Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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– Lo siento. No queda nada.

Rhyme suspiró con frustración y se dirigió otra vez a las bandejas de examen; Sachs se encargaría de transmitirle a Geller lo mucho que le agradecían la ayuda prestada.

El equipo examinó a continuación el reloj de la víctima, destrozado por motivos que ninguno de ellos alcanzaba a entender. No aportó ninguna prueba, salvo la hora en que lo rompieron. Los asesinos destrozaban en ocasiones los relojes de pulsera o de pared de las escenas del crimen después de ponerlos a una hora que no era la real para así confundir a los investigadores. Pero aquél lo habían parado casi a la hora en que se produjo la muerte. ¿Qué conclusiones podían sacar de ello?

Cada vez más misterioso…

Conforme el ayudante iba anotando las observaciones en la pizarra, Rhyme inspeccionó la bolsa que contenía el libro de registro.

– El nombre que falta en el libro… -Reflexionó-. Firmaron nueve personas, pero sólo hay ocho nombres en el registro… Creo que aquí necesitamos un experto. -Rhyme dio la orden por el micrófono: «Comando. Teléfono. Llamar a Kincaid coma Parker».

Capítulo 6

En la pantalla se veía el código de área 703, Virginia, seguido del número que se estaba marcando.

Un timbre de teléfono. Y una voz de niña que respondía: «Residencia de los Kincaid».

– Esteee… sí. ¿Está Parker? Tu padre, quiero decir.

– ¿De parte de quién?

– De Lincoln Rhyme, de Nueva York.

– Espere, por favor.

Un momento después se escuchó al otro lado de la línea la relajada voz de uno de los principales expertos en documentos del país.

– ¡Hola, Lincoln! Hace un mes o dos desde la última vez, ¿no?

– He estado ocupado -comentó Rhyme-. ¿Y tú, Parker, en qué andas metido?

– ¡Oh! En líos. Casi provoco un incidente internacional. La Sociedad Cultural Británica de Washington quería que corroborara la autenticidad de un cuaderno de notas del rey Eduardo que habían comprado a un coleccionista particular. Y fíjate en el tiempo del verbo, Lincoln.

– Ya lo habían pagado.

– Seiscientos mil.

– Algo carito. ¿Tanto les interesaba?

– ¡Ah! Es que contenía algunos comentarios realmente jugosos sobre Churchill y Chamberlain. Bueno, no en ese sentido, desde luego.

– Desde luego que no. -Como era habitual en Rhyme, intentó mostrarse paciente con alguien de quien pretendía obtener ayuda.

– Yo lo examiné y, ¿qué podía hacer? Tuve que poner en duda su autenticidad.

Un verbo tan inofensivo como ése en boca de un investigador tan respetado como Kincaid equivalía a tachar el diario de «falsificación grosera».

– Bueno, pero lo superarán -continuó-. Aunque, figúrate, a mí no me han pagado la factura aún… No, cielo, el glaseado no se puede hacer hasta que el pastel se enfríe… Porque lo digo yo.

Kincaid, que ahora ejercía de padre soltero, había sido jefe del Departamento de Documentos del FBI. Había dejado la agencia para establecerse por su cuenta y así poder pasar más tiempo con sus hijos, Robby y Stephanie.

– ¿Qué tal está Margaret? -preguntó Sachs acercándose al micrófono.

– ¿Eres Amelia?

– Sí.

– Está bien. Hace días que no la veo. El miércoles llevamos a los niños a Planet Play, y yo estaba a punto de ganarla a uno de esos juegos de ordenador, el Láser Tag, cuando sonó su localizador. Resulta que tenía que salir pitando para dar una patada a la puerta de no sé quiénes y arrestarles. Eran de Panamá o de Ecuador, o de algún país por el estilo. Ella nunca me cuenta los detalles. Bueno, entonces, ¿qué pasa?

– Estamos con un caso y necesito ayuda. Te expongo la situación: vieron que el asesino escribía su nombre en un libro de registro que hay en la recepción, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Y necesitas que analice la letra.

– El problema está en que no tenemos letra.

– ¿Ha desaparecido?

– Sí.

