«Hijo.»
«Hijo mío.»
Dentro de Errol Rich ardía un fuego, y algo de ese fuego pasó al niño en el momento de la muerte de Errol. Ahora arde dentro de él, pero si bien Errol Rich encontró la manera de negar su presencia, de moderar sus llamas hasta que al final, quizás inevitablemente, se propagó y lo destruyó, Louis lo ha hecho suyo. Lo mantiene vivo, y el fuego, a su vez, lo mantiene vivo a él, pero es un equilibrio delicado. El fuego tiene que ser alimentado para que no se alimente de él, y los hombres a quienes mata son los sacrificios que le ofrece. El fuego de Errol Rich era de un rojo intenso, abrasador, pero las llamas dentro de Louis arden blancas y frías.
«Hijo.»
«Hijo mío.»
De noche, Louis sueña con el Hombre Quemado. Y en algún lugar el Hombre Quemado sueña con él.
Ahora será abatido con mi flecha,
pues furioso estoy con él, y sus
vidas se han extinguido ya, y sin
duda la tierra beberá su sangre.
Ramayana, h. 500-100 a. de C.
Son tantos los asesinatos, tantas las víctimas, tantas las vidas perdidas y arruinadas a diario, que es difícil seguirles la pista a todos, es difícil establecer las relaciones que acaso permitieran cerrar los casos. Algunos son evidentes: el hombre que mata a su novia y luego se quita la vida, ya sea por los remordimientos o por la incapacidad para afrontar las consecuencias de sus actos; o los asesinatos ojo por ojo de matones, gánsteres, traficantes de droga, sucediéndose de manera inexorable uno tras otro en una espiral de violencia. Una muerte invita a la siguiente, la saluda tendiéndole su mano pálida, sonriendo a la vez que el hacha cae, que la hoja corta. Existe una concatenación de hechos fácilmente reconstruible, un rastro claro para la policía.
Pero hay otros asesinatos donde es más difícil descubrir la relación, donde los lazos entre unos y otros están oscurecidos por grandes distancias, por el paso de los años, por las sucesivas capas que van añadiéndose a este mundo, un mundo como una colmena, conforme el tiempo se pliega suavemente sobre sí mismo.
Este mundo como una colmena no esconde secretos: los almacena. Es el depositario de recuerdos enterrados, de actos medio olvidados.
En este mundo como una colmena, todo guarda relación.
El St. Daniil se hallaba en Brightwater Court, no lejos de los amplios clubes de Brighton Beach Avenue y Coney Island Avenue, donde parejas de todas las edades bailaban al ritmo de canciones en ruso, español e inglés, comían platos rusos, compartían vodka y vino y veían espectáculos que no habrían estado fuera de lugar en algunos de los hoteles más modestos de Reno o a bordo de un crucero, pero que sin embargo distinguían al St. Daniil (tan lejos de aquellos otros establecimientos) en muchos aspectos. El edificio donde se encontraba tenía vistas al mar y al paseo marítimo y sus tres principales restaurantes, el Volna, el Tatiana y el Winter Garden, ahora estaban rodeados de mamparas para resguardar a la clientela de la fresca brisa marina y de los aguijonazos de la arena. Cerca se hallaba la zona de ocio de Brighton, donde, durante el día, los ancianos se sentaban en torno a mesas de piedra a jugar a cartas mientras los niños retozaban cerca, los más jóvenes y los no tan jóvenes unidos en un mismo espacio. Nuevos bloques de apartamentos habían surgido al este y al oeste, parte de la transformación experimentada por Brighton Beach en años recientes.
