John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– ¿Tendrá esto alguna repercusión para nosotros?

– Ese fulano picó demasiado alto. Atrajo la atención. Tenía los días contados. Sólo hemos acelerado lo inevitable.

– ¿Estás seguro?

– Saldremos de ésta. Hemos hecho un favor a cierta gente, y no sólo a Parker. Se ha resuelto un problema, y ellos tienen que mantener las manos limpias.

– Y volverán a meter niños en el país.

– Ése es otro asunto, y ya nos ocuparemos de él más adelante.

– Prométemelo, prométeme que no nos desentenderemos.

– Te lo prometo -dijo Louis-. A su debido tiempo haremos lo que esté en nuestras manos.

A cuatro manzanas de allí cambiaron el Oldsmobile por su Lexus. El coche contaba con el servicio de radio satélite Sirius, y, en noches alternas, por mutuo acuerdo uno de los dos elegía emisora y el otro no tenía derecho a quejarse de la elección. Como esa noche le tocaba escoger a Ángel, escucharon First Wave todo el camino de regreso a Manhattan.

Y así transcurrió el viaje a casa, en un silencio casi cordial.

Más al sur estaba a punto de fraguarse el segundo eslabón en la cadena de homicidios.

En el bar sólo había un puñado de personas cuando entró el depredador y, casi de inmediato, detectó a su presa: un hombrecillo triste y obeso con los hombros caídos, tirando a calvo, sudoroso, con un pantalón marrón que no había visto una plancha ni una tintorería durante al menos una semana, y zapatos marrones de cordones que debían de haberle costado un buen dinero en su día pero ahora ya no podía sustituir por otros nuevos. Bebía un bourbon lentamente y un ligero color ámbar apenas teñía el hielo fundido en el fondo del vaso. Por fin, con resignación, lo apuró. El camarero le preguntó si quería otro. El gordo echó una ojeada adentro de la cartera y asintió. El camarero le sirvió una generosa cantidad, pero bien podía permitirse ser generoso: procedía de la botella más barata del estante.

El depredador observó al gordo, detalle por detalle: los dedos rechonchos, la alianza incrustada en la carne de uno de ellos; los michelines en los costados; la barriga que se desbordaba por encima del cinturón de cuero barato; el sudor en la cara, la frente, la calva.

«Porque siempre estás sudando, ¿verdad? Incluso en invierno sudas. El esfuerzo de arrastrar esa mole fofa y gelatinosa es casi excesivo para tu corazón. Sudas cuando vas en camiseta y pantalón corto en verano, y, cuando nieva, sudas debajo de capas y capas de ropa. ¿Cómo es tu mujer?, me pregunto. ¿Es gorda y repugnante como tú? ¿O ha intentado mantener la línea con la esperanza de atraer a alguien mejor mientras tú estás en la carretera, aunque ese alguien no haga más que utilizarla durante una noche? (Porque sin duda ella también lo utilizará a él.) ¿Te planteas esa posibilidad cuando vas vendiendo de pueblo en pueblo, sacando apenas para vivir, riéndote siempre con más estridencia de la que deberías, pagando copas que no te puedes permitir para congraciarte con la gente, pagando la cuenta en los restaurantes elegidos por otros con la esperanza de que te caiga algún pedido? Te has pasado la vida corriendo, hombrecillo, rogando siempre para que se presente la gran oportunidad, pero nunca llega. Bien, pues tus problemas están a punto de acabar. Yo soy tu salvación.»

El depredador pidió una cerveza, pero casi no la probó. No le gustaba que se empañaran sus facultades cuando trabajaba, ni siquiera mínimamente. Se vio por un momento en un espejo que había en la pared: alto, algo canoso, esbelto bajo la cazadora de cuero y el pantalón oscuro. Tenía la tez cetrina. Le gustaba seguir el sol, pero por las exigencias de su vocación, elegida por él mismo, ese lujo no siempre era posible.

Al fin y al cabo, a veces había que matar en lugares donde no lucía el sol, y tenía facturas que pagar.

