– Quedarás bien -comenté-. Amanda no permitiría lo contrario.
– Si depende de ella, muerto tendré mejor aspecto que en vida. Y también estaré mejor vestido.
Volví al tema de mi padre.
– ¿Tienes idea de por qué mi padre mató a esos chicos?
– No, pero como he dicho, Will no se salía de sus casillas así como así. Debieron de pasarse mucho de la raya.
Bebió un poco más de agua colocándose la mano izquierda bajo la barbilla para evitar que se derramara. Cuando bajó el vaso, respiraba trabajosamente, y supe que se me acababa el tiempo con él.
– ¿Qué impresión te dio los días antes de aquello? Es decir, ¿se le veía triste, alterado?
– No, estaba igual que siempre. No noté nada especial. Pero esa semana no lo vi mucho. Él hacía el turno de ocho a cuatro, y yo el de cuatro a doce. Nos saludamos al cruzarnos, pero poco más. No, anduvo toda la semana con Jimmy Gallagher. Deberías hablar con él. Él estuvo con tu padre el día del homicidio.
– ¿Cómo?
– Jimmy y tu padre, siempre quedaban para el cumpleaños de Jimmy. Nunca fallaban.
– A mí me dijo que ese día no se vieron. Jimmy no estaba de servicio. Había hecho una detención sonada -dijo-, por un asunto de drogas.
Un día libre era una recompensa por una detención de peso. Se rellenaba un «28», se presentaba en la administración de la comisaría, al secretario del capitán. La mayoría de los agentes le daban un par de dólares, o quizás una botella de Chivas obtenida por acompañar al dueño de una licorería al banco, a fin de asegurarse de que el día libre caía en una fecha propicia. Era una de las ventajas de ocuparse del papeleo en la comisaría.
– Es posible -dijo Eddie-, pero estuvieron juntos el día que tu padre mató a aquellos dos chicos. Lo recuerdo. Jimmy vino a buscar a tu padre cuando él acababa su turno.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Vino a la comisaría. Incluso sustituí a Will para que pudiese marcharse antes. Se proponían empezar a beber en el Cal's y terminar en el Club de Pesca.
– ¿El qué?
– El Club de Pesca de Greenwich Village, en Horario Street. Venía a ser un establecimiento sólo para socios o algo así. Veinticinco centavos la lata.
Me recliné en mi asiento. Jimmy me había asegurado que no estuvo con mi padre el día del homicidio. Y ahora Eddie Grace lo contradecía a las claras.
– ¿Viste a Jimmy en la comisaría?
– ¿Es que estás sordo? Acabo de decírtelo. Lo vi reunirse con tu padre, los vi a los dos marcharse juntos. ¿Te ha dicho él algo distinto?
– Sí.
– Ah -repitió Grace-. Quizá le falla la memoria.
Se me ocurrió una idea.
– Eddie, ¿Jimmy y tú seguís en contacto?
– No, apenas. -Contrajo los labios en una expresión de desagrado. Me dio que pensar. Allí había algo, algo entre Jimmy y Eddie.
– ¿Sabe que has vuelto a Pearl River? -pregunté.
– Puede ser, si alguien se lo ha dicho. No ha venido a verme, por si te refieres a eso.
Caí en la cuenta de que me había puesto tenso, echándome hacia delante en la silla. Eddie también lo advirtió.
– Soy un viejo y estoy muriéndome -dijo-. No tengo nada que esconder. Yo apreciaba a tu padre. Era un buen policía. Jimmy también era un buen policía. No sé por qué te habrá mentido sobre tu padre, pero puedes decirle que has hablado conmigo. Si quieres, dile de mi parte que debe decir la verdad.
Esperé. Eddie no había acabado.
– No sé qué esperas sacar de esto -continuó-. Tu padre cometió el delito por el que lo acusaron. Mató a aquellos dos jóvenes y luego se suicidó.
– Quiero saber por qué.
– Tal vez no haya un porqué. ¿Puedes aceptar eso?
– Es cuestión de intentarlo.
Me planteé contarle algo más, pero al final pregunté:
– Tú te habrías enterado si mi padre hubiese… andado por ahí con otras mujeres, ¿verdad?
Eddie se tambaleó un poco y se echó a reír. Eso le provocó otro acceso de tos, y tuve que servirle un poco más de agua.
– Tu padre no «andaba por ahí» -dijo cuando se recuperó-. No era su estilo.
Respiró hondo varias veces y percibí un brillo en su mirada. Me resultó desagradable, como si lo hubiera sorprendido comiéndose con los ojos a una chica que pasaba por la calle y hubiese presenciado después cómo se desarrollaba en su mente una fantasía sexual.
