Con gritos desaforados en su idioma, los comandos franceses suplicaban que alguien diera respiración artificial a su camarada para vaciar el agua de sus pulmones. Con ojos desorbitados por el terror, el joven trataba vanamente de respirar. McConnell se abrió paso a los codazos, gritando, " Je suis un medecin ! Le docteur!" El grito le abrió paso en la multitud de franceses desesperados. Se arrodilló junto al sargento McShane y palpó el cuello del francés. Tenía la laringe fracturada.
– Necesito una navaja -dijo -. J'ai besoin d'un couteau!
– ¿Qué hace? -dijo McShane-. ¡Tiene los pulmones llenos de agua!
– Nada de eso. No puede respirar. Un couteau!
– ¡Hay que acostarlo de panza! -insistió McShane-. Sacarle el agua. Ayúdeme a volcarlo.
McConnell apartó violentamente el brazo del sargento, tomó la mano del francés y la alzó para que el sargento pudiera verla.
– ¡Mírele las uñas, sargento! ¡Se está sofocando!
Mientras McShane, paralizado, miraba la piel azulada bajo las uñas, alguien puso una navaja suiza en la mano de McConnell. Abrió las dos hojas y optó por la más corta, que era la más filosa. La cara del joven francés adquiría rápidamente un tinte azul. Con su índice izquierdo palpó el cuello en busca del punto principal, la membrana cricotiroidea en el centro de la nuez, y apoyó la punta de la hoja sobre la piel.
– ¡No lo haga! -gritó McShane-. ¡Se va a ahogar con su propia sangre! Lo he visto en combate. Si tiene la garganta quebrada, hay que llevarlo al hospital.
– ¡Se muere! -exclamó McConnell-. ¡Sosténgalo fuerte! -Alzó la hoja y la giró para introducirla entre los cartílagos cricoides y tiroides. -¡Sosténgalo fuerte, sargento!
Asombrado por la inesperada muestra de autoridad, McShane posó el antebrazo izquierdo sobre el francés, pero aferró el brazo de McConnell con la mano derecha:
– ¡Espere, carajo!
– ¡Soy médico!-vociferó McConnell. Y en francés - Mettez-le dehors! ¡Aparten a este hombre!
Una docena de manos aferraron al montañés atónito. Tres comandos franceses ocuparon su lugar para sostener el cuerpo de su joven camarada sobre la tierra. De un solo golpe la punta de la navaja atravesó la piel y las membranas.
Se hinchó el pecho del francés.
– Mon Dieu! -exclamó un coro de comandos.
– Necesito algo hueco -dijo McConnell-. J'ai…, mierda… J'ai besoin de quelque chose de creux. Un junco, una paja, una pluma… un stylo! ¡Lo que sea, rápido!
Al brotar un hilillo de sangre, hizo girar la hoja para agrandar la incisión. Luego deslizó el índice derecho a lo largo de la hoja hasta introducirlo en el orificio, extrajo la navaja y dejó el dedo en su lugar para mantener la incisión abierta. Estaba a punto dé gritar, cuando Jonas Stern se arrodilló a su lado y puso una pluma fuente desarmada en su mano.
– ¡Es la del instructor!
Stern había quebrado la punta del cuerpo de la pluma para convertirlo en un tubo. McConnell tomó el extremo más ancho, lo deslizó a lo largo de su dedo y lo introdujo en el orificio, tal como había hecho antes al sacar la navaja. Cuando el tubo se introdujo en la tráquea, el pecho del francés se agitó y empezó a llenarse de aire.
– Regardez! -gritó un soldado.
McConnell ordenó a dos comandos que le alzaran las piernas a una altura superior a la de la cabeza. Mientras tanto, sostenía el tubo en su lugar. En menos de un minuto la cara del francés empezó a perder el tinte azulado. Tres minutos después, recuperaba el color y el ritmo cardíaco.
– ¿Cómo está?
El sargento McShane se había sentado en cuclillas a su espalda.
– Mal, pero estable. Hay que operarlo de la laringe.
– Ya viene la ambulancia desde Fort William.
– Bien.