Sin embargo, sus ingresos habían disminuido en esos últimos meses. A decir verdad, estaba un tanto preocupado. No siempre había sido así. En otro tiempo gozó de una reputación considerable. Fue un Hombre de la Guadaña, y ese título tenía su peso. Ahora conservaba cierta reputación, pero no del todo buena. Pasaba por ser un hombre con determinados apetitos que sencillamente había aprendido a canalizar por medio del trabajo, pero a veces lo desbordaban. Era consciente de que se había extralimitado al menos una vez en los últimos doce meses. En teoría, aquella muerte debería haber sido rápida y sencilla, no prolongada y dolorosa. Eso había causado cierta confusión y enfurecido a quienes lo contrataron. Desde entonces no abundaba el trabajo, y sin trabajo sus apetitos necesitaban otra válvula de escape.

Seguía a la víctima desde hacía dos días. Se trataba tanto de un ejercicio como de una actividad placentera. Siempre los veía como «presas», nunca como objetivos, y jamás empleaba la palabra «potencial». Por lo que a él se refería, en cuanto ponía la mira en alguien, era hombre muerto. Podía haber elegido a otro individuo que representara un reto mayor, una presa más interesante, pero había algo en aquel gordo que le repugnaba, un hedor a tristeza y fracaso que inducía a pensar que no sería una gran pérdida para el mundo. Con sus actos, el gordo había atraído sobre sí a un depredador, del mismo modo que el animal más lento de la manada captaba la atención del guepardo.

Y así permanecieron un rato, depredador y presa compartiendo el mismo espacio, escuchando la misma música, durante casi una hora, hasta que el gordo se levantó para ir al servicio, y llegó el momento de acabar con la danza que se había iniciado hacía cuarenta y ocho horas, una danza en la que el gordo ni siquiera sabía que participaba. El depredador lo siguió a diez pasos de distancia. Dejó que la puerta del lavabo de hombres volviera a encajarse en el marco antes de entrar. Dentro sólo vio al gordo, de pie ante un urinario, el rostro contraído por el esfuerzo y el dolor.

«Problemas de vejiga. Cálculos renales, quizás. Yo pondré fin a todo eso.»

Las puertas de los dos retretes estaban abiertas cuando el depredador se acercó. Dentro no había nadie. Tenía ya la navaja en la mano y oyó un satisfactorio chasquido, el sonido de la hoja al desplegarse.

Y luego, un segundo después, volvió a oír el mismo ruido, y cayó en la cuenta de que el primer chasquido no procedía de su navaja, sino de otra. De repente se le secó la garganta y oyó el martilleo de su corazón; aun así, aceleró sus movimientos. Ahora el gordo también se movía, con su mano derecha convertida en una mancha borrosa de color rosado y plata, y de pronto el depredador sintió una opresión en el pecho seguida de un dolor lancinante que se propagó rápidamente por el cuerpo, paralizándolo conforme crecía; y cuando intentó caminar, las piernas no respondieron a las señales del cerebro. Cuando se desplomó en las baldosas frías y húmedas, la navaja se desprendió de los dedos de su mano derecha y, al mismo tiempo, con la izquierda rodeó la empuñadura de carey del arma hundida en su corazón. La sangre manaba a borbotones de la herida y empezaba a extenderse por el suelo. Vio cómo un par de zapatos marrones se apartaban con cuidado para esquivar el creciente charco.

Con la poca fuerza que le quedaba, el depredador levantó la cabeza y miró al gordo a la cara, pero éste ya no tenía el mismo aspecto que antes. Ahora la grasa era músculo, los hombros caídos se habían enderezado, y hasta el sudor había desaparecido evaporándose en el aire fresco de la noche. En él sólo había muerte y determinación, y por un instante las dos confluyeron en una única cosa.

El depredador vio unas cicatrices en el cuello del hombre y supo que había sufrido quemaduras en algún momento del pasado. Aun mientras moría allí tendido, empezó a asociar ideas, a llenar lagunas.

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