– Pero era humano -prosiguió-. Todos cometemos errores. ¿Quién sabe? ¿Alguien te ha dicho algo?
Me miró con atención, y el brillo seguía allí.
– No -respondí-. Nadie me ha dicho nada.
Me sostuvo la mirada todavía un momento; luego asintió con la cabeza.
– Eres un buen hijo. Ayúdame a levantarme, ¿quieres? Creo que iré a ver la tele un rato. Todavía me queda una hora hasta que esos malditos medicamentos me duerman otra vez.
Lo sujeté mientras abandonaba la silla y lo acompañé a la sala de estar, donde se acomodó en el sofá con los mandos a distancia y puso un programa concurso. El sonido atrajo a Amanda, que estaba en el piso de arriba.
– ¿Ya habéis acabado? -preguntó.
– Eso creo -contesté-. Ya me voy. Gracias por tu tiempo, Eddie.
El anciano levantó el mando en un gesto de despedida, pero no apartó la mirada del televisor. Cuando Amanda me acompañaba a la puerta, Eddie volvió a hablar.
– Charlie.
Regresé. Él tenía la mirada fija en el televisor.
– En cuanto a Jimmy… -Aguardé-. Teníamos buenas relaciones, pero, entiéndeme, no éramos amigos íntimos. -Golpeteó el brazo del sofá con el mando-. No se puede confiar en un hombre cuya vida entera es una mentira. Sólo quería decirte eso.
Apretó un botón para cambiar de canal y puso un culebrón vespertino. Regresé a donde me esperaba Amanda.
– ¿Qué? ¿Te ha ayudado?
– Sí -contesté-. Los dos me habéis ayudado.
Sonrió y me dio un beso en la mejilla.
– Espero que encuentres lo que andas buscando, Charlie.
– Tienes mi número -dije-. Tenme informado de cómo siguen las cosas con tu padre.
– Lo haré -respondió ella. Tomó un papel de la consola del teléfono y anotó un número-. Mi móvil, por si acaso.
– Si hubiese sabido que era tan fácil conseguir tu número, te lo habría pedido hace mucho tiempo.
– Tenías mi número -dijo-. Sólo que nunca lo utilizaste.
Dicho esto cerró la puerta, y yo me marché cuesta abajo hacia el Muddy Brook Café, donde me esperaba Walter para llevarme al aeropuerto.
Sentí frustración por tener que marcharme de Nueva York sin obtener respuesta a las preguntas sobre el paradero de Jimmy Gallagher el día que mi padre se convirtió en asesino, pero no me quedaba más remedio: estaba en deuda con Dave Evans, y éste había dejado muy claro que me necesitaba en el Bear la mayor parte de la semana entrante. Por otro lado, la palabra de Eddie era mi única prueba de que Jimmy y mi padre se habían visto aquel día. Quizás Eddie estaba confundido, y yo quería constatar los hechos antes de llamar embustero a la cara a Jimmy Gallagher.
Recogí el coche en el Portland Jetport y volví a casa con el tiempo justo para ducharme y cambiarme de ropa. Inconscientemente, me encaminé hacia casa de los Johnson en busca de Walter, pero de pronto recordé dónde estaba mi perro y me sumí en un desánimo del que sabía que no iba a salir en toda la noche.
Pasé la mayor parte de la velada detrás de la barra con Gary. A pesar de la considerable concurrencia, dispuse de algún que otro rato para charlar con los clientes e incluso para ocuparme del papeleo en el despacho de la trastienda. El único momento emocionante se produjo cuando un adicto a los esteroides, tras despojarse de sus capas de ropa invernal y quedarse sólo con una camiseta de tirantes y un pantalón corto de gimnasia manchado, se acercó a una rubia llamada Hillary Herman, que medía un metro cincuenta y cinco y, por su aspecto, daba la impresión de que una suave brisa podía llevársela igual que a una hoja. Cuando Hillary dio la espalda a aquel individuo y sus proposiciones, él cometió la estupidez de apoyar la mano en su hombro en un esfuerzo por recuperar su atención, momento en que Hillary, que era la experta en judo oficial del Departamento de Policía de Portland, giró sobre los talones y le dobló el brazo a su pretendiente por detrás de la espalda hasta el punto de obligarlo a tocar el suelo con la frente y las rodillas simultáneamente. Acto seguido, lo acompañó a la puerta, lo arrojó a la nieve y lanzó su ropa detrás de él. Los compinches del individuo parecieron tentados de manifestar su descontento, pero gracias a la intervención de los otros policías de Portland con quienes Hillary tomaba unas copas, ella se ahorró tener que echar a patadas también a los otros.
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