Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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– ¿Existe el peligro?

Frau Hagan se encogió de hombros:

– Schörner tiene miedo a los viejos fantasmas. Los fantasmas rusos, diría yo. -Rió. -Para él, el peligro está en ese campo.

Después de una breve conferencia, el sargento Gauss fue a la portería y Schörner se ubicó en la delantera. En pocos minutos resultó claro que el comandante no era un mero aficionado. Robó dos balones y avanzó solo, aunque lo frenó el juego rudo de los hombres de Sturm, cuya "especialidad" consistía en chocar frontalmente contra sus adversarios. Sin embargo, para satisfacción de todos, se abstuvo de imponer su autoridad para reclamar un penalty. En cambio, empezó a devolver golpe por golpe.

– ¡Métaselas en la boca, mi comandante! -gritó alegremente el sargento Gauss desde el arco.

Schörner robó el balón por tercera vez. Cruzó el terreno con aparente facilidad, esquivando a los camisas pardas de Sturm y controlando el balón con la punta del pie. Hizo un pase e inmediatamente recibió la devolución. Era evidente que su equipo confiaba en él para convertir un tanto.

Aceleró hacia el arco. Un solo hombre -un cabo musculoso- le cerraba el paso, pero varios se acercaban de atrás. La falta de un ojo limitaba severamente su visión periférica. Afortunadamente, los dos que lo perseguían -uno era el sargento Sturm- se acercaban por su izquierda. El lado derecho tendría que cuidarse solo.

Esquivó limpiamente al cabo, que quedó desairado en medio del campo mientras se alzaban risas desde la fila de espectadores, pero el sargento Sturm y un soldado robusto cargaban desde su izquierda. El portero se agazapó y extendió los brazos a la espera del disparo. Schörner preparó la izquierda, pero a último momento pateó con poca fuerza.

El balón rodó dos metros y se detuvo.

El se plantó sobre los dos pies, se agachó y volcó el hombro izquierdo hacia atrás para estrellarlo en el vientre de Sturm, que venía a la carga. La explosión del aire expulsado de los pulmones del sargento hizo callar a todos, y el golpe sordo de su cuerpo al caer tras dar una voltereta sobre la espalda del comandante resonó por todo el campo. El otro perseguidor se detuvo desconcertado mientras Schörner recuperaba rápidamente el balón, esquivaba al portero y lo introducía en el arco.

Los hombres de Gauss aclamaron el gol, pero sobre todo el hecho de que el comandante pagara a Sturm con su propia moneda. Con una sonrisa feliz, Schörner se acercó a Sturm, quien seguía tendido de espaldas y jadeaba para recuperar el aliento. Le ofreció una mano que éste rechazó con un gesto brusco; su furia era evidente. Schörner se volvió, agitó la mano a Gauss y volvió al edificio principal a buscar su ropa.

Frau Hagan meneaba la cabeza.

– Schörner lo pagará muy caro.

– Pero es un oficial -objetó Rachel-. Sturm es sargento.

– No importa. Aquí casi todos son leales a Sturm. Mira los uniformes pardos: son unidades de la calavera. Schörner viene de la división Das Reich , que combatió en todos los frentes, de Francia a Rusia. Sturm y su gente sólo saben disparar a prisioneros indefensos en la retaguardia. Schörner los desprecia y ellos lo odian.

– ¡Ojalá se maten entre ellos! -exclamó Rachel-. Así podremos volver a casa.

Cuando la campana los llamó a recibir la ración del mediodía, Rachel fue con Jan y Hannah a la olla, donde una rusa "verde" servía una sopa aguachenta y un trozo de pan. Llevó también el tazón de Frau Hagan para que la jefa de cuadra no se molestara en hacer la cola. Había aprendido a situarse en la cola de manera tal que cuando llegaba su turno raspaban el fondo de la olla, donde se habían asentado las hojas de col. Con todo, la comida era insuficiente para mantener sanos a Jan y Hannah. Aunque Frau Hagan la regañaba por ello, Rachel dividía la mitad de su ración entre sus niños.

