Yo misma me quedé atónita cuando rompí a llorar. No lloraba desde hacía meses, ni por Rob, ni por mi carrera dilapidada en Homicidios ni por ninguno de los terribles aludes de la Operación Vestal… y, sin embargo, entonces lloré. Me tapé la boca con la manga del jersey y lloré hasta desgañitarme, por Lexie en cada una de sus caras, por el bebé cuyo rostro nadie conocería jamás, por Abby dando vueltas sobre sí misma en la hierba, bajo la luz de la luna, y Daniel sonriendo mientras la miraba, por las manos expertas de Rafe deslizándose sobre el piano y por Justin besándome la frente, por lo que les había hecho y por lo que estaba a punto de hacerles, por un millón de cosas perdidas, por la velocidad salvaje de aquel coche, por lo despiadadamente rápido que nos estaba conduciendo a nuestro destino.
Al cabo de un rato, Abby abrió la guantera y me pasó un paquete de pañuelos. Llevaba su ventanilla abierta y el largo rugido del aire sonaba como un viento huracanado entre las copas de los árboles, y era tal la paz que reinaba en aquel coche que sólo podía llorar.
En cuanto Justin aparcó en los establos, yo salté del coche y salí de estampida hacia la casa, levantando a mi paso los guijarros en el sendero. Nadie me llamó. Introduje mi llave en la cerradura, dejé la puerta abierta de par en par y subí las escaleras de dos en dos para encerrarme en mi habitación.
Creí que transcurría un siglo antes de que los demás entraran (la puerta cerrándose, susurros solapados rápidos en el salón), pero en realidad tardaron menos de sesenta segundos: tenía la vista clavada en el reloj. Les concedí unos diez minutos. Era lo mínimo que necesitaban para cotejar sus experiencias por primera vez en el día y que el pánico cundiera entre ellos. Si les concedía más tiempo, Abby recobraría la compostura y metería a los chicos en vereda.
Durante aquellos diez minutos escuché las voces en la planta inferior, tensas, apagadas y rayanas en la histeria. Entre tanto, me prepare. El sol vespertino se filtraba a través de la ventana y bañaba mi dormitorio, y el aire resplandecía con tal intensidad que me sentía ingrávida, suspendida en ámbar; cada uno de mis movimientos era tan claro, rítmico y calculado que parecía formar parte de un ritual que llevara coreografiando toda mi vida. Mis manos parecían moverse por voluntad propia, alisar mi faja (empezaba a estar ya bastante mugrienta, ya que no era una prenda que pudiera meter precisamente en la lavadora), tirar de ella, remeter el borde por dentro de mis tejanos, recolocar mi pistola en su sitio, con la misma calma y precisión que si me quedara por delante toda la vida y un día. Pensé en aquella tarde a eones de distancia, en mi apartamento, cuando me había vestido con la ropa de Lexie por vez primera: recordé la sensación de embutirme en una armadura, un atuendo ceremonial, y recordé también que me sobrevinieron unas ganas terribles de estallar en carcajadas por un sentimiento parecido a la pura felicidad.
Cuando se consumieron los diez minutos, abrí la puerta en la que estaba apoyada, la puerta de aquella habitación luminosa y con fragancia a lirios de los valles, y escuché las voces de la planta inferior apagarse, hasta sumirse en un silencio sepulcral. Me lavé la cara en el cuarto de baño, me la sequé cuidadosamente y coloqué mi toalla entre las de Abby y Daniel. Mi rostro en el espejo se me antojó muy extraño, pálido, con los ojos enormes, observándome con una mirada crucial e inescrutable de advertencia. Me bajé el jersey y comprobé que el bulto de mi pistola no se notara. Luego descendí las escaleras.
Estaban en el salón, los tres. Antes de que me vieran, me detuve un instante a contemplarlos desde el vano de la puerta. Rafe estaba despatarrado en el sofá, pasándose una baraja de cartas de mano en mano dibujando un arco rápido e impaciente. Abby, acurrucada en su sillón, tenía la cabeza gacha sobre la muñeca y se mordía con fuerza el labio inferior; intentaba coser, pero tenía que repetir cada puntada unas tres veces. Justin estaba sentado en uno de los butacones con un libro y, por algún motivo, fue él quien estuvo a punto de romperme el corazón: aquellos hombros estrechos y encorvados, el zurcido en la manga de su jersey, aquellas largas manos colgadas de unas muñecas tan delgadas y vulnerables como las de un crío. La mesita del café estaba cubierta de vasos y botellas de vodka, tónica y zumo de naranja; había salpicado líquido en la mesa, pero nadie se había molestado en limpiarlo. En el suelo, las sombras de la hiedra se enroscaban como recortables a través de la luz del sol.
