A la una y veinte de la madrugada, el teléfono del general Duff Smith sonó por última vez esa noche.
– Smith -dijo.
– Hice lo mejor que pude, mi general.
El escocés se acomodó en el sillón.
– Se ganó su paga, cabo.
– ¿Resultó? -preguntó la voz.
– Por supuesto. Fui yo quien escribió el guión, ¿no?
– Y no estuvo nada mal, mi general. Pobre infeliz, me dio tanta pena que casi no pude seguirlo hasta el fin. Creo que la clave estuvo en los detalles. Y en el yeso. Diablos, como si realmente hubiera sucedido. Fue fácil.
– La historia no fue ficticia, cabo. Todo eso sucedió.
– ¡Carajo!, me jodió bastante hacerle tanto mal al pobre tipo.
– ¿Quiere decir que no quiere el dinero?
– ¡Oiga, quiero hasta el último centavo, joder! Quinientos dólares, como quedamos.
– Le auguro una carrera estelar en el cine norteamericano, cabo -dijo el general Smith con una risita cínica.
Cortó, consultó un calendario, escribió unas frases en una libreta y realizó la última llamada de la noche. La atendió un secretario, pero ocho minutos después oyó la voz inconfundible de Winston Churchill.
– Esperó que valga la pena, Duff -gruñó el primer ministro-. Estaba mirando a los Hermanos Marx.
– El doctor acepta, Winston.
Hubo una pausa.
– Necesito que venga ahora mismo. ¿Cuánto tardará?
– Llegaré para el final de la película.
– No se deje ver por los yanquis, Duff. Andan rondando por Londres como fantasmas en la ópera, carajo.
– Sírvame un Glenfidditch si tiene.
– Hecho.
Una mujer hablaba en idish en la penumbra. Hablaba con el acento gutural de Europa del Este, pero Rachel Jansen la entendía perfectamente. La habría entendido aunque no supiera idish , porque la desesperanza no necesita traducción.
Todas las mujeres de la cuadra se acurrucaban en círculo en torno de una vela tapada por una lata. Estaban acuclilladas como penitentes en un templo sombrío. La luz de la vela no suavizaba los rostros pálidos, envejecidos prematuramente, ni penetraba en las profundas cuencas de sus ojos. Todas menos Frau Hagan llevaban el distintivo amarillo cosido a la casaca.
Rachel jamás había imaginado semejante ritual. Las mujeres lo llamaban der Ring , el Círculo. Todas las noches se reunían a relatar sus recuerdos, por turno. Durante el Círculo echaban a los niños de la cuadra. El motivo era fácil de comprender: las historias que se relataban les habrían provocado pesadillas, profundas depresiones, tal vez les habrían dejado huellas indelebles. Los mismos adultos tenían que esforzarse para escuchar. Pero todas las mujeres presentes llevaban cicatrices imborrables; ningún relato ajeno podía ser más doloroso. Y al menos podían contar sus propios sufrimientos.
Pero el propósito del Círculo no era intercambiar relatos de dolor sino dejar todo asentado. Una mujer a quien llamaban la Escriba anotaba todo en lenguaje taquigráfico y prestaba atención especial a los nombres, las fechas y los lugares. Cada noche, la Escriba ocultaba sus apuntes en un hueco detrás de la pared donde debía instalarse el material aislante, pero no se instaló. Después de escuchar los relatos de una noche, Rachel supo que jamás tendría el coraje de leer el texto completo. Era nada menos que el testimonio de la renuencia -o tal vez peor aún, la incapacidad- de Dios de proteger a sus siervos.
Con gran esfuerzo logró borrar de su mente la voz de las demás.
Los fines del Círculo le parecían admirables, pero durante las últimas cuatro noches había utilizado ese tiempo para meditar sobre lo ocurrido durante el día y aprovechar los nuevos conocimientos para la supervivencia de su familia. A diferencia de otras flamantes viudas, que parecían estar sumidas en diversos grados de letargo, Rachel aguzaba los oídos para escuchar cualquier conversación y extraer de cada una cualquier información que le sirviera para proteger a sus hijos.
