Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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– ¿Por qué lo dice? -preguntó Stern con fingida despreocupación.

– Piénselo. Si es verdad, como dice Smith, que los Aliados no tienen gases neurotóxicos, esta misión no va a resolver el problema. Anulamos una planta. Perfecto. Pero me consta que los alemanes tienen grandes depósitos de Tabun y probablemente de Sarin. Mi inspección de la planta productora de Soman y las fotografías que llevemos ayudarán a los investigadores aliados. De acuerdo. Pero, ¿vale la pena revelarle a Hitler que tenemos miedo de sus gases? Esa va a ser una de las consecuencias de esta incursión.

"Smith dice que nos manda para obtener una muestra de Soman. Si fuera eso, ¿para qué nos quiere a nosotros? El SOE ya obtuvo una muestra de Sarin sin ayuda nuestra. Qué joder, yo mismo la analicé.

Stern lo miraba fijamente.

– Pero si los Aliados poseen agentes neurotóxicos, esta misión es totalmente innecesaria. Basta enviar una muestra de gas a la Cancillería del Reich. "Lo siento, Adolf. Nosotros también lo tenemos."

– Los ingleses jamás lo harían -dijo Stern.

– ¿Por qué? Sabemos que los alemanes tienen esa mierda. Si lo hiciéramos, evitaríamos la posibilidad de una represalia en gran escala. Si en el momento de anular la planta provocamos un gran escape de Soman, ¿qué le impide a Hitler cubrir Londres con una gran nube de gases neurotóxicos?

Stern se contuvo con esfuerzo. Las preguntas del norteamericano eran inquietantes… a menos que uno poseyera todas las piezas del rompecabezas. A menos que uno supiera que los ingleses tenían un gas neurotóxico, pero en cantidades minúsculas. Y que, en diez días, Heinrich Himmler convencería a un dubitativo Adolf Hitler de que la superarma más adecuada para detener la invasión aliada en las playas francesas era el gas neurotóxico. Y que la única manera de detener a Himmler era convencerlo de que los temores de Hitler eran fundados: que los Aliados poseían un gas neurotóxico propio y estaban dispuestos a usarlo.

Sin duda, McConnell comprendería la lógica de la misión. Pero tampoco cabía duda de que el norteamericano no participaría de buen grado en el ataque mortífero necesario para convencer a Himmler. Con todo, una de las preguntas de McConnell aún inquietaba a Stern. El general Smith decía que los ingleses poseían una pequeña cantidad de gas: entonces, ¿por qué no hacían llegar una muestra a la Can cillería del Reich como sugería McConnell? ¿O al menos filtraban la información a Himmler? ¿Por qué corrían el riesgo de una represalia masiva al matar a todos los ocupantes de Totenhausen?

Mientras intentaba conciliar el sueño, Stern trataba en vano de alejar la sospecha de que no le habían dicho toda la verdad sobre la misión. Entonces comprendió que el propio general Smith había sembrado la duda en su mente al revelar su intención de mentirle a McConnell. Porque si el jefe del SOE estaba dispuesto a manipular a un norteamericano, ¿por qué no habría de hacerle lo mismo a un judío a quien consideraba un terrorista?

El problema era determinar precisamente en qué le mentía.

En las entrañas del centro de investigaciones químicas de Porton Down, un químico furioso miraba la cara hirsuta de un mono rhesus a través de un vidrio blindado. El mono estaba sujeto a una silla metálica dentro de una cámara similar a la Cámara E del campo de

Totenhausen, aunque bastante más pequeña. El químico sabía que era su imaginación, pero no conseguía disipar la sensación de que el mono sonreía con sorna.

– Aumente la dosis -dijo.

Se oyó el siseo de la liberación de gas concentrado.

El mono meneó la cabeza varias veces, pero sin dejar de respirar. Y no cabía duda de que sonreía.

El químico se golpeó el muslo, fue a su escritorio, tomó el teléfono y pidió que lo comunicaran con un número que le habían dado esa mañana. Hubo problemas en la recepción, pero finalmente una voz autoritaria dijo:

– General Smith.

– General, habla Lifton. En Porton Down. Establecimos una nueva marca, pero lamento decirle que no es la que esperábamos.

– Diga.

