John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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La brisa arrastraba el humo, y las dos figuras de amarillo se perdieron de vista por un instante.

«Vete. Date media vuelta, y ya está. Piérdete en el humo. Pon fin a esto.»

Y de pronto volvieron a aparecer, esta vez más cerca. Oyó detonaciones y vio fogonazos entre el humo. Willie disparó dos veces al hombre de la izquierda, apuntando al torso. El hombre cayó al suelo y no volvió a moverse. Una descarga llegó desde el cuatro por cuatro de los Fulci, y el segundo hombre se reunió con el primero. Willie vio a Jackie Garner y a Tony Fulci dirigirse hacia los caídos, y a Tony cubrir a Jackie mientras éste apartaba las armas y comprobaba los signos vitales. El Detective examinaba ahora al conductor del coche. Paulie Fulci se acercó a él, y Willie oyó al Detective decirle a Paulie que el conductor estaba muerto y que el otro hombre no tardaría en estarlo. Los cuatro se encaminaron hacia el granero en ruinas, pero Willie no los siguió. Se aproximó hacia donde yacía con los brazos y las piernas extendidos el hombre al que había matado. Uno de los disparos no había dado siquiera en el blanco, y el otro lo había alcanzado en el pecho. De unos cuarenta años, tirando a calvo, más bien obeso, vestía unos vaqueros baratos y calzaba unas botas de faena gastadas.

Willie apoyó las manos en las rodillas, se agachó y procuró contener el vómito. Vio un estallido de estrellas ante los ojos. Sintió rabia, y dolor, y vergüenza. Se movió en dirección contraria al humo que arrastraba el viento y se sentó al pie de un árbol. La lluvia amainaba, y en todo caso el árbol tampoco le habría ofrecido mucha protección, pero Willie no confiaba en que lo sostuvieran las piernas. Se recostó contra la corteza, tiró la Browning a un lado y cerró los ojos.

Se quedó así hasta que oyó pasos. Se acercaba el Detective. Tenía el rostro ennegrecido por el humo. Willie supuso que él ofrecía el mismo aspecto.

– Debemos seguir adelante -instó el Detective-. Ahora habrá otros buscándolos.

– ¿Vale la pena? -preguntó Willie-. ¿Todo esto vale la pena?

– No lo sé -contestó el Detective-. Yo sólo sé que son mis amigos y están en un aprieto.

Tendió una mano. Willie la aceptó.

– Necesitarás tu pistola -dijo el Detective.

Willie miró la pistola en el suelo.

– Cógela, Willie -insistió el Detective, y en ese momento Willie lo odió.

Pero obedeció. Cogió la pistola y se reunió con los demás.

Benton oyó el tiroteo a sus espaldas, pero no volvió la vista atrás. Sólo así podía continuar avanzando. Temía que si se daba la vuelta, aunque sólo fuese por un segundo, perdería por completo el sentido de la orientación, y si se detenía, ya no podría seguir. Sólo era capaz de poner un pie delante del otro, empuñando el rifle con la mano derecha, y al final alcanzaría a los dos hombres que perseguía. Las conexiones de su cerebro iban apagándose poco a poco, fundiéndose una por una como fusibles a causa de una sobrecarga. Apenas recordaba su propio nombre, y había olvidado los nombres de quienes habían muerto en aquel infierno. Lo único que sabía era que los responsables de aquello, fuera lo que fuese, iban por delante de él, y tenía que matarlos. En cuanto estuviesen muertos, podría dejar de moverse, y entonces el dolor cesaría también. Todo cesaría. No habría dolor, ni placer, ni recuerdos. Habría sólo negrura, como si se ahogara en un mar cálido por la noche.

21

Fue Ángel quien primero avistó a Benton. Aún estaba a cierta distancia de ellos cuando vio asomar la cabeza por lo alto de una colina. Tocó a Louis para avisarle, y ambos se volvieron para enfrentarse juntos a la amenaza.

