Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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Cooper las cepilló y dio golpecitos por todo el contorno de la cerradura, pero no encontró señales significativas. Sin embargo, el hecho de que fueran antiguas era positivo, ya que reducía las posibles fuentes de procedencia. Rhyme le dijo a Cooper que hiciera unas fotografías de las esposas para poder mostrarlas en los establecimientos del ramo.

Sellitto recibió otra llamada de teléfono. Se quedó escuchando unos momentos, y luego, perplejo, dijo:

– ¡Imposible!… ¿Estás seguro?… Sí, sí, vale. Gracias. -El detective colgó y miró a Rhyme-. No lo entiendo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rhyme, que no estaba de humor para más misterios.

– Era el administrador de la Escuela de Música. Dice que no tienen conserje.

– Pero las agentes le vieron -señaló Sachs.

– El personal de limpieza no trabaja los sábados, sólo los días de diario por la tarde. Y ninguno de los empleados se parece al tipo que vieron las agentes que respondieron a la emergencia.

¿No había conserje?

Sellitto consultó sus notas.

– Estaba justo al lado de la segunda puerta, barriendo. Est…

– ¡Maldita sea! -interrumpió Rhyme con brusquedad-. ¡Era él! -Miró al detective-. El conserje no se parecía nada al asesino, ¿verdad?

Sellitto volvió a consultar sus notas.

– Tendría unos sesenta años, calvo, sin barba y llevaba un mono gris.

– ¡Un mono gris! -dijo Rhyme gritando.

– Sí.

– Ahí está la fibra de seda. Era un disfraz.

– ¿Se puede saber de qué estás hablando? -preguntó Cooper.

– Nuestro sospechoso mató a la estudiante. Cuando fue sorprendido por las agentes, las cegó con una luz y se fue corriendo al escenario, conectó las mechas y la grabadora digital para hacerles creer que todavía seguía allí, se puso el uniforme de conserje y salió corriendo por la segunda puerta.

– Pero no se quitaría la ropa y se desharía de ella así como así, Linc, como si fuera un ratero del metro… -señaló el voluminoso policía-. ¿Cómo coño pudo hacerlo? Le perdieron de vista…, digamos…, durante sesenta segundos, ¿no?

– Vale, pues si tú tienes una explicación en la que no haya intervención divina, soy todo oídos.

– Pero hombre…, es que no es posible, joder.

– ¿No es posible? -reflexionó Rhyme con cinismo mientras acercaba la silla de ruedas a la pizarra donde Thom había colocado las impresiones de las fotos digitales que había hecho Sachs de las huellas de zapato-. Entonces, ¿qué me dices de algunas de las pruebas? -Examinó las pisadas del asesino y después las que Sachs había recogido en el pasillo, cerca del lugar donde habían encontrado al conserje.

– Zapatos -informó.

– ¿Son los mismos? -preguntó el detective.

– Sí -dijo Sachs dirigiéndose a la pizarra-. Marca Ecco, del cuarenta y tres.

– ¡Cielo santo! -murmuró Sellitto.

– Vale; entonces, ¿qué es lo que tenemos? -preguntó Rhyme-. Un asesino de sesenta y pocos años, de complexión mediana, altura media y sin barba, con dos dedos deformes, es posible que tenga antecedentes y por eso oculta sus huellas… y eso es todo lo que sabemos, ¡maldita sea! -Rhyme frunció el ceño-. ¡No! -Masculló misteriosamente-. Eso no es todo. Hay algo más. Él llevaba ropa para cambiarse, armas… Es un delincuente organizado. -Miró a Sellitto-. Va a volver a hacerlo.

Sachs expresó su acuerdo asintiendo sombríamente.

Rhyme miró la fluida letra de Thom, con la que estaban escritas las pruebas en las pizarras, y se preguntó ¿cuál sería el nexo de unión de todo aquello?

La seda negra, el maquillaje, el cambio de atuendo, los disfraces, los destellos de luz y los objetos pirotécnicos.

La tinta indeleble.

– Estoy pensando que nuestro hombre tiene conocimientos de magia -dijo Rhyme con lentitud.

