Tana French - En Piel Ajena

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Tarde o temprano, el pasado siempre vuelve.
Hacía mucho que Cassandra Maddox no oía hablar de Lexie Madison; en concreto cuatro años, cuando Frank Mackey, su superior en Operaciones Secretas, le ordenó infiltrarse en el mundillo de la droga bajo una nueva identidad: Alexandra Madison, estudiante del diversity College de Dublín. Después de aquella misión, abortada cuando fue apuñalada por un paranoico, Cassie se incorporó a Homicidios y más adelante a Violencia Doméstica, y el nombre de Lexie cayó inevitablemente en el olvido… Hasta el día en que, en un bosque a las afueras de Glenskehy, no muy lejos de Dublín, se halla el cadáver de una joven identificada como Lexie Madison. La noticia sume a Cassie en el desconcierto. «Aquella joven era yo»: sus mismos ojos, su nariz respingona; ambas son como dos gotas de agua. Aprovechando esta inexplicable coincidencia, Mackey urde un plan tan ingenioso como arriesgado para descubrir al asesino: «resucitar» milagrosamente a Lexie ante la opinión publica y hacer que Cassie adopte, por segunda vez, su antigua identidad.
Seducida por el reto, Cassie se instala en Whitethorn House, donde Lexie convivía en aparente armonía con cuatro excéntricos estudiantes, sobre quienes recaen todas las sospechas. Mientras trata de echar abajo las coartadas de cada uno ellos, Cassie empezará a sentirse fascinanada por la mujer que le «robó» su creación y por este grupo tan peculiar, en especial su líder… Una fascinación que alterará el devenir de la investigación y pondrá en peligro su vida.

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»Así que regresé a casa. Fue horrible. Tardé… bueno, si Rafe está en lo cierto, supongo que no debí de tardar tanto… No lo sé. Me perdí. Había lugares desde los que yo sabía que debería haber divisado las luces de casa, pero no era así; todo estaba negro en kilómetros a la redonda. Tenía el convencimiento de que la casa había desaparecido; sólo veía setos y senderos, infinitos, un laberinto infinito del que jamás lograría salir, nunca más volvería a amanecer. Tenía la impresión de que había centenares de ojos posados sobre mí, encaramados a los árboles, ocultos entre la maleza… no sabía a quién ni a qué pertenecían… simplemente me observaban, y reían. Estaba aterrorizado. Cuando al fin vi la casa, apenas un débil destello dorado sobre los arbustos, sentí tal alivio que estuve a punto de gritar. Lo siguiente que recuerdo es abrir la puerta de un empujón.

– Parecía el protagonista de El grito -apuntó Rafe-, aunque manchado de barro. Y hablaba sin coherencia; parte de lo que salía de sus labios no eran más que farfullos, como si estuviera hablando en otros idiomas. Apenas logramos descifrar que tenía que regresar y que Daniel había insistido en que nosotros nos quedáramos aquí. Yo, personalmente, pensé que no estaba para acatar órdenes de Daniel, quería averiguar qué estaba ocurriendo, pero cuando empecé a ponerme el abrigo, Justin y Abby sufrieron tal episodio de histeria que claudiqué.

– Fue lo mejor que pudiste hacer -opinó Abby con frialdad. Volvía a estar concentrada en la muñeca, con el cabello cubriéndole el rostro, ocultándoselo, e incluso desde el otro lado del salón supe que sus puntadas eran gigantescas, flojas e inservibles-. ¿Podrías haber sido de alguna utilidad?

Rafe se encogió de hombros.

– Nunca lo sabremos. Yo conozco esa casucha; si Justin me hubiera dicho adonde se dirigía, podría haber ido en su lugar y él podría haberse quedado aquí y haberse recompuesto. Pero según parece, eso no era lo que Daniel había previsto.

– Sus razones tendría.

– De eso estoy seguro -replicó Rafe-. Segurísimo, a decir verdad. De manera que Justin empezó a ir de aquí a allá en estado de excitación, cogiendo cosas y tartamudeando, y luego salió disparado de nuevo.

– Ni siquiera recuerdo cómo regresé a la casita -aclaró Justin retomando el hilo-. Después estaba completamente manchado de barro, hasta las rodillas. Quizá me cayera en el camino, no lo sé. Y tenía las manos llenas de arañazos; supongo que debí de agarrarme a los setos para mantenerme en pie. Daniel seguía sentado junto a ti; dudo que se hubiera movido desde que me fui. Me miró (sus gafas estaban manchadas de gotas de lluvia) y ¿sabes qué dijo? Dijo: «Esta lluvia nos va a venir muy bien. Si sigue lloviendo, habrá borrado los restos de sangre y las huellas dactilares para cuando llegue la policía».

Rafe se removió, un movimiento inquieto y repentino que hizo chirriar los muelles del sofá.

– Yo me quedé allí, mirándolo impertérrito. Lo único que oí fue «policía» y, para ser honesto, no entendía qué tenía que ver la policía con todo aquel asunto, pero aun así estaba aterrorizado. Alzó la vista, la bajó y dijo: «No llevas guantes».

