Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente
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Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…
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– Uno se acostumbra…
– Sachs, veamos qué aspecto tiene en realidad.
Con cierta dificultad, Amelia le quitó la barba y las zonas de arrugas que llevaba en torno a los ojos y la barbilla. El rostro que había debajo, aunque manchado de pegamento, era claramente mucho más joven. Y la estructura de la cara era diferente también. No se parecía en absoluto al hombre que había sido.
– No es como las máscaras de Misión imposible , ¿eh?, que se las quitan y se las ponen con toda facilidad.
– No. Los postizos auténticos no son ni parecidos.
– También los dedos. -Rhyme señaló con un gesto a la mano izquierda del asesino.
Para hacer creíble la unión de los dedos, se los había atado con un vendaje y después los había cubierto con una gruesa capa de látex. Así, ambos dedos estaban arrugados, flaccidos y casi blancos, pero, por lo demás, eran dedos normales. Sachs los examinó.
– Le estaba preguntando precisamente a Rhyme por qué no se los destapó en la feria de artesanía, ya que estábamos buscando a un hombre con la mano izquierda deformada. Pero los dos dedos tenían su propia apariencia de deformidad y le habrían descubierto.
Rhyme examinó al asesino y dijo:
– Muy cerca del crimen perfecto: un criminal que se asegura de que culparán a otra persona. Sabríamos que Weir era culpable, tendríamos la identidad con certeza. Pero entonces desaparecería. Loesser seguiría viviendo su vida, y el fugitivo, Weir, habría desaparecido para siempre. El hombre evanescente.
Y aunque Loesser había escogido a sus víctimas el día anterior no para satisfacer una necesidad psicológica profunda, sino para desorientar a la policía, el diagnóstico final de Terry Dobyns encajaba a la perfección: venganza por el fuego que había destruido al ser amado. La diferencia estaba en que la tragedia no había supuesto el fin de la carrera profesional de Weir y la muerte de su esposa, sino la pérdida para Loesser de su mentor, el propio Weir.
– Pero hay un problema -señaló Sellitto-. Lo único que hizo al intercambiar las fichas con las huellas era garantizar que iríamos tras el verdadero Weir. ¿Por qué iba a hacerle eso a su maestro?
– ¿Por qué crees que he hecho que esos dos robustos oficiales me subieran por las escaleras hasta este lugar de acceso tan difícil, Lon? -dijo Rhyme, mirando a su alrededor-. Quería recorrer la cuadrícula yo mismo. ¡Ah!, perdón, debería decir «ir en silla por la cuadrícula». -Avanzó por la habitación manejando con mano maestra la silla de ruedas con el controlador táctil. Se detuvo junto a la chimenea y miró hacia arriba.
– Creo que he encontrado a nuestro malhechor, Lon. -Miró a la repisa, en la que había una caja de madera taraceada y una vela-. Ése es Erick Weir, ¿no? Sus cenizas.
– Correcto -dijo Loesser con suavidad-. Él sabía que no le quedaba mucho tiempo. Quería salir de la unidad de quemados de Ohio y volver a Las Vegas antes de morir. Yo le saqué de allí una noche y le llevé a su casa. Vivió unas cuantas semanas más. Soborné a un empleado del turno de noche en el depósito para que le incinerara.
– ¿Y las huellas? -preguntó Rhyme-. ¿Le tomaste las huellas después de muerto para poder falsificar con ellas la ficha?
Gesto de asentimiento.
– Entonces, ¿llevas años planeando esto?
– ¡Sí! -dijo Loesser con pasión-. La muerte de Weir… es como una quemadura que no deja de doler.
– ¿Y has arriesgado todo por venganza? ¿Por tu jefe? -preguntó Bell.
– ¿Jefe? Él era más que mi jefe -escupió Loesser enloquecido-. No lo entienden. Yo pienso en mi padre un par de veces al año, y eso que aún está vivo. Pero en el señor Weir pienso todas las horas del día. Desde el día en que entró en la tienda de Las Vegas en la que yo estaba actuando…, Houdini el Joven, ése era yo…, tenía catorce años entonces. ¡Qué día aquél! Me dijo que me daría la amplitud de miras para llegar a ser grande. El día en que cumplí quince años me escapé de casa para irme con él -la voz se le quebró ligeramente y se calló. Pasados unos momentos continuó-: Puede que el señor Weir me pegara, me gritara y me amargara la vida a veces, pero vio lo que había dentro de mí. Me cuidó. Me enseñó a ser ilusionista… -La cara se le ensombreció-. Y entonces se lo llevaron. Por culpa de Kadesky. Él y su maldito negocio mataron al señor Weir… Y a mí también. Arthur Loesser murió en ese incendio. -Miró a la caja de madera, y en su cara había una expresión de pesar y de esperanza, y de un amor tan extraño que Rhyme sintió un escalofrío que le fue bajando por el cuello hasta que se perdió en la insensibilidad de su cuerpo.
