– Como la burbuja en mi laboratorio, pero un poco más grande -dijo McConnell.
– ¿Qué es eso?
– Ah, sí -dijo Stern-. Sólo que usted experimenta con ratas y ellos con gente. Bueno, ¿cuánta gente puede sobrevivir en la burbuja de Brandt?
– ¿Quiere salvar a todos los niños o todas las mujeres?
– Dios mío -susurró Anna-. No tiene derecho.
– Efectivamente -asintió McConnell-. Pero lo haré de todas maneras.
– Kinder -dijo Stern-. Salve a los niños.
– Pero alguien tiene que ocuparse de ellos cuando salgan -observó Anna.
– Las mujeres consumen más oxígeno -dijo Stern-. Siempre habrá suficientes para hacerse cargo de los niños. Elimine algunas mujeres. McConnell repasó sus cálculos.
– Si saca a diez mujeres, el oxígeno duraría ciento diecinueve minutos. Uno menos de dos horas. Mi opinión es que debemos eliminar veinte mujeres. Sé que es horrible, pero no es cuestión de matar a todos por querer salvar a demasiados.
– ¡Un momento! -exclamó Anna-. ¿Y si conseguimos un tubo de oxígeno?
McConnell alzó las cejas:
– ¿Oxígeno? Según la clase de tubo, podría significar una diferencia importante.
– Hay varios tanques grandes en la fábrica. Son inaccesibles, pero en el hospital hay dos tubos portátiles. No sé cuánto contienen, pero podría robar uno. El otro lo están usando para un soldado SS enfermo de neumonía. Enseguida descubrirían su ausencia.
Stern asentía, excitado:
– Y podríamos salvar a todas las mujeres, ¿no? Y unos cuantos hombres…
McConnell alzó la mano:
– Hay otro problema. Los límites de tiempo que mencioné se refieren al agotamiento total del oxígeno. O sea, la muerte. Pero antes habría ataques de histeria, desmayos, incluso de violencia. Hablamos de mujeres y niños aterrados, encerrados a oscuras en una cámara sellada. En menos de una hora tal vez se pelearían entre ellos, pisotearían a los niños, qué sé yo. ¿Entienden?
– ¿O sea que no podemos introducir más gente?
– O sea que el tubo de oxígeno es sólo una reserva. No tenemos la seguridad de poder llevarlo a la Cámara E. Además, la gente tal vez no pueda salir antes de tres o cuatro horas.
Stern asintió con resignación.
– ¿Podemos abrir la cámara? -preguntó McConnell.
– Siempre está abierta -dijo Anna-. ¿Quién entraría por propia voluntad?
– Tiene razón. Bueno, Jonas, creo que debe volver ahora mismo, esta noche. Le quedan tres horas de oscuridad. Hable con su padre, explíquele la situación, dígale que empiece a llevar gente a la Cámara E antes del amanecer. Entonces, atacamos.
Stern rió:
– Doctor, usted sabe mucho de química, pero nada de táctica militar. -Se sentó y tomó el lápiz. -¿Qué cree que sucederá cuando ataquemos? ¿Dónde irán esas mujeres con los niños?
– ¿Dónde irían si los salváramos? No estamos en Hollywood, Stern. Lo único que les damos es una oportunidad de sobrevivir. Ahora ni siquiera tienen eso. Tal vez puedan escapar a Polonia y contactar a la resistencia.
– Evidentemente, no sabe que la mitad de la resistencia polaca es tan antisemita como los nazis.
– Mierda, Stern…
– No, tiene razón, doctor. Tendrán que huir hacia Polonia. Pero no de día. ¿Cree que un montón de mujeres y niños podrán cruzar de día setenta y cinco kilómetros de territorio nazi en camiones robados a las SS? ¡Está loco! Además, no me gusta la idea de ir a nuestro submarino de día. Además, tal vez no sea tan fácil entrar en el campo esta misma noche después de lo que hizo Fraulein Kaas. Y si lo hago, ¿cuánto tiempo tengo para convencer a mi padre y a las mujeres de que condenen a muerte a sus amigos, salir, subir la cuesta y lanzar el gas? -Stern arrojó el lápiz sobre la mesa. -No, tendremos que hacerlo mañana. -Se volvió hacia Anna: -¿A qué hora pasan lista?
– A las siete de la tarde.
