Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Smith se paró para terminar la discusión y salió del camarote.

– Transbordan en Edimburgo -dijo-. Bajen en la estación Spean Btidge. Los esperarán allá. Sean parcos con las raciones. Charlie Vaughan es maniático del orden y los horarios. Si llegan muy tarde, tal vez no les den de cenar. -El general miró fijamente a sus reclutas durante varios segundos. -Ánimo -dijo-. Cuando lleguen a Spean serán amigos de toda la vida.

Rió suavemente al alejarse por el pasillo.

McConnell se acomodó contra un rincón. No sabía bien dónde quedaba Spean Bridge, pero tenía la impresión de que era en el corazón de las tierras altas de Escocia, tal vez cerca del lago Ness. Sería un viaje muy largo.

El tren partió a horario y aceleró al salir de Londres hacia el norte. Hacía frío y el cielo estaba nublado. Pasaron varios minutos hasta que Stern rompió el silencio:

– ¿Qué lo hizo cambiar de opinión, doctor? ¿Por qué decidió aceptar la misión?

– Eso no es asunto suyo -contestó McConnell, mirando por la ventanilla.

– ¿Está seguro de qué podrá soportarlo? La misión podría resultar un tanto sangrienta. No quisiera ver herida su susceptibilidad de pacifista.

McConnell se volvió lentamente hacia él:

– Es evidente que le gusta pelear -observó-. Pero yo no soy el enemigo. Si quiere desquitarse, búsquelo a él. Nos espera un viaje largo.

Se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Stern lo miró furioso durante un rato, luego se volvió hacia la ventanilla y contempló el paisaje invernal. El tren traqueteaba sobre las vías frente al palacio Alexandra.

Durante las ocho horas que duró el viaje, ninguno de los dos abrió la boca.

– ¡Spean Bridge! -gritó una voz aguda, estirando las sílabas hasta volverlas casi irreconocibles.

McConnell se despertó y parpadeó varias veces. Stern, la canasta de mimbre y una de las valijas habían desaparecido.

– ¡Spean Bridge! -gritó el guarda por tercera y última vez.

McConnell tomó la otra valija y salió corriendo del camarote. Halló a Stern en el andén bajo un toldo verde, comiendo un sándwich de pan esponjoso y descortezado. La lluvia fría caía sin cesar de un cielo color pizarra. La aldea de Spean estaba rodeada de laderas oscuras, ominosas. Parecían ser todas de piedra, cubiertas de escarcha y coronadas por la nieve.

Eran las primeras horas de la tarde, pero McConnell tenía la sensación de que ya se venía la noche. Recordó que durante el invierno en las tierras altas anochecía temprano y amanecía tarde. El tren se alejó lentamente, y él miró alrededor. El andén parecía tan desierto como el saloncito verde y blanco de la estación, que además estaba cerrado con un candado.

– Smith dijo que vendrían a esperarnos -dijo McConnell-. No veo a nadie.

Stern, irritado y con la cara abotagada por el sueño, no respondió. McConnell tomó un sándwich de la canasta. Entonces vio a un hombre alto, vestido con falda escocesa y boina verde, inmóvil en el extremo del andén. En la tela de la falda predominaba el rojo, con vivos amarillos y verdes.

– ¿Doctor McConnell? -preguntó el hombre, con la típica dura escocesa.

Soy yo.

El hombre marchó hacia ellos. McConnell jamás pensó que lo intimidaría un hombre vestido con falda, pero este era otra cosa. Medía casi dos metros y se mostraba tan tranquilo bajo la lluvia helada como si tomara un baño de sol en la playa. Trasuntaba una fuerza animal perturbadora. Su pecho era alto y amplio, y las pantorrillas bajo las medias parecían esculpidas en bronce. Su pelo recortado enmarcaba un rostro agradable, de facciones nítidas, iluminado por un par de ojos azules como el mar.

– Sargento Ian McShane -dijo el gigante amablemente-. Usted debe ser Stern.

Este asintió.

McConnell tendió la mano, pero el sargento sólo la miró.

– No sé gran cosa sobre ustedes, ni necesito saberlo -dijo McShane-. Para este asunto, no interesa. A partir de ahora, McConnell, usted es el señor Wilkes. -Miró a Stern: -Usted es el señor Butler.

El montañés los miró de arriba abajo.

