John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– No es posible encenderlos. ¿En qué puedo ayudarlo?

– ¿Anda Earl por aquí?

– Earl ha muerto.

El visitante pareció llevarse un chasco.

– ¡No me diga! ¿Cuándo?

– Hace dos meses. Cáncer de pulmón. -Tosió, incómodo-. Digamos que por eso me decidí a dejarlo. Me llamo Jerry Marley. Soy el hermano de Earl. Me incorporé al negocio para echar una mano cuando Earl enfermó, y aquí sigo. ¿Earl era amigo suyo?

– Conocido.

– Pues supongo que ahora está en un mundo mejor.

El visitante echó una ojeada al pequeño despacho. Más allá del cristal, dos hombres con mascarillas y monos limpiaban tubos y herramientas. Arrugó la nariz al percibir el hedor.

– Cuesta creerlo -dijo el visitante.

– No se crea. En fin, ¿en qué puedo ayudarlo?

– ¿Ustedes desatascan desagües?

– Así es. -Entonces, si saben desatascarlos, también sabrán atascarlos.

Aquello desconcertó a Jerry Marley por un momento, y acto seguido el desconcierto dio paso al enojo. Se puso en pie.

– Lárguese de aquí antes de que llame a la policía. Esto es una empresa, maldita sea. No dispongo de tiempo para gente que quiere causar problemas a los demás.

– Tengo entendido que su hermano no se andaba con tantas manías a la hora de decidir con quién trabajaba.

– Eh, cuidado con lo que dice de mi hermano.

– No lo decía en el mal sentido. Era una de las cosas que me gustaban de él. Lo hacía útil.

– Me importa un carajo. Largo de aquí, pedazo de…

– Quizá deba presentarme -dijo el visitante-. Me llamo Ángel.

– Me importa un bledo cómo… -Marley se interrumpió al caer en la cuenta de que, en realidad, sí le importaba. Volvió a sentarse.

– Es posible que Earl le hablara de mí.

Marley asintió, un poco más pálido que antes.

– De usted, y de otro.

– Ah, ése ronda por aquí cerca. Es… -Ángel buscó la palabra exacta-más limpio que yo. Lleva ropa más cara que la mía, y no se ofenda, pero este olor se pega a la tela, ya me entiende.

– Sí, ya -dijo Marley. Empezó a balbucear, pero no pudo contenerse-. Yo ya no lo noto tanto. Mi mujer me obliga a quitarme la ropa en el garaje antes de entrar en casa. Tengo que ducharme en el acto. Incluso así, dice que huelo.

– Mujeres -observó Ángel-. Son tan sensibles…

Se produjo un breve silencio. Era casi amigable, sólo que el deseo de Jerry Marley de fumar superaba de pronto la capacidad de resistencia de cualquier mortal.

– En fin -dijo Ángel-, en cuanto a esos desagües…

Marley levantó una mano para interrumpirlo.

– ¿Le importa que fume? -preguntó.

– Pensaba que quería dejarlo -comentó Ángel.

– Y yo también.

Ángel se encogió de hombros.

– Supongo que el suyo es un trabajo estresante.

– A veces -convino Marley.

– Bueno, no es mi intención empeorar las cosas.

– Dios no lo quiera.

– Pero sí necesito un favor, y a cambio yo le haré un favor a usted.

– Ya. ¿Y se puede saber cuál es?

– Verá, si usted me hace a mí el favor, no volveré por aquí.

Jerry Marley no se lo pensó ni medio segundo.

– Me parece justo -dijo.

Por un momento Ángel adoptó una expresión de cierta tristeza. Le dolía que todo el mundo se precipitara a aceptar el trato cada vez que lo ofrecía.

Marley pareció adivinarle el pensamiento.

– No es nada personal -añadió a modo de disculpa.

– No -contestó Ángel, y Marley tuvo la impresión de que el visitante pensaba en algo muy distinto-. Nunca lo es.

