John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– No es más que un niño -dijo Willie.

– Un niño con una escopeta -corrigió Ángel.

– Aun así.

– Ni se imaginaban que llegaríais hasta aquí -dijo el Detective.

Louis echó un vistazo al comedor, donde había una silla, separada de la mesa, frente a la ventana. El rifle Chandler continuaba encima de la mesa y el maletín Hardigg descansaba en la alfombra. Se acercó y recorrió el cañón del rifle con los dedos; luego apoyó la mano en el respaldo de la silla. El Detective se reunió con él.

– Era aquí donde nos esperaba -dijo Louis.

– Era algo personal, ¿verdad? -preguntó el Detective.

– Sí, muy personal.

Cuando volvieron al pasillo, vieron que Willie había puesto con cuidado un cojín bajo la cabeza del chico herido.

– ¿Por qué no te quedas con él? -sugirió el Detective-. De todos modos necesitamos a alguien aquí abajo, por si acaso.

Willie se dio cuenta de que lo estaban excluyendo, pero no le importó. Agradecía la oportunidad de cuidar del chico. Iría a la cocina a buscar agua y limpiaría las heridas de la cabeza, asegurándose de que no se infectaban o de que no sufría convulsiones. No quería seguir a aquellos hombres escalera arriba, no a menos que no le quedara más remedio. Aun cuando apareciera un esbirro de Leehagen con un arma y le apuntara a la cara, Willie no sabía si sería capaz de defenderse. Simplemente cerraría los ojos y que fuera lo que Dios quisiese.

El Detective encabezó la marcha escalera arriba, y Ángel y Louis se rezagaron hasta que él les indicó con una seña que el camino estaba despejado. En el primer piso había cinco puertas, todas cerradas, pero ninguna tenía el cerrojo echado. Las inspeccionaron una por una: Louis abría y cubría el lado derecho, Ángel el izquierdo, y el Detective, de espaldas a ellos, permanecía atento a las otras puertas. Tres daban a dormitorios, uno de ellos lleno de ropa de mujer, el otro a todas luces de un hombre joven, aunque en el del hombre había ropa de los dos, y una caja de preservativos en la mesilla de noche. La cuarta habitación era un amplio cuarto de baño habilitado para el uso de Leehagen. Tenía una cabina de baño adaptada en lugar de un plato de ducha, con una silla de plástico bajo la alcachofa y un cojín de goma en la bañera que podía hincharse o deshincharse a conveniencia. Los estantes contenían un sinfín de medicamentos: líquidos y comprimidos y jeringuillas desechables de plástico. De fondo se percibía un olor desagradable y empalagoso: el aroma de un moribundo, de alguien que se pudre por dentro.

Una puerta cerrada comunicaba el baño con lo que era, cabía suponer, el dormitorio de Leehagen. Louis y Ángel ocuparon posiciones a ambos lados, mientras el Detective salía al pasillo y se preparaba para entrar por la otra puerta.

Louis miró a Ángel e hizo una seña. Dio un paso atrás y asestó una patada a la puerta justo por debajo de la cerradura. La cerradura resistió, pero en ese momento el Detective accedió a la habitación principal. Se oyó un disparo y Louis lanzó otra patada. La cerradura se astilló y la puerta se abrió de par en par. Al otro lado apareció un hombre obeso con una semiautomática: el hijo de Leehagen, Michael. Loretta Hoyle se hallaba acurrucada a sus pies, con la cabeza oculta entre los brazos. Los separaba de Ángel y Louis una gran cama de hospital en la que yacía un anciano marchito con una mascarilla de oxígeno en la boca y la nariz.

Por un momento, Michael Leehagen no supo qué hacer. Incapaz de cubrir las dos puertas a la vez, quedó paralizado.

Y Louis lo mató. La bala lo alcanzó en el pecho, y empezó a desplomarse deslizándose por la pared. Una mancha de sangre se extendió por la pechera de su camisa blanca, y se la miró perplejo, parpadeando, a la vez que quedaba sentado pesadamente en el suelo. Loretta Hoyle, aún hecha un ovillo, lo miró. Al verlo, gimió y tendió los brazos hacia él. Pronunciando su nombre, le agarró la cabeza entre las manos. Michael intentó fijar la vista en ella pero no pudo. Su cuerpo se sacudió una única vez. Cerró los ojos y murió. Loretta dejó escapar un grito, hundió la cara en el hueco de su cuello y rompió a llorar al mismo tiempo que Ángel apartaba el arma caída de un puntapié.

