José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– Así que trabajas como cebo… -Valle meneó la cabeza, pensativo-. Siempre he sabido que hay personas que hacen eso para la policía, pero no creí que fuera tan complejo. Pienso que existen métodos más simples y directos para luchar contra el crimen…

– No ahora. La tecnología hoy está al alcance de todos. Los científicos inventan una sustancia para impedir que el ADN del asesino sea eliminado del cadáver, y mañana se inventa otra que anula el efecto de la anterior. Igual ocurre con las armas y con todo. Hace tiempo que se ha renunciado a continuar por ese camino. Cuando se descubrió y clasificó el psinoma, se mantuvo en secreto por esa razón: porque era lo único que podía ofrecernos seguridad… El asesino puede borrar su ADN, pero no la forma en que elige, mata y abandona a la víctima, que dependen de su psinoma. Una empresa sospechosa de blanqueo de dinero borrará las pruebas con tecnología informática avanzada, pero un cebo puede infiltrarse en ella y conseguir pruebas si engancha el psinoma de un alto cargo… El psinoma no puede fingirse ni ocultarse: nuestro placer es una fórmula matemática. Aunque lo intentáramos, los ordenadores lo descubrirían. Y cuando se conoce la filia del delincuente, los cebos realizamos máscaras para atraerlo.

Hoy se usan cebos en todo el mundo. En España se aprobaron en secreto tras la bomba del 9-N.

Valle me escuchaba como si quisiera encontrar los flecos de mi historia.

– En todo el mundo, dices… -reflexionó-. Es raro que haya tanta gente que quiera trabajar en eso, ¿no? ¿Cómo os seleccionan? ¿Respondéis a anuncios en los periódicos?

– Bueno, sucede que uno de los psicólogos que participó en el proyecto del psinoma tuvo una idea brillante. Quizá lo haya oído mencionar: el doctor Víctor Gens.

– Sí. De origen catalán. Era criminólogo. Pero murió ya, ¿no?

– Hace dos años, sí. En un accidente en alta mar.

– Sí, creo recordar que tenía un yate o un balandro, hubo tormenta y se ahogó. Fue noticia en nuestro mundillo…

– Pues a él se le ocurrió una idea para reclutar cebos. Era simple, y a la vez genial: aprovechar nuestro propio psinoma. Estableció los parámetros que debe tener un psinoma cualquiera para resultar complacido siendo cebo y organizó un programa al que se conectaron varias clínicas en todo el mundo. Un menor de edad acudía por cualquier problema a una de esas clínicas, se investigaba su psinoma y, si los parámetros encajaban, se pasaba a la siguiente fase. Suele escogerse a quienes provienen de hogares destrozados, huérfanos en su mayoría, de ese modo todo resulta más fácil. El gobierno se encarga de conseguir las autorizaciones y entrenarnos. Y mantenemos el secreto, porque se trata de nuestro placer. ¿Quién va a querer contar eso? Es un nudo bien trabado, ya ve. -Sonreí-. Al final siempre hacemos lo que más nos gusta.

– De modo que una «conspiración» de psicólogos… -Valle meneó la cabeza, quizá dudando entre avisar a un loquero en aquel momento o esperar a que me marchase para hacerlo-. Es interesante, aunque debes admitir que suena a ciencia-ficción…

– Pues, en realidad, es un tema bastante antiguo… De hecho, Gens afirmaba que el psinoma ya se conocía hace quinientos años. Decía que Shakespeare describió todos los psinomas en sus obras. No es una teoría completamente aceptada, pero, en Europa, parte del aprendizaje de un cebo consiste en estudiar las obras de Shakespeare a fondo.

– Así pues, detenemos a los asesinos porque leemos a Shakespeare…

Ignoré su burla incrédula.

– Las cualidades de su filia de Presa, por ejemplo, se ofrecen en clave en la escena de la abdicación en Ricardo II, cuando el rey solicita el espejo y lo rompe…

– Ya. -Valle jugaba distraídamente con una pluma-. Por cierto, ¿puedo saber cuál es tu filia, o también es un secreto de Estado?

