Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Harry bajó y corrió por la Quinta Avenida hasta la calle 60. En cuanto llegó a la esquina, un Lexus negro se situó a su altura. Se abrió la puerta y Harry subió en marcha. El conductor, un cuarentón bien parecido, giró en dirección al sector sur del Central Park y aceleró.

– Soy Kevin Loomis -dijo el conductor-. Perdone por el numerito de espías que no estoy seguro de que sirva para algo. Stallings y yo adoptamos muchas precauciones cuando nos vimos en el Battery Park, pero está claro que ellos lograron seguir a uno de nosotros dos, o a ambos. Stallings regresaba a su oficina después de nuestra entrevista cuando tuvo el paro cardíaco.

– ¿Quiénes son ellos? -preguntó Harry.

– En mi opinión, los responsables de la muerte de su esposa. Por eso he decidido verme con usted esta noche. Es gente del sector de los seguros. Forman un grupo que llaman la Tabla Redonda.

– ¿Una especie de club de hombres de negocios?

– Más bien una especie de sociedad secreta. Lo sé porqué formo parte de ella.

Dieron la vuelta para coger la autopista West Side y enfilaron hacia la zona alta de la ciudad. Harry escuchaba, atónito, lo que Kevin Loomis le contaba acerca de la sociedad secreta y su reciente incorporación a la misma.

A Harry le cayó bien en seguida Loomis (su directo modo de expresarse, la típica rudeza del hombre criado en las calles que subyacía en sus recién adquiridos modales de ejecutivo). Si la Tabla Redonda era un grupo tan elitista y selecto como Loomis lo pintaba, se hacía cuesta arriba imaginarlo a él en semejante clan.

Dos cosas le llamaron poderosamente la atención a Harry. En primer lugar, el secretismo y la desconfianza; la escasa información que le daban a Loomis acerca de los otros caballeros. Sonaba más a «guerra sucia» del gobierno que a clan de conchabados ejecutivos. En segundo lugar, la actitud de Loomis le parecía desconcertante. Estaba claro que a Loomis lo apenaba lo que les había ocurrido a Evie y a James Stallings. Sin embargo, aunque no rebosase alegría, no parecía demasiado afectado ni desesperado, ni siquiera asustado. Daba la impresión de estar mucho más tranquilo aquella noche que cuando habló con él por teléfono. Estaba tranquilo y relajado.

– Por lo que a su esposa se refiere -dijo Loomis-, imagino lo que debió de suceder. Y doy por sentado que usted no tuvo nada que ver con su muerte.

– Nuestro matrimonio estaba al borde de la ruptura, tal como dicen los periódicos. No obstante, nunca se me hubiese ocurrido hacerle el menor daño.

– Los integrantes de la Tabla Redonda son verdaderos paranoicos. Temblaban ante la mera sospecha de que Désirée indagase en sus actividades.

– Pues no era eso lo que hacía -le aseguró Harry-. Escribía un libro, y preparaba una serie de reportajes para televisión acerca del poder del sexo en los negocios y en la política.

Harry se extendió sobre lo que descubrió en el apartamento, aunque sin mencionar su percance con el Doctor.

– Su relación con el grupo al que se refiere -prosiguió Harry-, se debió a una pura investigación periodística. Probablemente les registraría las carteras cuando tuvo oportunidad, y deduciría que ustedes trabajaban en el sector de las aseguradoras. Eso era todo lo que sabía. Dudo que tuviese la menor idea de para qué se reunían.

– Pues, por lo visto, la Tabla Redonda no lo creyó así. Yo estuve presente cuando se trató el tema. Nadie hizo la menor insinuación de que tuvieran intención de matarla. Sin embargo, ahora no me cabe duda de que lo hicieron. No tengo ni idea de quién debió de inyectarle la sustancia letal, pero deduzco que tuvo que ser el mismo que elimina a los enfermos terminales, asegurados por nosotros, que nos salen demasiado caros. Temo que haya más de un asesino.

Harry optó por saber algo más de Loomis, y de sus motivaciones para colaborar con él, antes de hablarle de Antón Perchek.