– ¿Alguno de ustedes ha estado en las fuerzas armadas?

Stern se enderezó:

– He estado en combate.

– ¿De veras? Bien. Mañana sabremos con qué elemento contamos. Me ha tocado ocuparme del entrenamiento de ustedes. La verdad, es bastante irregular. Pero el MacVáughan lo ordena y así se hará.

El sargento McShane echó una última mirada a sus pupilos, giró sobre sus talones y se alejó por donde había venido.

Stern y McConnell se miraron, tomaron las valijas y lo siguieron. Cuando llegaron al extremo del andén, el escocés ya encendía el motor de un jeep carrozado.

– ¡Oiga! -chilló McConnell-. ¡Sargento! ¡Espere!

McShane se asomó por la ventanilla:

– Sigan este camino al oeste hasta cruzar el Caledonian Canal, doblen al norte en Gairlochy, bordeen el lago hasta avistar Bunarkaig y suban por la senda hasta el castillo. Son unos diez kilómetros en total. Imposible perderse.

– ¡Pero hay lugar de sobra en el jeep! -objetó Stern.

Shane lo miró con una luz de hastío en sus ojos azules.

– Eso no importa, señor Butler. Nadie llega a Achnacarry en auto la primera vez. El único transporte son las propias piernas. -Miró los zapatos gastados de Stern. -Le conseguiremos calzado más adecuado en el castillo. Pero puedo llevar sus valijas.

McConnell arrojó las valijas y el bolso de cuero de Stern al interior del jeep.

– ¡Pero está lloviendo a cántaros! -clamó Stern.

El sargento McShane miró al cielo y sonrió:

– Sí, está meando con todo. Le sugiero que se acostumbre, señor Butler. Siempre llueve en Achnacarry.

Stern giró rápidamente hacia McConnell, tal vez para invitarlo a tomar el jeep por asalto, pero el norteamericano ya no estaba junto a él sino que se dirigía hacia el camino principal con paso resuelto bajo la lluvia.

– Lo espero en el castillo, señor Butler -dijo el sargento McShane. Las ruedas del jeep patinaron un momento y el vehículo coleteó antes de salir al camino en dirección al oeste. Stern quedó solo, parado sobre el barro.

Se colgó la canasta de un hombro y trotó para alcanzar a McConnell, quien ya cruzaba el puente de piedra que daba su nombre a la aldea.

– ¿Adonde va? -chilló-. ¡Esperemos que pare la lluvia!

– Tal vez no pare -contestó McConnell, apurando el paso a medida que la cuesta se volvía más empinada.

Stern corrió para alcanzarlo y le dio un puñetazo en el hombro derecho:

– ¿De veras quiere caminar diez kilómetros bajo esta lluvia helada?

– No, prefiero correrlos. A pesar de las cuestas, no tomará más de una hora y media, a lo sumo dos.

– ¿Cómo?

McConnell se alejó al trote mientras Stern lo miraba furioso. Tenía el pelo aplastado por la lluvia. Sacó el último sándwich y lo devoró. El norteamericano subió a una cresta, desapareció y volvió a aparecer quinientos metros más adelante, una sombra casi indistinta y cada vez más pequeña contra el muro gris de la lluvia.

Arschloch -murmuró. En África se había visto obligado a caminar incontables kilómetros por el desierto sin una gota de agua, pero chapotear por las montañas cuando seguramente existían otros recursos le parecía una locura. Arrojó la canasta vacía y partió al trote.

Mantuvo el paso durante un par de kilómetros. Luego caminó un poco mientras se masajeaba la sutura en su costado derecho. A la vista sólo había laderas, un lago negro y algunas casitas de piedra. Nada de tránsito. Ni señales de McConnell. Ningún castillo.

Entonces vio la bicicleta.

Al cabo de sesenta minutos de trote, McConnell llegó a la cima de la senda que conducía al castillo de Achnacarry. Las pendientes abruptas, el viento y la lluvia casi lo habían vencido, pero finalmente llegó. En medio de la oscuridad divisó la silueta de una gran mansión. En una ventana alta brillaba una tibia luz amarilla. Caminando, enfiló hacia el castillo. En la ladera al pie del edificio brillaban los techos de cinc de las casillas prefabricadas Nissan en extraño contraste con el paisaje medieval.

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