Tana French - En Piel Ajena

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Tarde o temprano, el pasado siempre vuelve.
Hacía mucho que Cassandra Maddox no oía hablar de Lexie Madison; en concreto cuatro años, cuando Frank Mackey, su superior en Operaciones Secretas, le ordenó infiltrarse en el mundillo de la droga bajo una nueva identidad: Alexandra Madison, estudiante del diversity College de Dublín. Después de aquella misión, abortada cuando fue apuñalada por un paranoico, Cassie se incorporó a Homicidios y más adelante a Violencia Doméstica, y el nombre de Lexie cayó inevitablemente en el olvido… Hasta el día en que, en un bosque a las afueras de Glenskehy, no muy lejos de Dublín, se halla el cadáver de una joven identificada como Lexie Madison. La noticia sume a Cassie en el desconcierto. «Aquella joven era yo»: sus mismos ojos, su nariz respingona; ambas son como dos gotas de agua. Aprovechando esta inexplicable coincidencia, Mackey urde un plan tan ingenioso como arriesgado para descubrir al asesino: «resucitar» milagrosamente a Lexie ante la opinión publica y hacer que Cassie adopte, por segunda vez, su antigua identidad.
Seducida por el reto, Cassie se instala en Whitethorn House, donde Lexie convivía en aparente armonía con cuatro excéntricos estudiantes, sobre quienes recaen todas las sospechas. Mientras trata de echar abajo las coartadas de cada uno ellos, Cassie empezará a sentirse fascinanada por la mujer que le «robó» su creación y por este grupo tan peculiar, en especial su líder… Una fascinación que alterará el devenir de la investigación y pondrá en peligro su vida.

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Justin se enjugó la cara y clavó la mirada en la punta de sus dedos.

– Yo recé una oración por ti antes de irnos. Sé que no es mucho, pero… -Su cara volvía a estar sudada. Y empezó a orar-: «Y brille para ella la luz perpetua»…

– Justin -lo interrumpió Abby con delicadeza-. Lexie está aquí, delante de nosotros.

Justin sacudió la cabeza.

– Entonces regresamos a casa -concluyó.

Al cabo de un momento, Rafe encendió el mechero, con un ruido seco, y los tres nos sobresaltamos.

– Aparecieron de repente en el patio -explicó-. Como salidos de La noche de los muertos vivientes.

– Nosotros dos no dejábamos de chillarles, intentando averiguar qué había sucedido -continuó Abby-, pero Daniel nos miraba sin vernos; tenía una mirada gélida espantosa, no creo siquiera que nos viera. Levantó un brazo para impedir que Justin entrara en casa y dijo: «¿Alguien necesita hacer una colada?».

– No creo que ninguno de nosotros tuviera la más remota idea de sobre qué diablos hablaba -añadió Rafe-. No era momento para ponerse críptico. Intenté agarrarlo, obligarle a explicarnos qué demonios había sucedido, pero saltó hacia atrás y me espetó: «No me toques». Aquellas palabras, su forma de decirlas… Estuve a punto de desmayarme. No fue porque me gritara ni nada por el estilo, prácticamente hablaba entre susurros, pero su cara… No parecía Daniel; ni siquiera parecía humano. Me gruñó.

– Estaba cubierto de sangre -aclaró Abby sin rodeos- y no quería que te mancharas. Y estaba traumatizado. Tú y yo vivimos la parte más fácil aquella noche, Rafe. No -lo cortó cuando Rafe resopló-, es verdad. ¿O tal vez habrías querido estar en aquella casucha?

– Quizá no habría sido tan mala idea.

– Te prometo que no te habría gustado -dijo Justin con voz afilada-. Créeme. Abby tiene razón: vosotros lo tuvisteis fácil.

Rafe se encogió de hombros exageradamente.

– En cualquier caso -continuó Abby después de un tenso segundo-, Daniel respiró hondo, se pasó la mano por la frente y dijo: «Abby, tráenos ropa limpia y una toalla, por favor. Rafe, tráeme una bolsa de plástico, una grande. Justin, desnúdate». Él ya estaba desabotonándose la camisa…

– Cuando regresé con la bolsa, Daniel y Justin estaban en el patio, de pie, en calzoncillos -explicó Rafe, sacudiéndose unas motas de ceniza que le habían caído en la camisa-. No es que fuera una imagen muy agradable.

– Estaba congelado -dijo Justin. Su tono de voz había cambiado a mejor, ahora que lo peor había pasado: tembloroso, exhausto, liberado-. La lluvia azotaba implacable, debíamos de estar a siete millones de grados bajo cero, el viento era frío como el hielo y estábamos de pie en el patio en ropa interior. Yo no tenía ni idea de por qué estábamos haciendo todo aquello; tenía el cerebro entumecido y sólo cumplía órdenes. Daniel lanzó toda nuestra ropa a la bolsa y comentó lo afortunados que éramos por no llevar abrigo. Yo me dispuse a meter también los zapatos, quería ayudar, pero dijo: «No, déjalos ahí. Ya me ocuparé de eso más tarde». Cuando Abby regresó con las toallas y la ropa, nos secamos y nos vestimos.