Se adentraron en el Bronx por la avenida Henry Hudson y siguieron alejándose de Manhattan hacia el Van Cortland Park.

Corbett no acababa de ver clara la posición de Loomis. No estaba seguro de que no le mintiese o de que no se callase algo importante.

– Dígame, Kevin, ¿por qué ha decidido contármelo? Porque si forma usted parte del grupo… si la Tabla Redonda se hunde, lo lógico es pensar que va a salir usted perjudicado.

– Por varias razones. Leo lo que los periódicos publican sobre usted; no me gusta. Me subleva que quieran hundirlo. Ganó una condecoración por su comportamiento en Vietnam. Aunque debido a mi edad no sufrí directamente las consecuencias de la guerra, a mi hermano mayor, Michael, le amputaron una pierna en Vietnam. Además, todo este asunto me desborda. Pero no se equivoque: no soy un ángel, ni mucho menos. Haría, sin pestañear, muchas de las cosas que la Tabla Redonda espera de mí. He comprendido, no obstante, que hay un abismo entre eso y el asesinato, por más terminales que sean los enfermos y por más que les cuesten a nuestras compañías. Me propongo poner pruebas en manos de la fiscalía y llegar a un acuerdo con el fiscal… es decir, si consigo las pruebas.

– No lo entiendo.

– Es que no dejamos constancia de nada por escrito; de nada en absoluto. Aunque Stallings era el único que podía secundarme, me propongo seguir adelante solo; contar lo mismo que acabo de contarle y dar tantos nombres como pueda. Supongo que los abogados de mis colegas me harán pedazos, pero me da igual.

– Puede que no. No he parado de darle vueltas a por qué, quienquiera que matase a Evie, tiene tanto cuidado en no quitarme de en medio. Suponía que se debía a que soy el perfecto chivo expiatorio. ¿Por qué deshacerse de mí? Y ahora comprendo que no me equivocaba. Si todo apuntaba contra mí, no era muy probable que usted y Stallings sospechasen de sus colegas de la Tabla Redonda.

– Exacto. Y dice usted que el asesino de su esposa lo ha incitado varias veces a que se quite la vida, ¿no? Listo. No sé qué habría pensado Stallings, pero yo hubiese dejado de sospechar inmediatamente de la Tabla Redonda.

– Hay que tener mucho valor para hacer lo que usted hace, Loomis. Cuando decida ponerlo en conocimiento de la fiscalía, iré con usted.

– Gracias, pero a tenor de lo que he leído en los periódicos, no creo que eso me ayudase. Parece que la policía la tiene tomada con usted.

– ¡Touché! -admitió Harry, sonriente-. Verá, Kevin: se me ocurre algo distinto que puede resultar. ¿Podría repetirme los criterios de… selección de enfermos terminales que figuraban en el informe de Stallings?

– Puedo hacer algo más práctico -repuso Loomis, que le entregó una copia del proyecto de Merlín, con los criterios que a Elizabeth DeSenza le costaron el empleo.

Loomis enfiló entonces por la avenida Mosholu, rodeó por la autovía Major Deegan y siguió en dirección al centro de Nueva York.

– ¿Cuántas compañías están implicadas? -preguntó Harry.

– Probablemente cinco, sin contar con la de Stallings y con la mía. Hay dos de las que tengo constancia: la Comprehensive Neighborhood Health y la Northeast Life and Casualty. Ignoro cuáles son las otras tres, aunque creo que si me lo propongo lo averiguaré.

– Yo no haría nada que pueda levantar la liebre. Esos tipos no tienen mucha paciencia con quienes se interponen en su camino -dijo Harry sin levantar la vista del informe de Merlín-. ¿En cuánto me ha dicho que sitúan el mínimo coste de un enfermo terminal, a partir del cual deciden liquidarlo? ¿En medio millón?

– En efecto.

Harry arrolló la hoja del informe y se dio un golpecito en el puño. Su idea empezaba a tomar cuerpo.

– Le agradezco mucho que haya hablado conmigo antes de acudir a la fiscalía, Kevin. Le mostraré una cosa.

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