Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Un camino bordeado por pinos majestuosos bajaba del castillo al valle, donde la superficie de un gran lago brillaba como plata bruñida bajo la luz del amanecer. Allí terminaba el paisaje bucólico. Los amplios prados de Achnacarry estaban salpicados de casillas Nissan de metal corrugado y carpas de lona, una verdadera metrópoli de edificios prefabricados. Ocupaba el centro del campo una gran carpa del tamaño de un hangar aeronáutico, y al otro lado del camino se alineaban las tumbas, que según Stern estaban vacías.

No lejos de éstas, un robusto soldado de unos cincuenta años conversaba con un campesino alto, barbudo, unos veinte años mayor que él. El tono del soldado variaba entre la disculpa y la indignación; su acento no era en absoluto el de un montañés de Escocia.

– Es el coronel -dijo el sargento McShane.

– ¿El coronel Vaughan? -preguntó McConnell, desconcertado.

– Sí.

– Pero habla como un londinense. Pensé que era un montañés como usted. El señor del castillo.

McShane rió:

– ¿El Laird ? No, no. El laird , Cameron of Lochiel, se mudó a Clunes, tres kilómetros más allá por el lago, hasta que termine la guerra. Pero no le quepa duda de que vigila todo lo que pasa aquí. Es su deber como jefe del clan Cameron.

McConnell estudió al coronel de mandíbula prominente. Parecía un poco gordo para un paracaidista, aunque duro como un borceguí viejo.

– ¿Vaughan también es un comando?

McShane meneó la cabeza:

– Ex sargento mayor de la Guardia.

– No he visto ningún comando -dijo Stern.

– Treinta y seis horas de maniobras. Pero ya están a punto de terminar. Llegarán en cualquier momento.

– ¿Qué es eso?

– Exactamente lo que parece. Treinta y seis horas de ejercicios en los montes Lochaber bajo fuego y con todo el equipo. Suerte para ustedes que se lo perdieron.

– ¿Anoche estaban de maniobras? ¿En medio de esa tormenta?

– Sí. Suerte que no se cruzaron con ellos…

Un coro cacofónico de alaridos salvajes se alzó entre los árboles detrás del castillo.

– ¿Qué diablos es eso? -preguntó McConnell.

– Simulacro de asalto al puente Arkaig. El final de las maniobras.

McConnell contempló atónito al centenar de comandos con extrañas gorras de fieltro que cargaban desde atrás del castillo con bayonetas caladas.

– ¿Qué gritan, sargento?

– Qué sé yo. Son de las Fuerzas Francesas Libres.

El entusiasmo de los comandos franceses se desvaneció apenas llegaron a las casillas Nissan, donde se dejaron caer exhaustos. El coronel Vaughan se acercó por el camino. Mascullaba obscenidades al caminar.

– ¿Algún problema, mi coronel? -preguntó el sargento McShane.

– Algún estúpido robó la bicicleta de un colono allá abajo -dijo Vaughan con la cara roja de furia-. El tipo dice que fue uno de nuestros muchachos.

– ¿Uno de los nuestros, mi coronel?

– Sí. Dice que nadie del pueblo lo habría hecho. Todo el mundo sabe que es su único medio, aparte del caballo.

McConnell miró fijamente a Stern, pero éste le devolvió la mirada sin inmutarse.

– Si es cierto -rugió Vaughan-, voy a despellejar vivo al que lo hizo. No podemos ofender a la gente de aquí. ¡Y Dios nos libre de que Lochiel se entere! -Su mirada suspicaz se posó en los franceses exhaustos. -¿Habrá sido uno de los franchutes? -murmuró-. No, difícil.

Por fin acusó la presencia de Stern y McConnell.

– ¿Y éstos qué son? ¿Muñecos para la instrucción con bayonetas?

– Son nuestros invitados, mi coronel.

Vaughan apretó los labios y los miró de arriba abajo.

– Aja, los muchachos de Duff. Bien. Siga adelante, según las órdenes, sargento.

– Sí, mi coronel.

– Y ocúpese de la bicicleta.

– Entendido, mi coronel.