Pero el St. Daniil pertenecía a un orden de cosas más antiguo, un Brighton Beach distinto, ocupado por la clase de negocios que ganaban dinero a costa de aquellos para quienes la pobreza no era del todo ajena: servicios de cobro de cheques que se quedaban con el veinticinco por ciento de cada talón hecho efectivo y luego ofrecían préstamos poco más o menos a ese mismo interés mensual para cubrir el déficit; tiendas de saldos que vendían adornos de Navidad altamente inflamables durante todo el año y loza barata con el barniz resquebrajado; tiendas de comestibles, antes negocios familiares y ahora en manos de individuos con aspecto de tener, quizá, los restos de la familia pudriéndose en el sótano; lavanderías frecuentadas por sujetos que olían a calle y que por rutina se desnudaban hasta quedar sin más ropa que unos calzoncillos mugrientos y se sentaban así, casi desnudos, a esperar a que la colada estuviese lista para darle una única e inconexa pasada por la secadora (ya que cada centavo contaba), luego se ponían parte de sus prendas, todavía húmedas, y guardaban el resto en bolsas de basura y volvían a aventurarse a las calles, envueltos en el tenue vapor que desprendía la ropa; casas de empeños que hacían un negocio estable con artículos empeñados y desempeñados, ya que siempre había alguien dispuesto a beneficiarse de las desgracias ajenas; y tiendas sin un solo cartel con el nombre encima del escaparate, vacías salvo por un mostrador desportillado, cuyas turbias actividades no incumbían a aquellos a quienes debía explicarse su verdadera naturaleza. La mayoría de esos establecimientos ya habían desaparecido, relegados a calles secundarias, a barrios menos deseables, cada vez más alejados de la avenida y el mar, si bien quienes necesitaban sus servicios siempre sabían dónde encontrarlos.
Así y todo, el St. Daniil seguía allí. Resistía. El St. Daniil era un club, aunque estrictamente privado y sin apenas algo en común con sus homónimos más rutilantes de la avenida. Se accedía a él por una puerta de acero enrejada y ocupaba el sótano de un antiguo edificio de piedra rojiza rodeado de otros edificios de piedra rojiza de poco más o menos la misma época; y si bien los bloques vecinos habían sido remozados, no era ése el caso del St. Daniil. En otro tiempo constituía la entrada a un complejo más amplio, pero los cambios en la estructura interna de los edificios lo habían dejado aislado entre dos grupos de apartamentos mucho más atractivos. Ahora el club quedaba comprimido entre ellos como un pariente pobre que se cuela en una foto familiar, sin avergonzarse de su ignominia.
Encima del St. Daniil se alzaba un laberinto de pequeños apartamentos, algunos con cabida para una familia entera, otros donde sólo podía acomodarse a un individuo, y uno, además, para quien el espacio importara menos que la intimidad y el anonimato. En esos apartamentos ahora no vivía nadie, no si podía evitarlo. Algunos se usaban como almacenes: de bebida, tabaco, aparatos eléctricos, contrabando diverso. En los demás se instalaban provisionalmente prostitutas jóvenes -a veces muy jóvenes-, y, en caso de necesidad, acudían ahí sus clientes. Uno o dos estaban un poco mejor amueblados y en mejores condiciones que los otros, y contenían cámaras de vídeo y equipo de grabación para el rodaje de películas pornográficas.
Aunque lo llamaban St. Daniil, el club no tenía nombre oficial. Una placa junto a la puerta rezaba CLUB SOCIAL PRIVADO, en inglés y en cirílico, pero no era la clase de lugar al que uno acudía para hacer vida social. Allí había un bar, pero la gente no solía quedarse mucho tiempo, y quienes lo hacían se limitaban esencialmente a tomar café mientras esperaban a que les mandasen hacer recados, a recaudar comisiones, a romper huesos. Encima de la barra, un televisor proyectaba DVDs pirateados, viejos partidos de hockey, a veces películas pornográficas o, a altas horas de la noche, cuando la actividad había remitido, imágenes de las tropas rusas en Chechenia participando en represalias contra sus enemigos, reales o supuestos. Reservados semiesféricos de vinilo raído se alineaban contra las paredes, cada uno de ellos con una mesa vieja y rayada en el centro, reliquias de una época en que aquello era realmente un club social, un lugar donde los hombres podían charlar sobre su país de origen y compartir los periódicos que habían llegado por correo o en las maletas de inmigrantes y compatriotas de visita. La decoración se componía principalmente de reproducciones enmarcadas de pósters soviéticos de los años cuarenta, comprados por cinco pavos en el videoclub RBC de Brighton Beach Avenue.
Читать дальше