John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– Ya he llegado hasta aquí. No me gustaría marcharme antes del desenlace.

– ¿Y nosotros? -preguntó Tony.

– Las dos carreteras confluyen a un kilómetro de la casa de Leehagen más o menos -informó Louis-. Quedaos allí con Jackie, y si aparece alguien, no lo dejéis pasar.

El Detective se acercó a Willie, que permanecía en actitud vacilante.

– Puedes quedarte con ellos o acompañarnos, Willie -dijo.

A Willie le pareció ver compasión en los ojos del Detective, pero no surtió efecto. Miró a los Fulci y a Jackie Garner. Jackie había sacado unos cilindros de la mochila e intentaba explicar a los Fulci la diferencia entre ellos.

– Éste es de humo -dijo sosteniendo en alto un tubo con los extremos envueltos en cinta aislante verde-. Es verde. Y éste otro explota -añadió, sosteniendo en alto uno con cinta roja-. Es rojo.

Tony Fulci miró con suma atención los dos tubos.

– Ése es verde -dijo, señalando el de gas-. El otro es rojo.

– No -dijo Jackie-. Lo has entendido mal.

– No es verdad. Ése es el rojo, y ése es el verde. Explícaselo tú, Paulie.

Paulie se acercó a ellos.

– No, Jackie tiene razón. Verde y rojo.

– Por Dios, Tony -dijo Jackie-. Eres daltónico. ¿No te lo ha dicho nadie?

Tony se encogió de hombros.

– Simplemente pensaba que a mucha gente le gustaba la comida roja.

– Esto no es normal -dijo Jackie-, aunque supongo que esto explica por qué siempre te saltas los semáforos en rojo.

– Bueno, ahora ya da igual. ¿Así que el verde en realidad es rojo, y el rojo es verde? -preguntó Tony.

– Eso mismo -confirmó Jackie.

– ¿Y cuál decías que era el que explota…?

Remiso, Willie se volvió hacia el Detective.

– Voy con vosotros -dijo.

29

Se dirigieron a la casa de Leehagen por el mismo camino que esa mañana, pasando por las vaquerizas. El coche seguía en el granero, los cadáveres de los Endall continuaban en el suelo. Las vaquerizas les ofrecían más protección de la que habrían tenido en caso de acercarse por la carretera, pero, como Ángel señaló, también proporcionaban a otros más escondrijos; aun así, llegaron sin percances al promontorio desde donde se veía la casa. Una vez más, vieron ante sí la residencia de Leehagen. Casi parecía transmitir una sensación de temor, como si esperara la violenta represalia que inevitablemente recaería sobre quienes habitaban en ella. No había la menor señal de vida: ningún movimiento humano, ningún temblor en las cortinas, sólo quietud y cautela.

Ángel permanecía tumbado en la hierba mientras Louis recorría con la mirada cada milímetro de la propiedad.

– Nada -dijo Louis.

La herida, aunque poco más que un arañazo, le dolía. Los Fulci le habían ofrecido unos calmantes suaves de su farmacia móvil, pero el dolor no era tan intenso como para adormecerse los sentidos antes de concluir la labor.

– Queda mucho campo abierto entre ellos y nosotros -observó Ángel-. Nos verán llegar.

– Que nos vean -contestó Louis.

– Para ti es muy fácil decirlo: hoy ya te han herido una vez.

– Exacto. Un disparo de un francotirador experto a un blanco en movimiento en campo abierto, y aun así no ha sido una herida mortal. ¿Crees que ahí dentro hay alguien con más puntería? Esto no es una película del Oeste. Resulta difícil dar en el blanco a menos que sea a corta distancia.

A sus espaldas estaba el Detective, arrodillado, y más atrás, Willie Brew. Éste apenas había hablado desde que mató al hombre en el granero en ruinas, y parecía tener la mirada vuelta hacia dentro, hacia algo que sólo él veía, no hacia fuera, no hacia el mundo alrededor. El Detective sabía que Willie se hallaba en estado de shock. A diferencia de Louis, entendía lo que le pasaba. Al Detective cada nueva muerte lo acompañaba siempre, y sabía que, al quitar una vida, uno cargaba con el pesar y el dolor de la víctima. Ése era el precio que uno pagaba, pero eso a Willie Brew no se lo había explicado nadie. Ahora tendría que pagarlo hasta el final de sus días.