Los dos hombres que entraron en la guarida del Sacerdote una semana después no eran lo que él se esperaba, pero bien es cierto que el Sacerdote sabía por experiencia que las cosas nunca se ajustaban del todo a las expectativas. El primero, que era negro, vestía un traje gris que parecía recién estrenado. Sus zapatos negros de charol refulgían y una corbata de seda negra, con el nudo perfecto, le ceñía el cuello de una camisa blanca impecable. Iba bien afeitado y despedía un tenue aroma a clavo e incienso, que al Sacerdote, sumido como estaba en los fétidos efluvios de los excrementos, le resultó especialmente grato.

Lo seguía un hombre de menor estatura, tal vez de origen hispano, con una sonrisa afable que captaba la atención y la desviaba por un momento del aspecto de su ropa, la cual sin duda había conocido tiempos mejores: vaqueros sin marca, zapatillas del año anterior y una cazadora enguatada, a todas luces de buena calidad pero más apropiada para una persona veinte años menor y que utilizara dos tallas más.

– Están limpios -dijo Vassily en cuanto los dos se hubieron sometido, en apariencia de buena voluntad, a un cacheo. Vassily, hombre de facciones suaves y delicadas, era engañosamente rechoncho. Se movía con rapidez y desenvoltura y era uno de los acólitos de mayor confianza del Sacerdote, otro ucraniano con cerebro y ambición, aunque no tanta como para que su jefe lo considerara una amenaza.

El Sacerdote señaló un par de sillas frente a él al otro lado de la mesa. Los dos hombres se sentaron. -¿Les apetece tomar algo? -preguntó.

– Yo no quiero nada -dijo el negro.

– Yo tomaré algo sin alcohol -contestó el otro-. Una Coca-Cola. Asegúrese de que el vaso no esté sucio -añadió sin alterar la sonrisa de su rostro. Miró por encima del hombro y guiñó el ojo al camarero de la barra, que se limitó a fruncir el entrecejo.

– ¿Y bien? ¿En qué puedo ayudarles? -preguntó el Sacerdote.

– La cuestión es más bien en qué podemos ayudarle nosotros a usted -repuso el hombre de corta estatura.

El Sacerdote hizo un gesto de indiferencia.

– ¿Un servicio de limpieza, quizá? ¿Venta a domicilio?

Sus hombres le rieron la gracia. Eran tres en total, aparte del camarero. Dos estaban sentados junto a la barra, ante las omnipresentes tazas de café. Vassily se hallaba detrás a la derecha de los dos visitantes. El Sacerdote lo notó inquieto. Pero Vassily siempre parecía inquieto. Era un pesimista, o quizás un realista, el Sacerdote nunca lo había tenido del todo claro. Suponía que era una simple cuestión de perspectiva.

La sonrisa del hombre de baja estatura vaciló por un instante.

– Estamos aquí por lo del encargo.

– ¿El encargo? ¿Acaso son recaderos?

Más risas.

– El encargo de matar al detective, a Parker. Ha llegado a nuestros oídos que quiere usted eliminarlo. Preferiríamos que no fuera así.

Las risas cesaron. El Sacerdote había sido informado previamente de que los dos hombres querían hablar con él acerca del detective, y su manera de abordar el tema, pues, no lo pilló desprevenido. Por lo regular habría dejado una conversación así en manos de Vassily, pero ésa no era una situación corriente, y aquellos dos, como él bien sabía, no eran hombres corrientes. Según le habían dicho, merecían cierto respeto, pero aquél era su territorio, y le divertía provocarlos. Él respetaba a quienes lo respetaban a él, y la mera presencia de aquellos hombres en su club lo irritaba. No suplicaban por la vida del detective; pretendían explicarle cómo llevar sus asuntos.

El camarero puso una Coca-Cola delante del hombre más bajo. Éste tomó un sorbo y arrugó la frente.

– No está fría -se quejó.

– Dale hielo -ordenó el Sacerdote.

El camarero asintió. Uno de los hombres sentados junto a la barra se inclinó por encima de ésta y, sacando hielo con la mano de una cubitera, llenó un vaso vacío. Se lo entregó al camarero, que hundió los dedos en el vaso, extrajo los cubitos y los echó en la Coca-Cola. El líquido salpicó los vaqueros del hombre más bajo.

– Joder, tío -protestó-, eso es de mala educación. Y de lo más antihigiénico, incluso para un sitio que apesta como éste.

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