– Soy fílica de Labor. Me gusta ver ciertos signos físicos en los cuerpos… -Me detuve de repente y respiré hondo-. Oiga, sé que no cree ni una palabra de lo que le digo. Pero yo necesito que me crea. He venido a eso. Así que intentaré demostrárselo. Lo haré con mucho cuidado, pero le pido disculpas si después se siente molesto.

Me observó por encima de las gafas, y por primera vez advertí en él la mirada del hombre. Como si yo me estuviese ofreciendo en las esquinas con un top de malla. Sus labios se desviaron sutilmente desde la simple diversión al desprecio. Parecía decirme: «Soy doctor en psicología, no un chico inmaduro, por favor. ¿A mí con esas?». Pero, en cierto modo, era obvio que le gustaba que yo hubiese decidido al fin dejar de teorizar y mostrarle, allí, en su refugio intelectual, lo loca que estaba.

– Tú misma -dijo-. ¿Qué vas a hacerme?

– Voy a realizar unos gestos muy breves aquí mismo, en el sofá -expliqué-. Antes de que acabe, usted se llevará una mano a la cabeza y fingirá rascarse o ajustarse las gafas. Ese será el primer signo de su placer. Luego tendrá una… una intensa erección. Ese será el segundo signo.

– Ah -asintió con gravedad, como si la intromisión de lo sexual fuese el detalle que esperaba para apuntalar su diagnóstico. Pero regresó enseguida a la sonrisa-. Muy bien, adelante. ¿Sigo sentado o me pongo de pie?

– No, así está bien -dije, y elevé los brazos en ángulo recto, los puños cerrados e inmóviles, como si estuviese esposada a una pared; luego los junté por los nudillos y los separé bruscamente mientras entornaba los ojos y abría la boca de forma precisa, creando una imagen partida. No dejé de mirar a Valle mientras gesticulaba, pero replegué mi conciencia con un simple esfuerzo. Gens lo hubiese llamado «gesto de abdicación». Era un teatro de Giles Yilan. El decorado original, un diván rosado, no resultaba indispensable.

Antes de que yo bajase las manos, Valle se llevó la suya derecha a la sien y se rascó. Entonces pareció darse cuenta de lo que hacía y la apartó, temblando, como si tuviese mucho frío. Intenté frivolizar para disminuir la tensión:

– No hace falta que me enseñe el segundo signo. Le creo.

Valle me miraba. Era como si esperase algo más de mí, una indicación, una orden, aunque yo sabía que no estaba enganchado. Me apenó su rubor desconcertado.

– Escuche, no le dé más vueltas -dije-. Si se hubiese tomado una pastilla para dormir, ahora tendría sueño, ¿no? Causa y efecto. Pues yo he hecho algo para provocarle esas reacciones, y usted ha reaccionado, es todo. Suponga que ha visto una película o una obra de teatro… Lo único que he hecho ha sido representar su deseo, y su psinoma ha respondido. -Carraspeé-. La… la erección pasará pronto.

Siguió en la misma postura, los ojos atados a los míos, parpadeando.

– Lo siento -agregué, y al tragar saliva noté un nudo en la garganta-. Solo quería que me creyera, doctor… Yo… necesito ayuda, su ayuda. Todos mis amigos, el hombre al que amo, mi hermana… todos pertenecen a mi mundo. ¿Cómo dijo usted? ¿Un teatro? Sí, eso es mi vida… Necesito un poco de sinceridad. -Me detuve a saborear la palabra. Los ojos me escocían-. Mi trabajo me gusta, y a la vez me parece horrendo. Quiero dejarlo, pero mi hermana ha seguido mis pasos y se ha metido en una cacería muy peligrosa… Necesito protegerla, pero no sé cómo… No sé con quién hablar… Necesito alguien que me escuche y no me vea como si yo fuese solo una máscara… Sé que por dentro soy algo real. Por dentro no finjo. -Me pasé la mano por la cara, secándome las lágrimas-. Lo siento… No quería molestarle… Siento mucho… Odio lo que soy…

Arístides Valle seguía rígido. Si un alma podía ser golpeada por un rayo, la imagen perfecta era él en aquel instante. Esperó hasta que dejé de llorar, y entonces, en voz muy baja pero muy dura, entre dientes, siseó, como si me maldijera:

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