Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Maura no pudo contenerse más.

– ¡Oídme los dos! -les espetó-. Sentaos y callaos un momento. No me importa el concepto en que os tengáis mutuamente. Lo que habéis de pensar es que por separado no tenéis muchas posibilidades de cazar al tal Perchek. Tú, Harry, eres médico, no policía. Y tú, Ray… porque puedo tutearte, ¿verdad? Tú, Ray, no puedes moverte por los hospitales, que es donde está el hombre a quien buscas. Os necesitáis. De modo que haceos a la idea.

Harry fulminó con la mirada a Santana. Maura cruzó el salón y se plantó frente a Harry con los brazos en jarras.

– ¿Queréis que os obligue a estrecharos la mano, como hacíamos en el instituto después de una pelea? Pues muy bien. Vamos a seguir unidos y a comprometernos a no hacer nada sin antes hablarlo los tres. ¿Trato hecho?

– Trato hecho.

– Está bien, trato hecho.

Ambos asintieron, pero a regañadientes.

– Pues entonces, vamos -dijo Maura antes de que volvieran a enzarzarse-. Tenemos que despegar un montón de carteles.

* * *

En el vestíbulo de la unidad de cirugía del CMM, un nutrido grupo de personas se agolpaba frente al tablón de anuncios. Había enfermeras, técnicos, médicos y anestesistas. Caspar Sidonis estaba también entre ellos.

Los carteles que de la noche a la mañana habían aparecido en todos los departamentos del centro eran la comidilla del hospital.

– Creo que he visto a este hombre -comentó una de las enfermeras al ver uno de los retratos de Perchek en el que aparecía con barba.

– Me parece que, desde que dejaste a Billy el año pasado, has debido de ver a todos los hombres de la ciudad, Janine -le dijo una compañera.

– No tiene ninguna gracia -le replicó Janine de mal talante.

– Estoy de acuerdo con usted, Janine -terció Sidonis-. Tampoco tiene ninguna gracia la nueva humillación que representa esto para el hospital.

En cuanto oyeron abrir la boca al jefe de cirugía cardiovascular, cesó toda conversación.

– El personal sabe que fue Harry Corbett quien mató a su esposa. No podía soportar la idea de perderla y la mató. Es así de sencillo. Estos carteles no son más que una cortina de humo, una maniobra de distracción. Corbett está totalmente loco, igual que la mujer que ha hecho estos retratos. Son el producto de la trastornada mente de una alcohólica. Sólo eso. Ya lo verán. Estoy harto de Corbett y del modo en que manipula a quienes trabajan en el hospital. Cincuenta mil dólares de recompensa, nada menos…

Violento por el destemplado comentario del cirujano y, al corriente de lo que se rumoreaba sobre sus relaciones con la mujer asesinada, el grupo se dispersó en seguida.

Cuando Sidonis fue a darse la vuelta para marcharse, estuvo a punto de tropezar con un hombre que llevaba bata blanca de laboratorio. En la placa, que llevaba la correspondiente foto, decía: «Heinrich Hauser. Director de Investigación Endocrinológica».

– Estoy de acuerdo con usted, doctor -dijo Hauser con un fuerte acento alemán-. El tal Corbett no hace más que crearle problemas a todo el mundo.

– Gracias, doctor -dijo Sidonis.

Caspar le dirigió una escrutadora mirada al endocrinólogo. Era ocho o diez centímetros más bajo que él, tenía el pelo entrecano y lo llevaba cortado al cepillo. Llevaba gafas con gruesos cristales y tenía los dientes amarillentos, algo que repelía a Sidonis. Instintivamente, Caspar se echó hacia atrás por temor a que le llegase su aliento. Que él recordase, era la primera vez que veía a aquel hombre, pero no era de extrañar porque rara vez reparaba más que en aquellas personas con quienes trataba algo importante.

– Buenos días -se despidió Hauser.

– Buenos días -correspondió Sidonis-. Por cierto… No nos conocíamos, ¿verdad?

La irónica sonrisa del endocrinólogo hizo que Sidonis desviase la mirada.

– No lo creo, doctor. No obstante, quizá tengamos oportunidad de conocernos más.