Louis miró el cielo. Volvía a encapotarse. Llovería otra vez después de la breve tregua. El Detective siguió su mirada y asintió.

– Esperaremos -dijo.

Se volvió hacia Willie Brew para ofrecerle una última oportunidad de quedarse al margen de lo que iba a ocurrir.

– ¿Quieres quedarte aquí mientras entramos en la casa?

Willie negó con la cabeza.

– Os acompaño -contestó.

Willie se sentía como si la vida escapara lentamente de su cuerpo, como si el balazo lo hubiera recibido él, no el hombre a quien había dejado muerto en el suelo. Aún le temblaban las manos. Dudaba mucho que fuese capaz de sostener con firmeza la Browning, aun si le fuera en ello la vida. Se había guardado la pistola en el bolsillo del mono, y ahí se quedaría. No volvería a usarla, jamás.

Y así permanecieron donde estaban, en silencio, hasta que empezó a llover.

Avanzaron deprisa, de dos en dos. De pronto la lluvia caía de nuevo, torrencialmente, un poco oblicua debido a la brisa que soplaba en dirección oeste, ayudándolos con su martilleo contra las ventanas de la casa de Leehagen, ocultando su acercamiento a los ojos de quienes se hallaban en el interior. Llegaron a la valla que delimitaba la finca y se dirigieron hacia el edificio principal cubriéndose tras los arbustos y árboles del jardín. Un porche circundaba toda la casa. Las cortinas de la planta baja estaban corridas y las ventanas cerradas. Una rampa de acceso para minusválidos ascendía paralela a los peldaños de la entrada principal ante la puerta, que no tenía mirilla de cristal y estaba cerrada. Pasaron ante el pequeño apartamento de la enfermera, una sola habitación con una cama y una pequeña zona de estar. No había nadie dentro. Le habrían pedido que se fuese, supuso Ángel. Leehagen no debía de querer testigos de lo que tenían planeado.

Llegaron a la puerta de atrás, dividida en ocho cuarterones acristalados tras los cuales colgaban unos visillos de encaje. A través de los visillos vieron una amplia cocina moderna y, más allá, un comedor. Un vano a la derecha del comedor conducía al pasillo. No tenía puerta, probablemente para facilitar el acceso a Leehagen y su silla de ruedas.

La puerta de atrás estaba cerrada con llave. Con la empuñadura de la pistola de Ventura, Ángel rompió un cristal e introdujo la mano para descorrer el pestillo con dedos rápidos y ágiles, consciente de que por un momento era el que más riesgo corría. El pestillo se desplazó. Ángel retiró la mano de inmediato, accionó el picaporte y abrió la puerta al mismo tiempo que se arrimaba a la pared de la casa en previsión de disparos. No los hubo.

Louis fue el primero en entrar, manteniéndose agachado y moviéndose hacia la izquierda para quedar fuera de la visual de quienquiera que sintiese la tentación de abrir fuego desde el pasillo. Lo siguió el Detective, y de pronto sonó la detonación de una escopeta en el interior de la casa y el cristal encima de su cabeza se hizo añicos. El Detective se lanzó a la derecha y, mientras avanzaba a rastras por el suelo, oyó el mecanismo de recarga de la escopeta y un segundo disparo, que destrozó un armario a escasos centímetros de donde él tenía el pie un momento antes. Ángel devolvió el fuego para inmovilizar al tirador y permitir así al Detective entrar en el comedor y dirigirse hacia la puerta en el extremo opuesto. En cuanto Ángel hizo una pausa para recargar, el Detective actuó. Oyeron gritos y ruido de pisadas. Ángel y Willie se apresuraron a entrar en la cocina mientras Louis recorría el pasillo con la pistola en la mano.

Un joven yacía tendido en el suelo de madera. Le sangraba la cabeza y tenía los ojos en blanco. El detective le había dado varios culatazos con su arma en el forcejeo en lugar de dispararle. La razón era evidente. Rubio y de piel morena, no tenía más de diecisiete o dieciocho años: otro granjero que obedecía órdenes.

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