Levantaron la cabeza, uno a uno, y volvieron sus rostros hacia mí, inexpresivos y vigilantes como aquel primer día en las escaleras.
– ¿Cómo estás? -preguntó Abby.
Me encogí de hombros.
– Sírvete una copa -me invitó Rafe, señalando la mesa con la cabeza-. Si quieres algo que no sea vodka, ve a buscarlo tú misma.
– Empiezo a recordar cosas -anuncié. Un largo haz solar atravesaba las planchas de madera del suelo, a mis pies, y hacía que el barniz recién pintado resplandeciera como el agua. Dejé vagar la vista en aquel efecto-. Fragmentos de aquella noche. Los médicos me advirtieron que podía ocurrir.
Un trino y el ruido de las cartas otra vez.
– Ya lo sabemos -me informó Rafe.
– Nos han dejado mirar -explicó Abby en voz baja- mientras hablabas con Mackey.
Levanté la cabeza y los miré anonadada, boquiabierta.
– ¿Y se puede saber cuándo pensabais decírmelo? -pregunté transcurrido un instante-, si es que pensabais hacerlo, claro está.
– Te lo estamos diciendo ahora -replicó Rafe.
– ¡Idos a la mierda! -exclamé, y el temblor de mi voz sonó como si estuviera a punto de romper a llorar otra vez-. ¡Idos todos a la mierda! ¿Acaso os creéis que soy tonta? Mackey se ha portado como un capullo integral conmigo y yo he mantenido la boca cerrada porque no quería acarrearos problemas. Y en cambio vosotros pensabais consentir que yo quedara como una idiota el resto de nuestras vidas, mientras todos sabíais que… -me tapé la boca con la muñeca.
Abby respondió muy lenta y cuidadosamente.
– Has mantenido la boca cerrada.
– No debería haberlo hecho… -Mis palabras se ahogaron en mi muñeca-. Tendría que haberle contado todo lo que recuerdo y haber dejado que os las apañaseis solitos.
– ¿Qué más… -empezó a preguntar Abby- qué más recuerdas?
Me parecía que el corazón se me iba a salir del pecho en cualquier momento. Si me equivocaba, entonces estaría cavando mi propia tumba y cada segundo de aquel mes habría sido en vano. Haberme infiltrado en aquellas cuatro vidas, herir a Sam, arriesgar mi trabajo: todo eso para nada. Estaba poniendo toda la carne en el asador sin tener ni puñetera idea de si iba a quemarme o no la mano. En aquel instante pensé en Lexie, en el hecho de que hubiera vivido así toda su vida, apostándolo todo a ciegas; también pensé en el precio que había pagado al final.
– La chaqueta -dije-. La nota en el bolsillo de la chaqueta.
Por un instante pensé que había perdido. Sus rostros, alzados hacia mí, eran rotundamente inexpresivos, como si mis palabras no significaran nada para ellos. Me encontraba ya calibrando modos de dar marcha atrás (¿un sueño durante el coma?, ¿una alucinación provocada por la morfina?) cuando Justin exclamó con un levísimo suspiro de devastación:
– ¡Dios mío!
«Antes no te llevabas el tabaco cuando salías a pasear por la noche», había dicho Daniel. Había estado tan concentrada en disimular mi desliz que había tardado días en percatarme de algo: yo había quemado la nota de Ned. Pero si Lexie no llevaba un mechero encima, entonces, salvo que comiera papel, cosa que era un tanto extrema incluso para ella, no tenía modo alguno y rápido de deshacerse de aquellas notas. Quizás había rasgado alguna en mil pedazos de camino a casa, había tirado los pedacitos en los setos a su paso, como un oscuro reguero a lo Hansel y Gretel; o tal vez ni siquiera había querido dejar ese rastro y se había guardado las notas en el bolsillo para tirarlas por el váter o quemarlas más tarde, en casa.
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