algunas parejas de clientes humanos. El lugar estaba asegurado y ahora tendrán que pagarle más de dos millones de pavos por los daños que ha ocasionado el fuego. La compañía de seguros quiere que investiguemos y nos aseguremos de que Burke no quemó su propio club porque el negocio era un desastre. -¿Lo era? -¿Era qué? -Un desastre.

– ¡Por Dios, Rubio! -dice Teitelbaum-. ¿Cómo demonios puedo saberlo? Tú eres el investigador privado. -¿Había alguien en el club en ese momento? -¿Por qué no lees el maldito informe? -resopla Teitelbaum-. Sí, sí; había un montón de gente. Hay cantidad de testigos, pues se celebraba una fiesta por todo lo alto.

Lanza un manotazo a sus bolas newtonianas, una inconfundible señal de que mi presencia ya no es necesaria. Me pongo de pie.

– ¿Tiempo? -pregunto, aunque conozco la respuesta.

– Un día menos de lo habitual.

Respuesta trillada. Teitelbaum cree que es divertido. Intento que la siguiente pregunta parezca casual; sin embargo, seguramente no lo es.

– ¿Honorarios?

– La compañía de seguros está dispuesta a soltar cinco de los grandes más gastos. La agencia se queda con tres y deja dos mil pavos para ti.

Me encojo de hombros. Para mí es una suma estándar, al menos teniendo en cuenta los pobres salarios con los que la mayoría de los empleados de TruTel se ven obligados a vivir.

– Pero tengo ese problema con la piscina en mi jardín trasero -continúa Teitelbaum- y necesito un poco de pasta extra. Digamos que dividimos tu comisión: cincuenta-cincuenta. Intenta sonreír. Es una amplia sonrisa de tiburón que incita en mí la urgencia animal de saltar por encima del escritorio y estrangularlo con los finos hilos de plástico que sostienen las bolas newtonianas de metal.

Pero ¿qué alternativa tengo? Uno de los grandes es mejor que nada, y ahora que el trabajo de Ohmsmeyer se ha ido por la alcantarilla, ésta podría ser mi única oportunidad de impedir la ejecución de la hipoteca y la bancarrota definitiva. La expresión de orgullo está en su sitio. Estirando el cuello hasta donde lo permite el disfraz, mantengo la cabeza erguida, sostengo la carpeta de papel manila contra el pecho y abandono la oficina. -No lo eches a perder, Rubio -me grita-, Si quieres volver a trabajar, trata de no meter la pata.

Menos de doce pasos más tarde tengo un poco de albahaca entre los dientes y ese déspota de Tyrannosaurus rex queda cada vez más lejos, y me siento mejor con el encargo que acaban de hacerme. Dinero en el banco, tal vez un poco de respetabilidad y no pasará mucho tiempo antes de que otras agencias de investigación privada estén dispuestas a contratar los caros y encantadores servicios de Watson y Rubio, Investigaciones Privadas. Sí, he vuelto. He comenzado a subir. El velo-cirraptor está en nómina.

Mientras me dirijo a la salida le lanzo un guiño de felicitación a una recepcionista temporal que está tomando un dictado en el vestíbulo. Ella se repliega ante mi gesto amistoso como si fuese una serpiente de cascabel asustada, y casi espero que me muestre los colmillos antes de deslizarse dentro de un nicho, debajo del escritorio.

3

Seis hojas de albahaca están esparciendo su marca especial de magia a través de los valles y las colinas de mi metabolismo, y ese escalofrío vegetal es lo único que impide que salga disparado de este autobús urbano, lleno hasta la bandera, con mis manos agitándose por encima de mi cabeza como si fuese un jodido chimpancé. Es la primera vez que me he visto forzado a utilizar un medio de transporte público y, si la miserable asignación de Teitelbaum para alquilar un coche me permite acceder a algo mejor que un Pinto del 74, será la última. Ignoro que es lo que se ha muerto en este autobús, pero, por la oleada de aromas que me llega desde las tres filas de asientos del fondo del vehículo, imagino que era algo grande, muy feo y que había comido una buena cantidad de curry en los últimos momentos de su vida.

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