Tana French - En Piel Ajena

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Tarde o temprano, el pasado siempre vuelve.
Hacía mucho que Cassandra Maddox no oía hablar de Lexie Madison; en concreto cuatro años, cuando Frank Mackey, su superior en Operaciones Secretas, le ordenó infiltrarse en el mundillo de la droga bajo una nueva identidad: Alexandra Madison, estudiante del diversity College de Dublín. Después de aquella misión, abortada cuando fue apuñalada por un paranoico, Cassie se incorporó a Homicidios y más adelante a Violencia Doméstica, y el nombre de Lexie cayó inevitablemente en el olvido… Hasta el día en que, en un bosque a las afueras de Glenskehy, no muy lejos de Dublín, se halla el cadáver de una joven identificada como Lexie Madison. La noticia sume a Cassie en el desconcierto. «Aquella joven era yo»: sus mismos ojos, su nariz respingona; ambas son como dos gotas de agua. Aprovechando esta inexplicable coincidencia, Mackey urde un plan tan ingenioso como arriesgado para descubrir al asesino: «resucitar» milagrosamente a Lexie ante la opinión publica y hacer que Cassie adopte, por segunda vez, su antigua identidad.
Seducida por el reto, Cassie se instala en Whitethorn House, donde Lexie convivía en aparente armonía con cuatro excéntricos estudiantes, sobre quienes recaen todas las sospechas. Mientras trata de echar abajo las coartadas de cada uno ellos, Cassie empezará a sentirse fascinanada por la mujer que le «robó» su creación y por este grupo tan peculiar, en especial su líder… Una fascinación que alterará el devenir de la investigación y pondrá en peligro su vida.

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Nunca tuve miedo de que me mataran ni de perder el valor. Mi valentía responde bien bajo presión; son otros peligros, los más refinados e insidiosos, los que me inquietan. Pero sí me preocupan las demás perspectivas. Frank me dijo en una ocasión -y no sé si tenía razón o no y tampoco quise decírselo a Sam- que los mejores agentes infiltrados tienen un hilo oscuro tejido en su interior, en algún lugar.

Capítulo 3

Y así fue como el domingo por la tarde Sam y yo acudimos al castillo de Dublín para asistir al consejo de guerra de Frank. El castillo de Dublín es la sede de la brigada de Homicidios. Yo había vaciado mi escritorio allí otra tarde otoñal larga y fría: había apilado mis documentos en montones bien definidos y había etiquetado cada uno de ellos con una notita adhesiva; había tirado a la papelera los dibujos que tenía pegados en el ordenador, los bolígrafos mordisqueados, las postales de Navidades pasadas y los M &M caducados que aún quedaban por los recovecos de mis cajones; había apagado la luz y había cerrado la puerta a mi espalda.

Sam vino a recogerme con ánimo taciturno. Se había levantado y había salido de casa muy temprano esa mañana, tan temprano que el piso aún estaba oscuro cuando se agachó para darme un beso de despedida. No le pregunté por el caso. Si hubiera descubierto algo de utilidad, aunque fuera la pista más nimia, me lo habría comunicado.

– No permitas que tu amigo te presione a hacer nada que no quieras hacer -me instó en el coche.

– Vamos, Sam -repliqué-. ¿Cuándo he permitido yo que alguien me presione para hacer algo que no quiero hacer?

Sam ajustó el retrovisor con cuidado.

– Sí -contestó-. Es cierto.

Cuando abrió la puerta, el olor del edificio me asaltó como un alarido: era un olor viejo y escurridizo, a humedad, a humo y a limón, nada que ver con el penetrante olor a antiséptico de Violencia Doméstica, en el nuevo edificio del parque Phoenix. Detesto la nostalgia, su pereza con los accesorios más bonitos, pero cada paso que daba era como un puñetazo directo al estómago: yo corriendo escaleras abajo con un puñado de expedientes en cada mano y una manzana entre los dientes; mi compañero y yo chocando los cinco tras obtener nuestra primera confesión en esa sala de interrogatorios; los dos haciendo piña para convencer al superintendente en el vestíbulo, cada uno comiéndole una oreja, intentando persuadirlo para que nos concediera un poco más de tiempo… Aquellos pasillos parecían dibujados por Escher: las paredes se inclinaban en ángulos sutiles y vertiginosos, y yo era incapaz de enfocar la vista lo suficiente como para discernirlos con exactitud.

– ¿Qué tal lo llevas? -preguntó Sam con dulzura.

– Me muero de hambre -respondí-. ¿Quién ha tenido la genial idea de convocar la reunión a la hora de la cena?

Sam sonrió aliviado y me dio un apretujoncito.

– Todavía no nos han asignado un centro de coordinación -explicó-. Hasta que decidamos…, bueno, hasta que decidamos cómo vamos a enfocar el caso.

