Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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– Tal vez por la ventana. Sachs, ¿comprobaste la salida de incendios?

– No. La ventana estaba cerrada desde el interior.

– En cualquier caso, deberías haberlo comprobado -dijo Rhyme cortante.

– Pero no entró por ahí. No tuvo tiempo.

– Bueno, entonces debía de tener las llaves de la víctima -dijo el criminalista.

– No dejó huellas en las llaves -refutó Sachs-. Sólo encontramos las de la víctima.

– Pero debía de tenerlas -insistió Rhyme.

– No -intervino Kara-. Forzó la cerradura.

– Imposible -dijo Rhyme-. O tal vez él había entrado antes e hizo una copia de las llaves. Sachs, deberías volver y comprobar si…

– Forzó la cerradura -insistió la joven con firmeza-. Se lo garantizo.

Rhyme hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Tardó sesenta segundos en forzar dos puertas? No es posible hacerlo.

– Lo siento -suspiró Kara-, pero así es. En sesenta segundos forzó dos puertas, y es posible que incluso le llevara menos tiempo.

– Bueno, pongamos que no lo consiguió -dijo Rhyme desdeñando su propuesta-. Ahora…

– Supongamos que lo consiguió -le espetó la joven-. Mire, no podemos ignorarlo. Es algo que nos da información sobre él, algo importante: que las puertas cerradas ni siquiera reducen la velocidad a la que trabaja.

Rhyme miró a Sellitto, y éste dijo:

– Tengo que decir que cuando trabajé en Larceny trinqué a una docena de ladrones y ninguno de ellos podía abrir cerraduras a esa velocidad.

– El señor Balzac me hizo practicar esa técnica diez horas por semana -dijo Kara-. No llevo encima mi equipo, pero si lo tuviera, podría abrir la puerta principal de esta casa en treinta segundos, y el cerrojo en sesenta. Y yo no sé cómo se restriega una cerradura. Si El Prestidigitador sabe hacerlo, podría reducir ese tiempo a la mitad. Bueno, sé que a ustedes les gusta todo esto de las pruebas. Pero harían perder el tiempo a Amelia si la hacen ir allí en busca de algo que no va a estar.

– ¿Estás segura? -le preguntó Sellitto.

– Si no se fían de mi opinión, ¿por qué quieren que les ayude?

Sachs miró a Rhyme y éste aceptó la versión de Kara a regañadientes, expresando su asentimiento con un glacial movimiento de cabeza (aunque en su interior le alegraba ver que la joven había demostrado tener agallas; aquella intervención compensó enormemente La Mirada y La Sonrisa).

– Vale -le dijo a Thom-, pues anota en la pizarra que nuestro chico es también un maestro en forzar cerraduras.

Sachs continuó.

– No hay pistas de lo que usó El Prestidigitador para dejarle sin sentido. Hay un traumatismo producido por un objeto romo. Parece que fue una tubería, probablemente. Pero también se la llevó.

El informe del Departamento de Huellas ya había llegado. Ochenta y nueve huellas independientes tomadas de zonas de la escena del crimen próximas a la víctima y de lugares que era probable que El Prestidigitador hubiera tocado. Pero Rhyme advirtió de inmediato que algunas tenían un aspecto raro y, examinándolas más de cerca, pudo comprobar que procedían de las fundas de los dedos. No se molestó en inspeccionar las otras.

Volviendo a las pruebas que había recogido Sachs en la escena del crimen, descubrieron unas cantidades minúsculas del mismo aceite mineral que habían encontrado en la Escuela de Música aquella misma mañana, así como de látex, maquillaje y fibras de alginato.

Entró una llamada del detective Kuan, de la Comisaría Novena, quien informó de que tras buscar en los contenedores de basura de los alrededores del bloque donde vivía Calvert, no habían encontrado el atuendo que empleó el asesino para disfrazarse, ni las armas que utilizó. Rhyme le dio las gracias y le pidió que continuaran con ello. El detective dijo que sí, pero con tan poco entusiasmo que Rhyme se dio cuenta de que la búsqueda había finalizado.