Una vez que Jan y Hannah se durmieron, Rachel salió con la jefa de cuadra. En ese momento una sombra furtiva se acercó desde el Árbol de Castigos y les cerró el camino. Antes que Rachel lo reconociera, Frau Hagan le lanzó un escupitajo:

– ¡Fuera, gusano!

– Será mejor que escuches -dijo Ariel Weitz, amilanado ante la furia de la jefa-. Si no quieres ir a parar al Árbol.

– Di a qué viniste y vete de una vez.

Weitz señaló a Rachel:

– La llama el comandante.

– ¿Schörner? -Frau Hagan frunció el entrecejo. -¿Qué quiere con esta chica?

– ¿Por qué no se lo preguntas tú, mi gorda Blockführer ?

– Irá enseguida. -Frau Hagan miró al alcahuete con asco. -Fuera, gusano.

Weitz gruñó y se alejó rápidamente. Frau Hagan salivó otra vez.

– Weitz es una garrapata prendida al lobo nazi. Un buen día voy a apretarlo hasta que reviente en sangre.

– ¿Qué querrá el comandante Schörner? ¡No querrá sacarme a mi Jan!

– No, no te preocupes. Si fuera así, Weitz se lo habría llevado a Brandt sin avisar. Quién sabe qué quiere Schörner. Que limpies su oficina, que le hables sobre Holanda… o tal vez te quiera a ti.

– ¿A mí?

La miró intencionadamente.

– A la noche siguiente a la visita de Himmler, trajeron mujeres al campo. Un premio para Sturm y sus hombres. Esos eran los gritos que oíste esa noche y que yo no quise escuchar. No me mires así. No podía hacer nada por ellas. Además, las habían traído desde Ravensbrück. El campo más grande de mujeres. No sé bien qué pasó, pero sí que Schörner no tuvo nada que ver. Él se considera un caballero alemán y no se mezcla con los matones de Sturm. Pero tal vez la fiesta le despertó el apetito. Un hombre es un hombre, ¿no? En general, prefiere la botella. Pero cuídate, holandesita.

Rachel trató de controlar su agitación. Se sentía aturdida.

– ¿Debo resistirle?

– No estás en Amsterdam. Aquí no puedes elegir. Piensa en tus hijos. Yo me ocuparé de ellos hasta que vuelvas.

– Sí… gracias. -Le tomó el brazo. -¿Qué puedo hacer?

– Vete de una vez -dijo la mujer mayor, incómoda-. Cuanto más tardes, será peor.

20

De pie frente al comandante Wolfgang Schörner, Rachel estaba aterrada. Después de sus experiencias con los SS y las advertencias de Frau Hagan, no creía encontrarse frente a un hombre sino un fantasma. Estaba sentado detrás de su escritorio, vestido con un impecable uniforme gris. Se había cambiado la ropa después del partido de fútbol. A espaldas de Rachel, Ariel Weitz arrastraba los pies. Ante un breve gesto de Schörner, la puerta a espaldas de ella se abrió y cerró discretamente. Schörner frunció el entrecejo.

– Un hombre grosero -dijo-. Pero es útil.

Rachel no respondió. A pesar suyo, trató de adivinar la edad de Schörner. Parecía tener unos treinta años aunque el parche sobre el ojo ausente lo avejentaba. A diferencia del sargento Sturm y los demás SS, no estaba perfectamente afeitado. Una sombra oscura le cubría las mejillas y la mandíbula. Los dos primeros botones de su chaqueta estaban desabrochados. Tamborileaba con los dedos sobre el escritorio.

– ¿Frau Rachel Jansen?

Ja, Herr Major.

El rostro de Schörner se iluminó:

– ¡Creí que usted era holandesa!

Ieb bin Hollanderin, Herr Major .

– ¡Pero habla el alemán a la perfección! Perfektes Hochdeutsch!

– Viví hasta los siete años en Madgeburgo, Herr Major . Quedé huérfana y me llevaron a Holanda después de la Gran Guerra.

Schörner se echó hacia atrás en su asiento y la miró fijamente.

– Lamento que la hayan rapado. En este campo lo hacen antes de la inspección médica. Por eso no pude impedirlo. El barbero dice que su cabellera es hermosa.

Rachel tuvo que reprimir el impulso de salir corriendo.

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