El despacho privado de Mike Allen se hallaba en una sala acristalada con vistas a Central Park. Mike los recibió sentado en una silla de cuero granate. Su traje gris estaba pulcramente planchado, como siempre. El pañuelo verde botella que asomaba de su bolsillo hacía juego con la bonita corbata. Mike iba vestido para hacer negocios. Incluso había llevado consigo a su abogado.
Bucky no tenía en gran estima a los abogados. No siempre eran malos, pero tendían a hablar demasiado y nunca había visto que nadie se hiciera acompañar de un abogado en una reunión con buenas intenciones. Al igual que Mike y el picapleitos, Scott también se había puesto un traje. Bucky, sin embargo, se sentía cómodo en aquella moderna oficina con sus botas, tejanos y una cazadora de camuflaje a juego con la gorra.
– He hablado con la mujer que se encarga de la investigación -dijo Mike-. No piensa confirmar ni negar que Thane sea sospechoso.
– Pero ¿me ha dejado libre de sospechas? -preguntó Scott.
– Siempre supe que no habías sido tú -dijo Mike-. Vamos.
– ¿Nos ayudarás? -preguntó Scott.
Bucky oyó carraspear al abogado antes de que éste tomara la palabra.
– Hemos hablado con la junta. Debemos tener cuidado. Ésta es una empresa pública. Tenemos que ser leales con nuestros accionistas.
– ¿Mike? -preguntó Scott.
Bucky oyó el ruido de los dedos de Scott clavándose en el reposa-brazos de cuero.
– Ya sabes lo que pienso -dijo Mike-. Tu padre y yo mantuvimos una larga amistad. Pero no queremos precipitarnos. Mira, la gente decía que el culpable eras tú. Yo me mantuve en silencio. Tenemos que asegurarnos, eso es todo. Vosotros erais amigos.
– ¿Sí? Ben era amigo nuestro -dijo Scott-. Y papá le trató como a un hijo. Bucky vio las huellas de Thane aquella noche, y el FBI está examinando los casquillos encontrados en el cuerpo de Ben para confirmar si salieron de su arma.
– Ya, pero de momento ni confirman ni niegan nada -repitió Mike, con las manos alzadas-. Los cito textualmente. ¿Qué se supone que debo hacer? Si fue él, ¿por qué no lo dicen?
– No les importa que dejes a Thane a cargo de todo y que acabe con la empresa. Les preocupan los titulares. Quieren acabar con el sindicato, con el crimen organizado, no con un ejecutivo corrupto. ¿Crees que les importa lo que le pase a esta empresa?
Mike suspiró.
– Entonces, ¿quieres que convoque una reunión?
– Inmediatamente.
– ¿Y si una vez celebrada deciden seguir con Thane?
– ¿Cuánto tiempo tardarías en reunirlos a todos?
– Al menos tres días -dijo Mike-. Necesito quórum.
– ¿Crees que alguno de los antiguos socios me apoyará? -preguntó Scott.
– La mayoría ya se ha ido. Pero de los que quedan… Supongo que puedes contar con Morris y Snyder.
– Bien -dijo Scott, con semblante serio-. Dentro de tres días Bucky y yo tendremos las pruebas necesarias para allanarles el camino.
– ¿ Y t ú no sab í as nada de esto? -pregunta é l.
– Yo era como una de esas burbujas de mercado.
Detecto su perplejidad al escuchar mis palabras.
– El mercado de valores. Una burbuja. Todo est á al rojo vivo, a toda marcha. Todo va bien. No puedes perder.
– Ya.
– Y luego estalla.
Jessica dejó a Tommy en el colegio y luego me recogió en el Wal-Mart. Un tipo gordo con barba y gafas gruesas me miró de forma rara cuando bajé de la furgoneta de Russel, pero se montó en una vieja furgoneta Chrysler, oxidada y quejumbrosa. No era ningún agente federal.
Subí al H2 y Jessica reanudó la marcha. Llevaba abrigo de piel y gafas de sol, a pesar del viento y el cielo gris.
– He visto lo rojos que tenías los ojos en el cuarto de baño -le dije, mirándola de reojo.
– Todos tenemos problemas -replicó ella, sin volver la cabeza.