– ¿Y estás seguro de que el sospechoso no estaba haciendo como que escribía?

– Completamente. Había un vigilante que vio que la tinta quedaba en el papel; no hay duda.

– ¿Y ahora se ve algo?

– Nada.

Se escuchó la irónica risa de Kincaid.

– ¡Qué inteligente! Así que no ha quedado constancia de que el asesino entrara en el edificio. Y luego, otra persona escribió su nombre en el espacio en blanco, alterando cualquier impresión que pudiera haber quedado de su firma.

– Correcto.

– ¿Hay algo en la hoja de debajo?

Rhyme miró a Cooper, que dirigió un foco en ángulo agudo sobre la segunda hoja del registro. Aquél era un método mejor que cubrir la página con lápiz, para que quedara visible la impresión. Hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Nada -le dijo Rhyme al investigador-. Entonces, ¿cómo lo hizo?

– Con Ex-Lax [4]-informó Kincaid.

– ¿Y eso qué es? -gritó Sellitto.

– Usó tinta que desaparece al poco tiempo. Lo llamamos así en la profesión. El antiguo Ex-Lax contenía fenolftaleína. Antes de que fuera prohibido por la FDA [5]. Se disolvía una pastilla en alcohol y salía tinta azul. Tenía un pH alcalino. De modo que, si se escribía algo con ella, transcurrido un tiempo, la exposición al aire hacía que desapareciera el azul.

– Claro -dijo Rhyme recordando sus conocimientos básicos de química-. El dióxido de carbono en contacto con el aire hace que la tinta se vuelva acida, y eso neutraliza el color.

– Exacto. Ya no es fácil encontrar fenolftaleína. Pero puedes hacer lo mismo con timolftaleína indicador e hidróxido de sodio.

– ¿Y se pueden comprar este tipo de cosas en algún sitio en particular?

– Uuuhhhmmm. -Kincaid se quedó pensativo-. Bueno… Espera un instante, cariño; papá está al teléfono… No, están bien. Todas las tartas parecen torcidas cuando están en el horno. No tardo… ¿Lincoln? Lo que iba a decirte es que, en teoría, es un buen invento, pero cuando yo estaba en la agencia ningún asesino ni espía lo utilizó. Es algo reciente, ¿sabes? Se utiliza en el mundo del espectáculo.

Espectáculo, pensó Rhyme con pesimismo mientras miraba el panel al que estaban sujetas las fotografías de la pobre Svetlana Rasnikov.

– ¿Dónde podría haber encontrado nuestro sospechoso tinta como ésa?

– Lo más probable es que lo hiciera en una tienda de juguetes o de artículos de magia.

Interesante…

– Muy bien, pues… eso nos es de ayuda, Parker.

– Ven a hacerme una visita alguna vez -dijo Sachs-. Y tráete a los niños.

Rhyme hizo una mueca al escuchar la invitación. Le susurró a Sachs:

– ¿Y por qué no invitas también a todos sus amiguitos? ¿A todo el colegio?…

Riéndose, le hizo un gesto para que se callara.

Tras desconectar la llamada, Rhyme dijo gruñendo:

– Cuanto más aprendemos, menos sabemos.

Bedding y Saul llamaron para informar de que Svetlana parecía ser una persona apreciada en la Escuela de Música, que no tenía enemigos allí. Tampoco parecía probable que de sus trabajos esporádicos pudiera salir algún acosador: actuaba en fiestas de cumpleaños infantiles.

Llegó un paquete de la oficina de exámenes médicos. En su interior había una bolsa de plástico para pruebas que contenía las esposas antiguas que tenía puestas la víctima. Estaban cerradas, según había ordenado Rhyme. Había dado instrucciones al experto médico para que sacara las esposas de las manos de la víctima comprimiendo éstas todo lo que fuera necesario, ya que si se taladraba la cerradura podrían perderse pistas muy valiosas.

– Nunca había visto nada parecido -dijo Cooper alzando las esposas-, salvo en el cine.

Rhyme se mostró de acuerdo. Eran unas esposas antiguas, pesadas, y estaban hechas de hierro forjado de manera irregular.

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