Un paramédico francés se arrodilló junto al paciente, miró a McConnell con muda admiración y sujetó la pluma con cinta adhesiva para el viaje al hospital. Mark se paró y sacudió las manos. Sólo entonces advirtió que temblaban.
– Hacía mucho que no atendía un caso de urgencia. Cinco años sin salir del laboratorio.
– No estuvo nada mal, señor Wilkes -dijo McShane con respeto-. Muy bien, carajo.
McConnell tendió la diestra:
– Me llamo McConnell, sargento. Doctor Mark McConnell.
– Encantado de conocerlo, doctor -dijo McShane al estrechársela con firmeza-. Pensé que era una especie de químico.
McConnell sonrió.
– Tiene razón al decir que no se debe practicar una traqueotomía. Es una intervención peligrosa, incluso en el hospital. Le hice una cricotiroidotomía. Así casi no hay peligro de interesar una arteria.
– Lo que fuera, era lo que correspondía. -Los ojos azules del sargento miraron fijamente los suyos. -Hacer lo justo en el momento justo… No cualquiera.
McConnell se encogió de hombros ante el cumplido.
– ¿Dónde fue Stern?
– ¿Se refiere a Butler?
– Esteee… sí.
– Aquí -dijo Stern, acuclillado junto con los franceses.
– Gracias por la lapicera.
El joven judío lo sorprendió al tenderle la mano. Después de estrecharla, Stern se volvió hacia McShane:
– Sargento, después de todo parece que puede andar bien, ¿no?
– Así parece -contestó McShane, lacónico.
Al volver al castillo, McConnell pensó que hacía mucho que no disfrutaba tanto de los elogios.
Esa noche, tendidos sobre sus catres en el frío de la prefabricada, Stern y McConnell conversaron por primera vez sobre un tema no relacionado con la misión inminente.
– Muchas veces deseé haber sido médico -dijo Stern en voz baja-. No como cosa de la vida cotidiana, entiende, sino desde que llegué a Palestina. Y también en el norte de África. He visto morir a muchos hombres.
Permaneció en silencio durante unos minutos.
– Lo más extraño es que los recuerdo a todos. No los nombres, sino las caras. Los últimos segundos. Y siempre me llama la atención cuánto nos parecemos todos al final. En las películas lo hacen todo mal. La mayoría de los hombres llaman a sus madres. Si es que pueden hablar. ¿Qué le parece? Años sin escribirle una miserable carta, y al final es lo único que les alivia el miedo. Otros llaman a sus esposas, sus hijos. Los he visto morir a kilómetros de cualquier hospital. Sin botiquín de primeros auxilios ni nada.
McConnell lo escuchaba en silencio en medio de la oscuridad. A los veinticinco años, Stern había visto más muerte que la mayoría de los hombres en toda su vida. Se apoyó sobre un codo.
– ¿Alguna vez ayudó a alguien en ese trance, Stern?
– ¿Ayudarlo a qué?
Apenas distinguía la silueta de Stern: un cuerpo supino, con los brazos cruzados sobre el pecho.
– Usted sabe. Poner fin al dolor. Durante la residencia hospitalaria, vi unos cuantos pacientes a los que sólo podía aliviar la muerte. Claro que no podía hacer nada. Pero me preguntaba qué haría si tuviera plena libertad de acción.
La respuesta tardó mucho tiempo. McConnell había cerrado los ojos y se había tendido de costado para dormir, cuando la voz susurró: "Una vez".
– ¿Cómo?
– Lo hice una vez. En el desierto. Habíamos atacado un asentamiento árabe. A caballo. Uno de los hombres, mejor dicho, un chico, recibió un balazo en la espalda. Las tripas le colgaban por delante. No podía cabalgar, y nos perseguían los árabes. Dos en un caballo no hubieran escapado. Chorreaba sangre, y los árabes son persistentes para seguir un rastro por el desierto. No había alternativa: era la muerte rápida o la tortura. Igual, nadie quería hacerlo. Todos rogábamos que se muriera, pero nada. Esperábamos y esperábamos, y él lloraba y pedía agua. -Hizo una pausa. -Tampoco nos decía que lo dejáramos.
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