Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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– ¿Te esperabas que fuera así? -continuó Grady.

– Creo que no -contestó Bell con su acento sureño-. Yo pensaba que tendría un aspecto más pueblerino, que se parecería más uno de esos fanáticos de manual, ¿sabes a los que me refiero? Pero ese tipo tiene unos modales bastante notables. El meollo de la cuestión, Charles, es que él no se siente culpable.

– Desde luego que no. -Grady hizo una mueca-. Va a ser difícil condenarle. -Soltó una risa irónica-. Pero para eso me dan los buenos billetitos que gano. -Grady ganaba menos que un abogado recién incorporado a un bufete de Wall Street.

– ¿Se sabe algo más del robo en tu oficina? -preguntó Bell-. ¿Está preparado ya el informe preliminar? Necesito verlo.

– Están en ello. Nos encargaremos de que te envíen una copia.

– Y hay otro asunto del que tenemos que ocuparnos -siguió Bell-. Dejaré a mis chicos y chicas contigo y con tu familia, pero no tienes más que llamarme por teléfono para que me presente donde tú me digas.

– Gracias, detective. Mi hija te envía recuerdos. A ver si organizamos una reunión con ella y tus chicos. Y a ver si conocemos también a tu amiga…, ¿dónde me dijiste que vive?

– Lucy está en Carolina del Norte.

– ¿Es también policía, verdad?

– Sí. Es jefa interina del Departamento del Sheriff. En la gran metrópolis de Tanner's Corner [11].

Luis Martínez advirtió que Grady hacía ademán de dirigirse a la puerta y se acercó de inmediato al fiscal adjunto.

– ¿Puede esperarme aquí un momento, Charles? -El guardaespaldas abandonó la zona de seguridad y fue a recuperar su arma del guardia que la tenía en custodia y que vigilaba atentamente la pasarela y el puente.

Fue entonces cuando oyeron una suave voz a sus espaldas.

– ¡Hola, señorita!

Sachs detectó en esas palabras una cadencia especial, modulada a partir de una amplia experiencia en el sector servicios y en contacto con el público. Se volvió y vio a Andrew Constable, que estaba de pie junto a un enorme guardia. El detenido era bastante alto, y se mantenía en una postura totalmente erguida. Tenía el pelo salpicado de canas, ondulado y abundante. Junto a él estaba su abogado, bajito y gordo.

– ¿Forma parte del equipo que cuida del señor Grady?

– Andrew -le advirtió su abogado.

El detenido asintió, pero mantuvo una ceja levantada mientras miraba a Sachs.

– Yo no estoy en este caso -explicó ella, eximiéndose de todo compromiso.

– ¡Ah!, ¿no? Iba a contarle ahora precisamente lo que le acabo de contar al detective Bell. Con franqueza, no sé nada de esas amenazas al señor Grady. -Se volvió hacia Bell, quien le devolvió la mirada. El policía de Tarheel podía parecer tímido y reservado a veces, pero nunca se mostraba así cuando se enfrentaba a un sospechoso. En aquella ocasión, lanzó al acusado una mirada impasible como respuesta.

– Usted tiene que hacer su trabajo, yo lo entiendo. Pero créame, yo no le haría daño al señor Grady. Una de las cosas que ha hecho grande a este país es el juego limpio. -Una risa-. Yo le ganaré en el juicio. Y lo haré gracias a mi brillante amigo. -Señaló a su abogado. Luego miró con curiosidad a Bell-. Hay una cosa que me gustaría mencionar, detective. Me pregunto si le interesaría a usted saber lo que han estado haciendo mis Patriotas en Canton Falls.

– ¿A mí?

– Bueno, no me refiero a esa tontería de la conspiración, que no tiene ningún sentido. A lo que me refiero es a lo que realmente nos mueve.

– Vamos, Andrew, es mejor que mantengas la boca cerrada -le advirtió el abogado.

– Pero si sólo estamos conversando, Joe. -Lanzó otra mirada a Bell-. ¿Qué opina usted?

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó Bell con frialdad.

A pesar de la evidente alusión al racismo y las raíces sureñas del detective, éste no entró al trapo.