– Yo intenté preguntar de nuevo qué sucedía -intervino Rafe-, esta vez desde una distancia prudencial. Justin me miró como un cervatillo sorprendido por los faros de un coche. Daniel ni siquiera se dignó dirigirme la mirada; sencillamente se remetió la camisa por dentro de los pantalones y dijo: «Rafe, Abby, traed toda la ropa que tengáis para lavar, por favor. Si no tenéis ropa sucia, traed limpia». Entonces levantó la bolsa entre sus brazos y entró a grandes zancadas en la cocina, con los pies descalzos y Justin correteando tras él como un cachorrillo. No sé por qué, pero yo también fui en busca de mi ropa sucia.

– Tenía razón -observó Abby-. Si la policía hubiera llegado aquí antes de hacer la colada…, debía parecer una colada normal, no una lavadora puesta para borrar pruebas.

Rafe encogió un solo hombro.

– Lo que sea. Daniel puso la lavadora y se quedó plantado delante de ella, con el ceño fruncido, como si lo fascinara algún objeto misterioso. Estábamos todos en la cocina, de pie alrededor de él como una pandilla de inútiles, esperando a no sé qué, a que dijera algo, supongo, aunque…

– Yo únicamente veía el cuchillo -musitó Justin-. Rafe y Abby lo habían dejado allí, en el suelo de la cocina…

Rafe puso los ojos en blanco y señaló con la cabeza a Abby.

– Sí -confirmó ella-, yo tomé la decisión. Juzgué conveniente no tocar nada hasta que vosotros regresarais y urdiéramos un plan.

– Porque, por supuesto -me aclaró Rafe con ironía-, teníamos que urdir un plan. Con Daniel siempre hay un plan, ¿no es cierto? ¿A que es muy bonito saber que siempre se tiene un plan?

– Abby nos chillaba -dijo Justin-. Me gritaba: «¿Dónde demonios está Lexie?» al oído. Estuve a punto de desmayarme.

– Daniel dio media vuelta y nos miró consternado -continuó Rafe-, como si no supiera quiénes éramos. Justin intentó balbucear algo, pero sólo fue capaz de emitir un ruido espantoso, como si tuviera una arcada, y Daniel dio un salto de medio kilómetro y lo miró pestañeando. Entonces dijo: «Lexie está en esa casucha en ruinas que tanto le gusta. Está muerta. Suponía que Justin os lo había explicado». Y empezó a ponerse los calcetines.

– Justin nos lo había dicho -apuntó Abby en voz baja-, pero supongo que ambos ansiábamos que estuviera equivocado.

Un largo silencio. En la planta de arriba, el reloj del descansillo marcaba el avance inexorable del tiempo, lenta y pesadamente. En algún lugar, Daniel pisaba fuerte el acelerador y yo lo percibía, acercándose más a cada segundo, la vertiginosa velocidad de la carretera bajo sus neumáticos.

– ¿Y qué hicisteis luego? -pregunté-. ¿Sencillamente os fuisteis a dormir?

Se miraron. Justin empezó a reír, una carcajada aguda e inútil, y al cabo de un momento los demás se le sumaron.

– ¿Qué? -pregunté.

– No sé de qué nos reímos -comentó Abby, enjugándose los ojos e intentando recomponerse y adoptar una actitud severa, pero sólo consiguió que los muchachos volvieran a estallar en risotadas-. Por lo que más queráis… No fue divertido; de verdad, no lo fue. Sólo que…

– No te lo creerás -me advirtió Rafe-. Jugamos al póquer.

– Es cierto. Nos sentamos a la mesa y…

– Prácticamente teníamos un infarto cada vez que la lluvia azotaba la ventana…

– A Justin no dejaban de castañetearle los dientes; era como estar sentado al lado de un músico con unas maracas…

– ¿Y os acordáis de cuando el viento arremetió contra la puerta y Daniel se levantó con tal ímpetu que volcó su silla?

– ¡Mira quién fue a hablar! El noventa por ciento del tiempo yo podía verte todas las cartas que tenías en la mano. Tuviste suerte de que no estuviera de humor para hacer trampas, porque podría haberte desplumado…

Se solapaban unos a otros, parloteando como una pandilla de adolescentes recién salidos de un examen trascendental, atolondrados por el alivio.

– Madre de Dios -exclamó Justin, cerrando los ojos y apretándose el vaso contra la sien-. ¡Maldita partida de naipes! Se me sigue descolgando la mandíbula cuando la recuerdo. Daniel no dejaba de decir: «La única coartada fiable es una secuencia real de acontecimientos…».

– Los demás ni siquiera éramos capaces de formular frases enteras -indicó Rafe- y, en cambio, él se explayó filosofando acerca del arte de la coartada. Yo no habría sido capaz de ligar las palabras «coartada fiable».

– Nos hizo retroceder a todos el reloj hasta las once, justo antes de que todo degenerara en una pesadilla, regresar a la cocina y acabar de fregar los platos y recoger; luego nos hizo trasladarnos al salón y jugar a cartas como si nada hubiera ocurrido.

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