Arthur Leehagen ladeó la cabeza en la almohada y, con ojos legañosos, contempló a su hijo muerto. Se llevó una mano pálida y esquelética a la cara y se retiró la mascarilla de la boca. Después de tomar aire con un estertor, habló.

– Hijo mío -susurró. Se le empañaron los ojos. Las lágrimas resbalaron desde las comisuras y cayeron en silencio sobre la almohada.

Louis se acercó a la cama y se detuvo junto al anciano.

– Tú te lo has buscado -dijo.

Leehagen lo miró fijamente. Casi calvo, sólo unas pocas hebras de pelo fino y blanco se le adherían al cráneo como telarañas. Tenía la tez pálida y exangüe y parecía frío al tacto, pero, en contraste con una cara tan consumida y seca, sus ojos brillaban con mayor intensidad. El cuerpo lo había traicionado, pero conservaba una mente alerta, que ardía de frustración al verse atrapada en una forma física que pronto ya no podría sostenerla.

– Eres tú -dijo Leehagen-. Tú mataste a mi hijo, a mi Jon. -Cada palabra suponía para él un esfuerzo, y debía tomar aire después de pronunciarla.

– Así es.

– ¿Preguntaste al menos por qué?

Louis negó con la cabeza.

– Daba igual. Y ahora has perdido a tu otro hijo. Como te he dicho, tú te lo has buscado.

Leehagen tendió la mano hacia la mascarilla. Se la apretó contra la cara y respiró el preciado oxígeno a bocanadas. Permaneció así un rato hasta que volvió a controlar la respiración y apartó de nuevo la mascarilla.

– Me lo has quitado todo -dijo.

– Aún te queda la vida.

Leehagen intentó reír, pero sólo emitió una especie de tos ahogada.

– ¿La vida? -repitió-. Esto no es vida. Esto es una muerte lenta.

Louis lo miró.

– ¿Por qué aquí? ¿Por qué traernos hasta aquí para matarnos?

– Quería que te desangraras en mis tierras. Quería que tu sangre empapara el lugar donde Jon está enterrado. Quería que él supiera que había sido vengado.

– ¿Y Hoyle?

Leehagen intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.

– Un buen amigo. Un amigo leal. -La mención del nombre de Hoyle pareció renovar su energía, aunque fuera sólo por un momento-. Contrataremos a otros. Esto nunca acabará. Nunca.

– Ahora ya no te queda nadie -dijo Louis-. Pronto tampoco a Hoyle le quedará nadie. Se ha acabado.

Y algo se apagó en los ojos de Leehagen al comprender que aquello era verdad. Miró a su hijo muerto y recordó al que se había ido antes que él. Con un último esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza de la almohada. Alargó la mano izquierda y agarró a Louis por la manga.

– Pues entonces mátame también a mí -suplicó-. Por favor. Ten… piedad.

Dejó caer la cabeza en la almohada, pero mantuvo la mirada fija en Louis, rebosante de odio y dolor y, sobre todo, necesidad.

– Por favor -repitió.

Louis, con delicadeza, se desprendió de la mano de Leehagen. Casi con ternura cubrió la cara del viejo con la mano y le apretó los orificios de la nariz con el índice y el pulgar a la vez que presionaba la palma contra la boca seca y arrugada. Leehagen asintió sobre la almohada, en un gesto de mudo consentimiento ante lo que estaba a punto de ocurrir. Al cabo de unos segundos, intentó tomar aire, pero no pudo. Se convulsionó, su cuerpo empezó a temblar y sacudirse. Estiró los dedos al máximo, sus ojos se desorbitaron y todo acabó. Se deshinchó, y muerto parecía más pequeño que en vida.

Algo se movió junto a la puerta del dormitorio. Willie Brew había entrado en los últimos momentos de Leehagen, preocupado por el silencio posterior al tiroteo. Se acercó a la cama con expresión desolada. Una cosa era matar a un hombre armado, por terrible que le pareciera, pero matar a un viejo frágil, apagando su vida con el pulgar y el índice como si fuera la llama de una vela, era algo que escapaba a su comprensión. Supo entonces que su relación con aquellos hombres había llegado a su fin. Ya no podía tolerarlos en su existencia, del mismo modo que nunca podría reconciliarse con el hecho de haber quitado una vida.

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