– Con Lexie allí a su lado… -musitó Rafe, sin dirigirse a nadie en particular-. ¡Qué encantador!

– Se me habían olvidado los guantes. Con todo aquello estaba…, bueno, puedes hacerte una idea. Daniel resopló y se puso en pie; ni siquiera parecía tener prisa; limpió sus gafas con el pañuelo. Luego me lo tendió y yo intenté cogerlo. Pensé que me lo ofrecía para que yo también me limpiara las gafas, pero lo apartó bruscamente y me preguntó, irritado: «¿Las llaves?». Las saqué, él las cogió y las limpió. Entonces fue cuando caí en la cuenta de la función de aquel pañuelo. Él… -Justin se removió en su butaca, como si anduviera buscando algo, pero no estuviera seguro de qué-. ¿Recuerdas algo de todo esto?

– No lo sé -contesté, con un leve encogimiento convulsivo. Seguía sin mirarlo, salvo de reojo, y empezaba a ponerse nervioso-. Si lo recordara, no te lo habría preguntado, ¿no crees?

– Claro, claro. -Justin se ajustó las gafas-. Bueno. Entonces Daniel… Tenías las manos como caídas en el regazo y estaban todas… Te levantó los brazos estirando de las mangas para poder introducirte las llaves en el bolsillo del abrigo. Luego las soltó y tu brazo… sencillamente se desplomó, Lexie, como si fueras una muñeca de trapo, con un ruido sordo espantoso… Yo pensé que no podía seguir contemplando aquello, de verdad que no podía. Daniel tenía la linterna encendida, te enfocaba para ver mejor, pero yo me di la vuelta y dejé vagar la mirada en el campo; rogué por que Daniel pensara que estaba vigilando que nadie se acercara. Entonces dijo: «El monedero» y luego: «La linterna», y yo se los di, pero no sé qué hizo con ellos; se oían ruidos como de refriega, pero preferí no pensar en ello… -Respiró profúndamete, temblando-. Tardó una eternidad. El viento empezaba a cobrar fuerza y se oían ruidos por todos sitios, susurros y crujidos y sonidos como pequeños roces… No sé cómo te atreves a caminar por ahí de noche. La lluvia arreciaba, pero sólo por zonas; los negros nubarrones avanzaban raudos por el cielo y cada vez que salía la luna el bosque parecía cobrar vida. Quizá fuera sólo la conmoción, como dice Abby, pero yo creo… No lo sé. Quizás algunos sitios sencillamente no son buenos. No son buenos para uno. Para la mente.

Sus ojos estaban fijos en algún punto del centro del salón, con la mirada perdida, recordando. Pensé en aquella pequeña e inconfundible descarga repentina en mi nuca y me pregunté, por vez primera, con qué frecuencia John Naylor me había estado persiguiendo.

– Finalmente, Daniel se puso en pie y dijo: «Ya está. Vámonos». Di media vuelta y… -tragó saliva- te alumbré con la linterna. Tenías la cabeza como caída sobre un hombro y llovía sobre ti, gotas de lluvia te resbalaban por la cara; parecía que hubieras estado llorando dormida, como si hubieras tenido una pesadilla… No podía… No podía soportar la idea de dejarte allí así, sin más. Quería quedarme contigo hasta que amaneciera o al menos hasta que dejara de llover, pero cuando se lo dije a Daniel me miró como si hubiera perdido la chaveta. Así que le dije que, como mínimo, teníamos que ponerte a cubierto de la lluvia. Al principio se negó también, pero cuando vio que yo no pensaba moverme de allí si no lo hacíamos, de que tendría que arrastrarme de los pelos si quería que volviera a casa, cedió. Estaba hecho una furia; no paraba de decir que sería culpa mía si acabábamos en la cárcel, pero a mí no me importaba. Así que…

Justin tenía las mejillas mojadas, pero no parecía percatarse de ello.

– Pesabas tanto… -continuó- y eres tan poquita cosa. Yo te he levantado un millón de veces; pensé… Era como arrastrar un inmenso saco de arena mojada. Y estabas tan fría y tan… tu cara era distinta, como de una muñeca. Me costaba creer que fueras tú. Te metimos en la habitación techada e intenté que estuvieras…, que hiciera… ¡Hacía tanto frío! Yo quería cubrirte con mi jersey, pero sabía que Daniel se enfurecería si lo intentaba, que me pegaría o lo que fuera… Andaba frotándolo todo con su pañuelo, incluso tu cara, donde yo te había tocado, y el cuello, en el punto en el que te había tomado las pulsaciones… Arrancó una rama de los arbustos que hay frente a la puerta y barrió toda la estancia, supongo que para borrar nuestras huellas. Tenía un aspecto… ¡Dios!… grotesco. Caminaba hacia atrás por aquella habitación fantasmagórica, encorvado sobre aquella rama, barriendo. La linterna alumbraba a través de sus dedos y formaba inmensas sombras que se deslizaban sobre las paredes.

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