Capítulo 33

Al anochecer, la ola de calor, que duraba ya tres días, había producido un agradable chaparrón veraniego.

Harry salió del apartamento a las diez y media y cogió un taxi hasta la East Side. Tal como Loomis le indicó, llevaba una gorra de béisbol, la única que encontró en el apartamento. Era de Evie, de cuando vivían en Washington, de color azul marino y con la inscripción «U.S. Senate» en letras doradas justo por encima de la visera.

Después de haber leído la introducción del proyecto de libro de Désirée: Entre las sábanas, no podía evitar la sospecha de que aquella gorra fuese recuerdo de alguna conquista de su esposa.

Owen Erdman le había reprochado de muy mala manera que no hubiese hecho honor a su promesa de no distribuir los carteles, aunque, tal como Santana aventuró, no corría peligro de perder su empleo, siempre y cuando retirasen los carteles de inmediato. Harry se encargaría de los del CMM y Santana y un ayudante que Ray había contratado, retirarían los de los otros seis hospitales en los que los distribuyeron.

Al salir del apartamento de Harry, persistía la tensión entre ellos. Harry ya no creía poder confiar en Santana más que para actuar de acuerdo a sus propios intereses. Sin embargo, cabía decir en su honor que no lo negaba. Para él, cualquier sacrificio que condujese a la muerte del Doctor merecía la pena.

Aunque hablaron de la conveniencia de poner al corriente de la evolución del caso al inspector Albert Dickinson, ambos convinieron en no hacerlo, ya que lo más probable era que éste entorpeciese su labor, en lugar de ayudarlos.

Aunque arrogante y temerario, Perchek no era imbécil. Dickinson podía impulsarlo a desaparecer. Y eso era quizá lo peor que podía ocurrir.

Como no estaba en absoluto claro qué hacía el Doctor en Manhattan ni cómo consiguió matar a Evie, no había medio de aventurar cuánto tiempo seguiría en la ciudad.

Mientras Harry y Santana iban a retirar los carteles, Maura se quedó en el apartamento para filtrar las llamadas, que se producían a un ritmo de dos o tres por hora. La mayoría eran de chiflados, aunque algunas parecían interesantes. Maura tomaba detalladamente nota de estas últimas y prometía ponerse en contacto con quien llamase.

Quince minutos antes de su cita con Kevin Loomis, Harry despidió el taxi entre Park Avenue y la calle 51 y continuó a pie.

Aunque no lo preocupaba en exceso que lo siguieran, no había olvidado su percance en el apartamento de Désirée. De manera que bajó hasta la calle 49 y volvió a subir, tras detenerse en varios portales para inspeccionar la calle. Nada.

Era noche de recogida de basuras. La llovizna no contribuía a disipar el hedor de las bolsas amontonadas junto a los contenedores. Hacía mucho que no se producía una huelga tan larga del servicio de recogida de basuras, pero en noches como aquélla entendía por qué tan a menudo tardaban tanto en desconvocarse.

No había mucho tráfico, y el cruce de la calle 51 con la Tercera Avenida estaba casi desierto. Con la gorra de béisbol de Evie calada hasta los ojos, Harry se recostó en una farola y aguardó. A las 11.05 se detuvo un taxi y se abrió la puerta del lado contiguo al del conductor.

– Suba, doctor -le dijo el taxista con una voz más basta que la lija.

– ¿Es usted Loomis? -preguntó Harry cuando el taxi hubo arrancado en dirección a la zona alta de la ciudad.

– No -se limitó a contestar el taxista, que no volvió a abrir la boca hasta cerca de la intersección de la Quinta Avenida con la calle 57.

– En cuanto cruce la Quinta, salte y corra hasta la esquina de la calle 60 -dijo luego el taxista-. Allí lo recogerán. A mí ya me han pagado. Sólo tiene que saltar y correr.

El taxi aminoró la velocidad hasta que el semáforo estuvo a punto de pasar al rojo. Entonces aceleró en el cruce de la Quinta Avenida. La maniobra provocó un irritado concierto de bocinas, pero garantizaba que ningún coche los siguiera.

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