– No te enfades. Sólo estoy preocupado.
– Yo también -dijo ella. Ahora sí se volvió-. Has enterrado al hijo de Bucky en los cimientos de nuestra casa.
– Eres tú la que dice que es mejor fingir que no ha pasado nada.
– Ya, ¿y cómo van a seguir trabajando allí? ¿Qué les decimos, que no excaven ahí, al estilo de Jimmy Hoffa? ¡Por Dios!
– Bueno, la construiremos un poco inclinada, como tú querías.
– Dino no querrá hacerlo.
– Ya encontraré a alguien.
Ella clavó la vista en la carretera y seguimos en silencio. Llenó los carrillos de aire, lo soltó despacio y pareció relajarse.
– ¿Por qué no nos vamos de vacaciones? -propuso ella.
– Claro.
– Hablo en serio.
– ¿Por qué no? -dije, en tono sarcástico.
– Sí -replicó Jessica sin pillar la ironía-. ¿Te acuerdas de cuando estalló el escándalo de la contra de Irán? Reagan estaba en su rancho. Cuando le pidieron explicaciones se limitó a sonreír, montarse en el caballo y salir galopando con un saludo. Así lo harás tú.
Negué con la cabeza, pero sabía que era inútil discutir; opté por sonreír y preguntarle dónde quería ir. Se decidió por Barbados. Sandy Lane. Cinco mil la noche en una suite de lujo. Me dije: qué diablos. Le dijimos a Amy que tendría que cuidar de Tommy tres días seguidos. Llamé a los pilotos y les di las instrucciones pertinentes. El Citation X estaba listo a media tarde.
Observamos cómo el sol se fundía en el océano desde dos cómodas tumbonas, en la playa. A mi lado fui enterrando seis botellas vacías de cerveza Banks. Jessica se encaramó encima de mí; el aliento le olía a ron.
– Dios, es hermoso -dijo ella.
La llevé a la habitación y pareció que habíamos retrocedido en el tiempo, hasta aquel primer verano que pasamos juntos. Después me quedé tendido en la enorme cama, contemplando el lento giro del ventilador y disfrutando del rumor de las olas que llegaban a la arena, debajo de nuestra terraza. Cerré los ojos. Todo parecía perfecto.
Después fuimos a cenar. Al Ledges. Una mesa al borde del mar, con vistas a las rocas y al agua color turquesa. Bebimos y nos reímos de un cuarteto británico que estaba a dos mesas de distancia. Uno de los hombres llevaba un peluquín inestable y las mujeres, de rostro quirúrgicamente tenso, iban teñidas de rubio platino, pero no se habían molestado en arreglarse los dientes torcidos y las arrugas se les acumulaban en el cuello.
Reímos hasta que se nos saltaron las lágrimas y me enjugué las mías con la servilleta. Jessica se dirigió al servicio de señoras. La vi caminar: sus estrechas caderas cimbreaban por culpa de los altos tacones y del efecto del vino. En cuanto la perdí de vista, suspiré e indiqué por señas al camarero que nos trajera otra botella de Dom.
Esperé un tiempo prudencial, luego me levanté y fui a buscarla. Sentí una súbita oleada de pánico. Subí corriendo, agarrándome a la barandilla para mantener el equilibrio. La busqué en el bar. Sólo había hombres con trajes azules y mujeres con vestidos floreados, maquilladas para la velada, con zapatos y bolsos a juego. Jessica no estaba. Los servicios estaban detrás. Miré a la camarera, luego entré en el pequeño vestíbulo y llamé a la puerta con los nudillos, gritando su nombre.
Una mujer de cincuenta y tantos años con pechos de silicona y la cara operada abrió la puerta. Le dije que buscaba a mi mujer y ella respondió que allí dentro no había nadie más. Me volví hacia la camarera.
– Mi mujer -dije.
– Creo que ha salido a tomar un poco de aire -me contestó la camarera, con un marcado acento holandés.
Me abrí paso entre un cuarteto que parecía sacado de un club de campo y busqué a Jessica con la mirada. En la puerta había un portero, ataviado con uniforme y gorra, que se encargaba de buscar taxis a los huéspedes. Vi algo en sus ojos que no me gustó.
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