– Eso encaja -coincidió Sachs.

– Vale. Puede ser. Pero, ¿qué hacemos ahora?

– A mí me parece evidente -dijo Rhyme-. Buscarnos uno.

– ¿Un qué? -preguntó Sellitto.

– Un mago, desde luego.

* * *

– Hazlo otra vez.

Lo había hecho ya seis veces.

– ¿Otra?

El hombre le indicó que sí con la cabeza.

Así que Kara volvió a hacerlo.

El número de «El triple pañuelo», obra del famoso mago y profesor Harlan Tarbell, es infalible para agradar al público. Consiste en separar tres trozos de seda de diferentes colores que parecen estar atados. Es un truco difícil de realizar con soltura, pero Kara se sintió satisfecha de cómo le había salido.

Aunque David Balzac no opinaba lo mismo.

– Se te ha visto el truco -suspiró Balzac.

Una dura crítica que significaba que lo había realizado de forma torpe y evidente. El fornido anciano de melena cana y perilla manchada de tabaco negó con la cabeza expresando su exasperación. Se quitó las gruesas gafas que llevaba puestas, se frotó los ojos y volvió a ponérselas.

– Yo creo que ha estado bien -protestó ella-. A mí me parece que no se notó.

– Pero tú no te has visto. El que te ha visto he sido yo. Repítelo.

Estaban en un pequeño escenario de la trastienda de Smoke & Mirrors, el establecimiento que Balzac había comprado tras retirarse de los círculos internacionales de magia e ilusionismo hacía diez años. En el sórdido establecimiento se vendían artículos de magia, se alquilaban disfraces y accesorios, y se ofrecían espectáculos de magia gratuitos, realizados por aficionados, a los clientes y vecinos. Hacía un año y medio que Kara, que trabajaba entonces como editora free-lance para la revista Self , se había armado de valor finalmente para subirse a un escenario (llevaba meses intimidada por la fama de Balzac). El anciano mago la había observado durante su actuación y después la llamó a su despacho. El Gran Balzac le había dicho, con su voz áspera aunque sedosa, que tenía aptitudes. Podría llegar a ser una gran ilusionista, si se entrenaba adecuadamente, y le propuso que trabajara en la tienda: él sería su mentor y su profesor.

Kara se había trasladado a vivir a Nueva York desde el Medio Oeste hacía algunos años y se desenvolvía bastante bien en la vida urbana; se dio cuenta de inmediato de lo que podía significar «mentor», sobre todo teniendo en cuenta que él se había divorciado cuatro veces y ella era una mujer atractiva cuarenta años más joven. Pero Balzac era un renombrado mago, colaborador asiduo del programa de Johnny Carson [6]y primera figura en los escenarios de Las Vegas durante muchos años. Había recorrido el mundo docenas de veces y conocía a casi todos los principales ilusionistas vivos. La magia era la pasión de Kara y aquélla era la oportunidad de su vida. No dudó un momento en aceptar.

En la primera sesión estuvo en guardia y lista para repeler cualquier impertinencia. En efecto, la lección resultó realmente terrible para ella, aunque por un motivo muy diferente.

Él la hizo trizas.

Después de una hora de criticar prácticamente todos los aspectos de su técnica, Balzac miró la cara pálida y llorosa de Kara, y le espetó:

– Te dije que tenías aptitudes, no que fueras buena. Si lo que quieres es a alguien que te dore la píldora, te has equivocado de sitio. Y ahora, ¿te vas a marchar llorando a casa con tu mamá, o vas a volver a ensayar?

Se pusieron a trabajar otra vez.

Así comenzaron los dieciocho meses de amor y odio entre mentor y aprendiza, una relación que la mantenía levantada hasta altas horas de la madrugada, seis o siete días a la semana, practicando, practicando, practicando. Aunque Balzac había tenido muchos ayudantes en sus años en activo, había sido mentor sólo de dos aprendices, y en ambos casos, al parecer, los jóvenes le habían defraudado. Y Balzac no iba a permitir que pasara lo mismo con Kara.

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