– Se vuelve inofensivo a las cuarenta y dos horas.

– ¡Mierda! -rugió Smith-. ¿Cuál es el problema?

– La estabilidad, señor. Es mortal, pero nada más. Los alemanes trabajan en esto desde hace años y con sus mejores científicos. Si nos dan tiempo, estoy seguro…

– Doctor, le doy exactamente cinco días para fabricar un gas que sea mortal durante cien horas. Manténgame al tanto.

El químico se sobresaltó al oír el chasquido.

– Richards.

– ¿Sí?

– ¿Tenemos una pistola a mano?

– Que yo sepa, no, doctor Lifton. Supongo que el centinela podría conseguir una. ¿Por qué.

El químico echó una mirada furiosa a la cámara de gas.

– Para matar como sea a ese mono hijo de puta.

19

El plan de Rachel de ganarse la confianza de Frau Hagan tuvo éxito. No estaba segura del motivo. Tal vez porque cumplía con fanática lealtad la tarea de montar guardia en la puerta durante las reuniones del Círculo. Acaso porque respondía con precisión cuando le preguntaban qué había escuchado por la BBC en Amsterdam antes de caer. Una vez tuvo la sensación de que la jefa de la cuadra sentía por ella una vaga atracción sexual. En definitiva, no le importaba saber por qué Frau Hagan la había tomado bajo el ala; el hecho en sí le bastaba.

Los últimos dos días la robusta polaca la invitó a realizar con ella lo que llamaba su "inspección matutina" del campo. Rachel se sentía sumamente asustada de dejar a Jan y Hannah, pero Frau Hagan le aseguraba que los niños estaban a salvo. Durante la "inspección", que en realidad era un saludable paseo matutino, la jefa de cuadra advertía muchas cosas que Rachel pasaba por alto. Tomaba nota de quién ocupaba cada puesto de guardia, cuál de los tres médicos subordinados de Brandt había dormido hasta tarde, el volumen del mercado negro de ropa, utensilios y sexo que se desarrollaba detrás de las duchas y cien detalles más.

Rachel prefería observar a los prisioneros. Se desplazaban en pequeños grupos, casi siempre con los que llevaban los mismos distintivos. Los antisociales por un lado, los políticos por otro, los judíos por otro. Sobre todo observaba a los niños. Muchos se aferraban a las faldas de sus madres como hacían Jan y Hannah a la menor oportunidad, pero otros correteaban libremente por el campo. Como un ejército de pequeños partisanos de caras sucias, corrían por los callejones, se ocultaban bajo las escaleras, espiaban a todos, reñían en las cuadras y robaban todo lo que no estuviera vigilado o atado, incluso la comida de los que eran demasiado viejos o débiles para protegerse.

Rachel estaba totalmente desconcertada. Durante cuatro años había oído rumores sobre los campos de trabajo del este. Totenhausen parecía un sanatorio, salvo que los miembros del personal eran psicópatas asesinos armados hasta los dientes. Había poco que hacer salvo pasar el tiempo y evitar los dardos azarosos de la muerte… a menos, claro, que una fuera amiga de Frau Hagan.

Esa mañana, la jefa de cuadra había ordenado a Rachel que aprendiera de memoria el trazado del campo, cuáles eran los edificios a evitar y qué sectores eran invisibles desde las torres de guardia. La tarea le llevó poco tiempo. Totenhausen era insólitamente pequeño y estaba trazado con típica precisión alemana. Dentro de un cuadrado perfecto de alambre electrificado, las cuadras de los prisioneros ocupaban el lado oriental y las de los SS el lado occidental. La divisoria entre los dos universos cruzaba la Appellplatz, donde se pasaba lista dos veces por día, a la mañana y a la noche. La administración y el alojamiento de los oficiales ocupaban el frente del campo y miraban al sur, hacia el río que pasaba a menos de cuarenta metros del portón principal. De espaldas a la colina boscosa del fondo del campo se encontraba el "hospital" de Brandt; a su sombra, la semisubterránea Cámara E estaba agazapada como un perro asesino sumido en un sueño intranquilo. El único edificio comparable en tamaño con el hospital era el gran galpón de madera que ocupaba la esquina nordeste del campo y estaba rodeado por un alambrado de tres metros y medio de altura.

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