– Entonces, atacaremos a las ocho. La confusión será mayor y tendremos varias horas de oscuridad para huir.
– No olvide que mañana será la cuarta noche desde que llegamos -señaló McConnell-. Si no alcanzamos el submarino antes del amanecer, ya no lo encontraremos.
– Llegaremos a tiempo.
– ¿Y el gas? Tal vez ya se esté degradando y volviendo inofensivo. Y las represalias. ¿Qué pasa si fusilan a otros diez? Y su…
Stern dio un golpe violento sobre la mesa:
– ¡Basta, carajo! Ya está resuelto. Si hubiera visto a gente indefensa cazada por los soldados durante el día entendería por qué.
McConnell vaciló, pero asintió con renuencia.
– Roguemos que Schörner no nos descubra antes de mañana por la noche. Pero, ¿qué me dice de Anna? Después de lo que hizo hoy, no puede volver a Totenhausen.
Anna cerró los ojos:
– Si no vuelvo, se darán cuenta de que algo anda mal.
– ¡Ya lo saben! Es imposible que no lo sepan. Mató a Miklos para que no pudieran interrogarlo.
– Tal vez no se dieron cuenta -dijo Stern-. Los SS ya le habían dado una buena paliza. Ella le dijo al guardia que tenía palpitaciones. Tal vez crean que murió de eso.
– Además, tengo que llevar el tubo de oxígeno a la cámara – recordó Anna.
McConnell quiso replicar, pero ella se volvió hacia Stern:
– ¿Cree que su padre aceptará entrar en la cámara?
– Tal como están los cálculos, lo dudo. -Stern se paró y se apoyó contra la estufa para darse calor.
– Convénzalo. Dígale que debe guiar a las mujeres y niños a Polonia.
– Puede ser. En todo caso, tengo hasta mañana a la noche para pensarlo. -Chasqueó los dedos. -Hay algo que puedo hacer esta noche. -Bordeó la mesa y salió por la puerta del sótano.
Anna tomó la mano de McConnell bajo la mesa y la apretó con fuerza.
– Usted es un hombre extraño -comentó. Stern volvió con su talego de cuero. -¿Qué lleva ahí? -preguntó McConnell.
– ¿Recuerda las dos garrafas que íbamos a introducir en el refugio antiaéreo de los SS? Si volvemos al plan original, necesitaremos hasta el último miligramo de gas, ¿no? Voy a colocar las garrafas lo más cerca posible del alambrado del campo. Con los explosivos plásticos y los detonadores de tiempo que traje de Achnacarry, puedo colocar las cargas en las válvulas de las garrafas y regularlas para que estallen en el momento del ataque. Las ocho de la noche.
– ¡Me había olvidado! -exclamó McConnell, que se sentía como un idiota-. Tiene razón. Necesitaremos la mayor concentración posible al nivel del suelo. Lo acompañaré.
Anna le apretó la mano con tanta fuerza que le dolió.
– No conviene que nos arriesguemos los dos -dijo Stern. Se colgó el talego del hombro. -Yo me basto para arrastrar las garrafas.
McConnell lo pensó un instante y asintió:
– No deje que lo pesquen -dijo-. Yo no podría trepar ese poste ni en una semana.
Para sorpresa de ambos, Stern sonrió con malicia:
– Sí que podría, doctor, si tuviera que hacerlo. Pero no se preocupe. Ya es hora de que cambie la suerte. -Tomó su Schmeisser y fue hacia el vestíbulo. Se detuvo en la puerta e indicó a McConnell que lo siguiera.
– ¿Qué pasa? -preguntó éste después de cerrar la puerta.
– Tal vez los SS vengan a buscarla. La verdad, me preocupa que no lo hayan hecho ya.
– ¿Qué está diciendo?
– Que usted debería esperarme en el sótano y ella arriba. Si vienen y ella los acompaña voluntariamente, tal vez no registren la casa.
– No soy idiota, Stern.
– Eso ya lo sé. Pero usted… y ella. No soy ciego. Sólo digo que no es el momento.
– Tal vez no haya otro -dijo, molesto porque Stern lo leía como un libro abierto.
Stern se encogió de hombros:
– Haga lo que tenga que hacer. Pero si vienen y no lo descubren, tome las clavijas que están en el sótano, suba la cuesta y trepe al poste.
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