– ¿Dijiste que rompió el reloj de Calvert? -le preguntó el criminalista a Sachs.

– Sí. A las doce del mediodía exactamente; pasados unos segundos.

– Y la otra víctima fue a las ocho. Sigue un horario, al parecer. Y es probable que tenga a otra persona preparada para las cuatro de la tarde.

Quedaban menos de tres horas.

– No ha habido suerte con el espejo -continuó Cooper-. No aparece el nombre del fabricante. Debía de estar en el marco, pero él lo raspó. Hay unas cuantas huellas de verdad, pero sobre ellas están las de los dedos falsos, así que supongo que pertenecen al dependiente que le vendió el espejo, o al fabricante. De todas formas, las mandaré al AFIS.

– Tengo unos zapatos -dijo Sachs levantando una bolsa que sacó de una caja de cartón.

– ¿Son suyos?

– Casi con seguridad. Son de la misma marca, Ecco, que los que encontramos en la Escuela de Música; y del mismo tamaño.

– Los dejó intencionadamente. ¿Por qué? -se preguntó Sellitto.

– Es probable -sugirió Rhyme- que pensara que ya sabemos que los que llevaba en el primer crimen eran unos Ecco, y temía que los agentes que respondieron a la llamada se dieran cuenta de que una anciana llevaba esos zapatos.

Al examinarlos, Mel Cooper dijo:

– Tenemos unos buenos restos en la hendidura que hay delante del talón y entre la suela y la parte de arriba. -Abrió una bolsa y raspó esos materiales-. El cuerno de la abundancia -bromeó distraído, y se inclinó sobre los restos de tierra.

No se podía afirmar que fuera una cornucopia, pero los residuos eran, desde el punto de vista forense, tan grandes como una montaña, y podían revelar muchísima información.

– Ponló en el microscopio, Mel -ordenó Rhyme-; veamos lo que hay.

El microscopio sigue siendo un aparato fundamental en un laboratorio forense y, aunque ha habido muchos avances a lo largo de los años, la teoría que rige el instrumento no difiere de la del humilde instrumento que inventó en el siglo XVI Antonie van Leeuvenhoek en los Países Bajos.

Además de un prehistórico microscopio electrónico que apenas utilizaba, Rhyme tenía otros dos aparatos en su laboratorio casero. Uno era un microscopio compuesto Leitz Orthoplan, un modelo antiguo pero en el que confiaba a ojos cerrados. Tenía tres oculares: dos para el operario y otro en el centro que era una cámara.

El segundo, el que estaba preparando en ese momento Cooper, era un microscopio estereoscópico, el mismo que había utilizado el técnico para examinar las fibras de la primera escena del crimen. Estos instrumentos tienen una capacidad de ampliación relativamente reducida y se emplean para analizar objetos tridimensionales, como insectos y material vegetal.

La imagen apareció en la pantalla del ordenador para que pudieran verla Rhyme y todos los demás.

Los estudiantes de primer año que se preparan para criminalistas invariablemente examinan las pruebas aplicando la máxima potencia que les ofrece el microscopio. Pero, en realidad, la ampliación más adecuada para pruebas forenses suele ser bastante baja. Cooper comenzó con cuatro aumentos, y luego subió a treinta.

– ¡Eh! Enfoca, enfoca -gritó Rhyme.

Cooper ajustó el grueso enfoque de alta precisión del objetivo de manera que la imagen del material podía verse con total claridad.

– Vale. Ahora, recorrámoslo -dijo Rhyme.

El técnico fue cambiando el punto de vista con giros imperceptibles de los controles. Conforme lo hacía, iban pasando por la pantalla cientos de formas, algunas negras, otras rojas o verdes, otras traslúcidas. Rhyme se sintió, como le pasaba siempre que miraba por el ocular de un microscopio, un voyeur que espiaba un mundo sobre el que no tenemos conciencia al que estaban sometiendo a examen.

Y un mundo que también podía desvelar muchas cosas.

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