Ya había conocido la esperanza y la desesperación. Se había enterado de que si los hubieran atrapado unos meses antes, sus hijos no se habrían salvado de las cámaras de gas en Auschwitz. Pero al cundir los rumores sobre los campos de la muerte nazis y al crecer la presión internacional, las SS habían resuelto crear "unidades familiares" en ciertos campos. Inspectores de la Cruz Roja podrían ingresar por las puertas principales y recorrer las rutas programadas para presenciar escenas de vida familiar no muy distintas de las que se desarrollaban fuera de los campos, aunque con menos bienes materiales. Se irían convencidos de que los rumores espeluznantes eran exageraciones de los judíos asustados.
Frau Hagan le dijo a Rachel que cuando el Reichsführer Himmler explicó el plan al Herr Doktor Brandt, éste aprovechó la oportunidad. Y el sistema tenía algunos beneficios. Unas pocas familias se habían salvado de la separación forzada de sus miembros, que para algunos era un destino peor que la muerte; según Frau Hagan, algunas madres se suicidaban al serles quitados sus hijos. Pero lo curioso era que desde la creación de las unidades familiares en los campos, ningún inspector de la Cruz Roja tuvo acceso a Totenhausen.
Rachel se había enterado del motivo el día anterior, y desde entonces estaba aterrada. Aparentemente, hasta hacía poco, los experimentos con gases tóxicos exigidos por el Reichsführer Himmler no agotaban el talento de Klaus Brandt, quien se dedicó a investigar por su cuenta la etiología de la meningitis espinal. Algunos decían que tenía la intención de crear algunos medicamentos, patentarlos y ganar una fortuna después de la guerra. Sea como fuere, sus experimentos requerían enormes cantidades de niños, ya que su método consistía en inyectar meningococos en la médula espinal de niños sanos y luego verificar la eficacia o falta de ella en los diversos compuestos que empleaba para curar la infección. El sistema de unidades familiares le aseguraba un flujo constante de niños para sus experimentos.
Según Frau Hagan, en las últimas semanas las investigaciones sobre meningitis se habían reducido considerablemente, pero Rachel no se tranquilizó. La idea de que pudieran llevarse a Jan o Hannah de la Appellplatz al "hospital" para inyectarles una bacteria mortal era demasiado aterradora para pasarla por alto. La idea de que cualquier niño pudiera sufrir esa suerte, de que en ese preciso instante algunos estaban sufriendo una muerte horrible, la había sumido en un estado de pánico constante. Dedicaba cada momento de vigilia a estudiar la manera de evitar que experimentaran con sus niños.
Un sollozo interrumpió sus pensamientos. Conmovida por lo que oía, una mujer había estallado en llanto. Atraída por una fascinación morbosa, Rachel no pudo dejar de escuchar. El relato era mucho más horrendo que el suyo. No sabría qué decir cuando llegara su turno.
– Los camiones ocuparon la plaza -dijo la mujer. Sus ojos estaban clavados en el piso como si viera allí su antigua aldea. -Los SS sacaron a todos de sus casas. Los que se demoraron, los que trataron de recoger algún objeto de valor o de necesidad, fueron los primeros en morir. Yo había oído los rumores el día anterior y me habían parecido verídicos. Ya tenía preparado un bolso. Disparaban de todos lados. Eso causó pánico y todos corrimos hacia los camiones. Éramos como ganado. Nadie quería saber qué significaban los disparos. Mujeres que llamaban a sus hijos, niños que chillaban. Los hombres se preguntaban unos a otros qué hacer. ¿Qué podían hacer? Para entonces los SS habían fusilado al alcalde y al jefe de policía.
"Desde el camión vimos lo peor. Los niños… pobrecitos, los bebés. En la calle Praga los alemanes mataban a los bebés. Les rompían la cabeza a culatazos o los tomaban de los talones para estrellarlos contra una pared. Yo misma vi a un SS arrancarle el bebé a Hannah Karpik y estrellarle la cabeza sobre los adoquines. Hannah se volvió loca, se arrancó el pelo y trató de golpear al SS, que finalmente sacó su pistola, le disparó al estómago y la dejó por muerta. -La mujer se encogió de hombros. -Así hicieron los alemanes en Damosc.
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