Sam abrió la puerta de la sala de la brigada de Homicidios. Frank estaba sentado a horcajadas en una silla en la parte delantera, frente a la gran pizarra blanca y me quedó claro que toda su cháchara embaucadora acerca de una charla informal entre él, Sam y yo no había sido más que un embuste. Cooper, el forense oficial, y O'Kelly, el superintendente de la brigada de Homicidios, estaban sentados ante sendos escritorios en lados opuestos de la sala, con los brazos doblados y el mismo gesto encabronado en el rostro. La imagen debería haber resultado divertida: Cooper tiene pinta de garza real y O'Kelly parece un bulldog repeinado, pero a mí me dio mala espina. Cooper y O'Kelly se detestan; conseguir que ambos estén en la misma estancia durante un rato requiere grandes dosis de persuasión y un par de botellas de vino del caro. Por alguna razón críptica que sólo él conocía, Frank había movido todas las teclas para contar con la presencia de los dos. Sam me lanzó una mirada recelosa de advertencia. Tampoco se esperaba aquello.

– Maddox -dijo O'Kelly, esforzándose por que su voz sonara quejumbrosa. O'Kelly nunca había demostrado ningún afecto por mí cuando trabajaba en Homicidios pero, en cuanto solicité el traslado, me metamorfoseé misteriosamente en la niña mimada que había desairado años de formación personalizada para luego largarse a Violencia Doméstica-. ¿Cómo va la vida en la liga de segunda división?

– El sol brilla y las plantas florecen -contesté. Cuando me pongo tensa, me vuelvo un poco frívola-. Buenas noches, doctor Cooper.

– Es un placer volver a verla, detective Maddox -me saludó Cooper.

Cooper obvió la presencia de Sam. Cooper también odia a Sam, y prácticamente a todo el mundo. Yo he permanecido en el libro de los afortunados hasta ahora pero, si descubriera que salgo con Sam, saltaría de su lista de envío de postales de Navidad a la velocidad de la luz.

– Al menos en Homicidios -apuntó O'Kelly, lanzando una mirada sospechosa a mis tejanos desgarrados; no sé por qué, pero había sido incapaz de vestirme con mis nuevas ropas para causar buena impresión, no para aquel caso-, la mayoría podemos permitirnos comprarnos ropa decente. ¿Cómo le va a Ryan?

No estaba segura de si era una pregunta con malas intenciones o no. Rob Ryan era mi compañero cuando trabajaba en Homicidios. Hacía un tiempo que no lo veía. Tampoco había visto a O'Kelly ni a Cooper desde que me habían transferido. Todo aquello estaba sucediendo demasiado deprisa y escapaba a mi control.

– Les envía mucho amor y besos -contesté.

– Me lo esperaba -replicó O'Kelly burlándose de Sam, que apartó la mirada.

En la sala de la brigada de Homicidios trabajan veinte personas, pero aquel día lucía el aspecto inerte de los domingos por la noche: los ordenadores estaban apagados y las mesas repletas de documentos y envoltorios de comida rápida esparcidos por encima, dado que el servicio de limpieza no acude hasta el lunes por la mañana. En el rincón posterior, junto a la ventana, los escritorios que ocupábamos Rob y yo seguían estando en ángulo recto, tal como a nosotros nos gustaba, para podernos sentar hombro con hombro. Algún otro equipo, quizás unos principiantes, los habría ocupado. Quienquiera que se sentara ahora a mi mesa tenía un hijo: había una fotografía con marco de plata de un niño sonriendo al que le faltaban los dientes de delante y un montón de hojas de declaraciones bañadas por los últimos rayos vespertinos de sol. El sol siempre solía darme en los ojos a esta hora del día.

Me costaba respirar; el aire se me antojaba demasiado denso, casi sólido. Uno de los fluorescentes estaba estropeado y confería a la estancia un aspecto titilante, epiléptico, como salido de un sueño febril. Un par de grandes carpetas colocadas en el archivador aún exhibían mi caligrafía en el lomo. Sam acercó su silla a su mesa y me observó con el ceño levemente fruncido, pero no dijo nada, y yo se lo agradecí. Me concentré un instante en el rostro de Frank. Tenía ojeras y se había cortado afeitándose, pero parecía completamente despierto, alerta y cargado de energía. Estaba expectante ante nuestra reunión. Me sorprendió observándolo.

– ¿Contenta de estar otra vez aquí?

– Extasiada -respondí.

De repente me pregunté si me habría convocado en aquella sala a propósito, sabiendo que podía despertar todos mis fantasmas. Deposité mi maletín sobre una mesa, la de Costello; reconocí su escritura en los documentos, me apoyé contra la pared y me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta.

– La compañía es muy grata -apuntó Cooper, alejándose un poco más de O'Kelly-, pero yo agradecería sinceramente que fuéramos al grano del porqué de esta pequeña reunión.

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