– Los derechos de los Estados, los trabajadores, el gobierno local frente al federal… Debería consultar nuestro sitio web, detective. -Se rió-. La gente cree que se va a encontrar con esvásticas y todo eso, pero con lo que se encuentra es con Thomas Jefferson y George Masón. -Al quedarse callado Bell, un espeso silencio llenó el pesado ambiente que les rodeaba. El detenido hizo un gesto negativo con la cabeza, se rió y luego pareció avergonzado-. ¡Señor, Señor!, disculpe… a veces no puedo controlarme y me pongo a lanzar discursos de la manera más ridícula. Sólo necesito que haya unas cuantas personas ante mí para…, en fin, que abuso de su hospitalidad.

– Vámonos -dijo el guardia.

– Vale -respondió el preso. Saludó con la cabeza a Sachs, luego a Bell. Avanzó por el pasillo arrastrando los pies, con el suave tintineo de las cadenas que llevaba en los tobillos.

Su abogado saludó con la cabeza al fiscal adjunto -dos adversarios que se respetaban mutuamente, aunque también recelaban el uno del otro- y abandonó la zona de seguridad.

Acto seguido salieron también Grady, Bell y Sachs, a los que se unió Martínez.

– No parece que sea un monstruo -dijo la oficial-. ¿De qué se le acusa exactamente?

– Un tipo de ATF [12]que trabaja de forma clandestina contra la posesión ilegal de armas en la zona norte del Estado descubrió el complot, y pensamos que Constable está detrás -dijo Grady-. Algunos de sus secuaces iban a atraer a agentes de policía hacia lugares remotos del condado, haciendo llamadas al 911. Si alguno de los que acudía era negro, pensaban secuestrarle, desnudarle y lincharle. ¡Ah!, también se habló de castración.

Sachs, que se había enfrentado a muchos crímenes terribles en los años que llevaba en el cuerpo, parpadeó horrorizada al oír tal información.

– ¿Lo dices en serio?

– Y eso sólo era el principio -asintió Grady-. Los linchamientos eran, al parecer, parte de un plan más amplio. Ellos esperaban que si mataban a bastantes policías y los medios de comunicación ofrecían imágenes de las ejecuciones, eso incitaría a los negros a sublevarse. Y eso sería una ocasión para que los blancos del condado tomaran represalias y los aniquilaran. Esperaban que los hispanos y los asiáticos se unieran a los negros, con lo cual la revolución blanca podría eliminarlos a ellos también.

– ¿Pero en qué siglo se creen que viven?

– Pufff…, si tú supieras lo que hay por ahí.

– Ahora está bajo tu protección -le dijo Bell a Luis-. No te alejes mucho.

– Descuide -respondió el detective. Grady y su delgado guardaespaldas abandonaron el vestíbulo de la sala de detenciones, y Sachs y Bell fueron a recoger sus armas del mostrador de control de entradas. Al volver a la parte del edificio del Tribunal de lo Penal correspondiente a los juzgados, mientras caminaban por el Puente de los Suspiros, Sachs le contó a Bell el caso de El Prestidigitador y sus víctimas.

Bell se estremeció al escuchar la horripilante muerte que tuvo Anthony Calvert.

– ¿Y el móvil?

– No lo sé.

– ¿Sigue alguna pauta?

Ídem de ídem.

– ¿Qué aspecto tiene el asesino?

– Eso también es un poco incierto.

– ¿Nada de nada?

– Creemos que es varón, blanco y de constitución mediana.

– Entonces, ¿nadie le ha visto?

– En realidad le ha visto mucha gente. La primera vez que le vieron, era un hombre de pelo moreno, con barba y en la cincuentena. La vez siguiente era un conserje calvo de unos sesenta años. La tercera era una mujer de más de setenta años.

Bell esperó a que ella se riera, puesto que eso confirmaría que era una broma. Pero al ver que la expresión de Sachs seguía siendo sombría, preguntó:

– ¿No me estás tomando el pelo?

– Me temo que no, Roland.

– Yo soy bueno con esto -dijo Bell meneando la cabeza y palpándose la pistola automática que llevaba en la cadera derecha-. Pero necesito un blanco.

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