Saltaba a la vista que el hombre estaba gravemente herido. Más que caminar, se arrastraba. Parecía desviarse un poco a la izquierda y de pronto, dándose cuenta, corregía el rumbo. Mantenía la cabeza gacha y sujetaba el rifle con la mano derecha. Cuando se acercó, vieron los estragos causados por el fuego en su cara y su cuerpo, y supieron de dónde venía.

– Alguien ha sobrevivido a la explosión -dijo Ángel-. Aunque está muy tocado.

– Tiene un arma -señaló Louis.

– No parece que vaya a servirle de gran cosa.

Louis levantó su pistola y apuntó al herido a la vez que se encaminaba hacia él.

– No -admitió-, supongo que no.

Benton se dio cuenta de que los hombres a quienes perseguía se habían detenido. Por fin. Él también se detuvo, consciente de que no podría avanzar más, ni allí ni en esta vida. El paisaje oscilaba, y los dos hombres a lo lejos aparecían desdibujados y deformes. Intentó levantar el rifle, pero los brazos no le respondieron. Intentó hablar, pero no le salieron las palabras de la garganta abrasada. Todo era dolor; dolor, y el deseo de vengarse de quienes se lo habían causado. Sus heridas lo habían reducido al nivel de un animal. Recuerdos desarticulados de cosas inconexas afloraban a su mente sólo para desaparecer antes de que pudiera identificarlas y comprenderlas: una mujer que quizá fuera su madre; otra que pudo haber sido una amante; un hombre muriendo bajo la lluvia, la sangre como colores corridos en un cuadro…

El rifle continuaba en su mano. Eso lo sabía. Hizo un esfuerzo de concentración intentando fijar la atención en él. Logró poner el dedo índice de la mano derecha en el gatillo y sujetar el cañón con la izquierda. Apretó el gatillo y disparó en vano contra el suelo. Una lágrima le resbaló desde el ojo. Una de las dos figuras se aproximaba. Tenía que matarlos, pero ya no recordaba por qué. No recordaba nada. Se le había borrado todo.

Su cerebro, comprendiendo la inminencia de su propia extinción, se avivó para un esfuerzo final, y la conciencia de Benton brilló por última vez y eliminó de su cabeza el dolor y la ira y la pérdida permitiéndole centrarse sólo en el hombre que se acercaba. Levantó el brazo izquierdo, tenía un pulso firme. Se le despejó la vista y dirigió la mira hacia el negro alto. Volvió a tensar el dedo sobre el gatillo y, cuando se disponía a dejar escapar el aliento, supo que al final todo saldría bien.

La carga era una bala MatchKing de 250 granos, cosa que no habría significado nada para Benton aun cuando no hubiera sido la bala que le atravesó la cabeza, penetrando justo por detrás y por debajo del ojo que le quedaba y saliendo por la oreja izquierda llevándose consigo casi todo el cráneo.

Desde donde estaba tendido en la hierba húmeda, Ventura observó cómo el objetivo se doblaba y caía al suelo. Cambió ligeramente de posición, apartando el ojo de la mira para localizar a los otros. Ya corriendo, ascendían los dos por una pequeña elevación hacia una arboleda al este. Incluso con el XL, pronto estarían fuera de su alcance. Tenía la intención de acabar con Louis cara a cara, porque quería que supiese quién le quitaba la vida, pero el otro, su compañero, le traía sin cuidado. Ventura fijó la mira en un punto un poco por delante del hombre de menor estatura, previendo el ángulo de su trayectoria; a continuación, expulsó despacio el aire de los pulmones y apretó el gatillo.

– ¡Mierda! -dijo Ángel al tropezar en una grieta del terreno y dar un traspié hacia delante y a la izquierda.

Louis, a su lado, se detuvo por un momento, pero Ángel no llegó a caer. Una nube de hierba y polvo se levantó un poco por delante y a la derecha de donde estaba Ángel. Cuando éste recuperó el equilibrio, los dos siguieron corriendo, ahora con la mirada fija en la protección que brindaba el bosque. Ángel oyó otro disparo, pero el terreno empezaba a descender y de pronto se vio rodeado de árboles. Se echó cuerpo a tierra y se refugió detrás del tronco más cercano, encogido, con las rodillas contra el pecho y la boca abierta para tomar aire.

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