Loesser se volvió hacia Rhyme y soltó una carcajada fría.
– Bueno, puede que me haya atrapado, pero el señor Weir y yo hemos ganado. No nos ha parado usted a tiempo. Ya no hay circo, ya no hay Kadesky. Y si no se ha muerto, su carrera sí que lo ha hecho.
– Ah, sí, el Cirque Fantastique, el incendio. -Rhyme hizo un gesto negativo con la cabeza-. Aún así…
Loesser hizo un gesto de extrañeza, recorrió la habitación con la mirada, en un intento de entender lo que el criminalista quería decir.
– ¿Qué? ¿Qué quiere decir?
– Retrocede un poco en el tiempo y piensa. Vuelve atrás esta misma noche. Estás en Central Park, mirando las llamas, el humo, la destrucción, escuchando los gritos… Piensas que será mejor irse de allí, pues no tardaremos en ir a buscarte. Y vuelves a casa. Por el camino, alguien -una joven, una mujer asiática con un chándal- se choca contigo. Intercambiáis algunas palabras sobre lo que está pasando. Y luego cada uno se va por su lado.
– ¿De qué coño habla? -soltó Loesser.
– Mírate el dorso de la correa del reloj -dijo Rhyme.
Giró la muñeca, haciendo un ruido metálico con las esposas, y vio que en la correa había un pequeño disco negro. Sachs se lo quitó.
– Un rastreador GPS. Lo usamos para seguirte hasta aquí. ¿No te sorprendió que nos presentáramos de repente?
– Pero… ¿quién…? ¡Un momento! Era la ilusionista, esa chica… ¡Kara! No la reconocí.
– Bueno, eso es precisamente la ilusión, ¿no? -dijo Rhyme con ironía-. Te vimos en el parque, pero temíamos que te escaparas. Porque tienes tendencia a hacerlo, ¿sabes? Y supusimos que volverías a tu casa dando un complicado rodeo, así que le pedí a Kara que hiciera un pequeño disfraz. ¡Qué buena es, esa chica! Casi no la reconocía ni yo mismo. Cuando se tropezó contigo, te colocó el sensor en el reloj.
– Tal vez podríamos haberle atrapado en la calle -continuó Sachs-, pero ha demostrado ser bastante bueno para las escapadas. De todas maneras, queríamos encontrar su escondrijo.
– ¡Pero eso significa que ustedes lo sabían antes del incendio!
– ¡Oh! -dijo Rhyme con desdén-, ¿la ambulancia? La Brigada de Explosivos dio con ella y la desactivó en cuestión de sesenta segundos. Se la llevaron de allí y la sustituyeron por otra, para que no pensaras que lo habíamos descubierto. Sabíamos que querrías contemplar el incendio. Enviamos al parque a todos los agentes de la policía secreta que pudimos para que buscaran a un hombre de tu constitución que estuviera mirando el fuego, pero que no tardara en irse al poco de comenzar éste. Un par de agentes te vieron y mandamos a Kara a que te pusiera el chip. Y… ¡magia potagia! -Rhyme se rió por las palabras escogidas-, aquí estamos.
– Pero el fuego… ¡yo lo vi !
– ¿Ves lo que siempre digo yo sobre las pruebas y los testigos? -le dijo Rhyme a Sachs-. Él vio el fuego, así que tenía que ser real -se dirigió a continuación a Loesser-. Pero no lo era , ¿ves?
– Lo que vio -dijo Sachs- era el humo que salía de un par de granadas de la Guardia Nacional que habíamos montado en lo alto de la carpa con una grúa. ¿Las llamas? Ah, sí: procedían de un quemador de propano que había en la puerta donde se hallaba la ambulancia. Y también encendieron un par de quemadores más en la pista de manera que las sombras de las llamas se proyectaran sobre el lateral de la carpa.
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