El coronel Vaughan iba a alejarse, pero alzó el pecho y miró a Stern con suspicacia. McConnell se preguntó qué le habría llamado la atención. ¿La piel curtida por el sol del desierto? ¿La pose indiferente? ¿La expresión insolente? El coronel inclinó su gran cabeza hacia el pecho de Stern y le habló con tono paternal:

– Le aconsejo que no busque camorra, muchacho. Porque aquí, el que busca encuentra. ¿No es así, sargento?

– Así parece, mi coronel -asintió McShane.

El coronel Vaughan miró brevemente a McConnell y entró en su castillo.

– ¿Qué saben ustedes sobre una bicicleta perdida? -preguntó el sargento con la mirada fija en Stern.

Éste le devolvió la mirada en silencio.

– Está bien. Bueno, al trabajo. En invierno los días son cortos.

Mientras cruzaban el terreno a la zaga del sargento, McConnell se inclinó para susurrar al oído de Stern:

– ¿Dónde dejó la bicicleta?

– No sé de qué habla.

El sargento McShane los llevó a la cima de una loma. Al otro lado, un hombre musculoso de unos cuarenta años disfrutaba de un cigarrillo, sentado en un taburete de campaña. En el suelo a su lado había una tabla sujetapapeles y una pluma.

– Tengo órdenes de descubrir hasta qué punto son capaces de defenderse por sus propios medios -dijo McShane-. Primero, verificaremos sus dotes naturales. Después iremos a las armas. Veamos qué hacen si el enemigo los sorprende con las manos vacías.

El instructor miró a McShane con una sonrisa:

– Es algo que suele suceder, ¿no es cierto, Ian?

– Así es, John. ¿Estás ocupado? Estos dos pasarán unos días aquí.

– En absoluto. Ya terminé con los polacos.

– ¿Usted es el instructor de combate desarmado? -preguntó Stern.

El hombre sentado frunció el entrecejo. Era raro oír un acento alemán en los montes Lochaber.

– Todos nosotros estamos capacitados para dirigir cualquier fase de la instrucción, pero el sargento Lewis es un especialista. Esta fase se llama Matar sin Ruido.

El sargento Lewis se paró y sonrió otra vez, aunque su mirada era sombría:

– Pase a mi salón, muchacho.

– Dejaré que mi amigo lo haga entrar en calor -dijo Stern.

McConnell se volvió hacia McShane:

– ¿Es indispensable?

– Adelante, señor Wilkes.

McConnell bajó lentamente la ladera. Su pulso se aceleraba por momentos. Toda su experiencia pugilística se reducía a una vuelta en un cuadrilátero improvisado en el gimnasio de la escuela secundaria. Una semana antes, Túnney le había arrebatado el título a Jack Dempsey en Filadelfia, y la fiebre del boxeo se había contagiado a los adolescentes. Le llevaba a su oponente una cabeza de estatura y siete kilos de peso. Lo recordaba muy bien, porque en menos de tres minutos recibió golpes más duros, veloces y abundantes que nunca antes en su vida. Esos tres minutos fueron toda una lección. Sospechaba que estaba a punto de repetirla.

– No sea tímido -dijo el sargento Lewis-. Adelante.

McConnell alzó los puños en la clásica pose del boxeador, con el brazo derecho levemente recogido y el puño izquierdo rozando el mentón hundido detrás del hombro. Al ver que vacilaba, el sargento Lewis sonrió y dio un paso hacia adelante con la guardia baja.

McConnell ensayó la única finta que conocía. Bajó los ojos al abdomen de su oponente, finteó un jab de izquierda al cuerpo y lanzó un directo al mentón.

Al cesar su impulso, se encontró sentado a un metro y medio de Lewis. El instructor había aprovechado el impulso del puñetazo para aplicarle una llave de judo.

– Usted no sabe pelear, señor Wilkes -dijo Lewis-. Es evidente. No trataré de explicarle lo que hice porque no tiene tiempo para aprender. -Se volvió hacia McShane: -Haré lo que pueda, Ian. Pero lo mejor será que le demos una pistola y roguemos que no lo sorprendan sin ella.

McShane asintió e hizo una señal a McConnell, quien se apresuró a subir la ladera.

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