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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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Nunca nos habíamos visto, claro está, pero hablar con Benny por teléfono había sido suficiente para que me cayera mal. Tenía una imagen vívida de él, que era la de otro lameculos del Gobierno, un tipo que intentaría solucionar un problema de sobrepeso haciendo unas cuantas carreras de diez minutos tres veces al día en una cinta rodante de un gimnasio caro con espejos y metales cromados, donde el aire acondicionado y los sonidos relajantes del televisor evitarían toda incomodidad innecesaria. Derrocharía en artículos como gel para el pelo de diseño, porque total sólo cuestan unos cuantos pavos, y ahorraría dinero vistiendo camisas que no necesitan planchado y corbatas que proclaman «Auténtica seda italiana», elegidas con cuidado del cajón de saldos de unos grandes almacenes en un viaje al extranjero, felicitándose por el precio de ganga que había pagado por unos artículos de tanta calidad. Seguro que lucía unos cuantos lujos occidentales, como una pluma Montblanc, talismanes para asegurarse de que era más cosmopolita que quienes le daban órdenes. Sí, conocía a este tipo. Era un mandado, un intermediario, un espectador que no se había ensuciado las manos en su vida, que no sabía diferenciar una sonrisa verdadera del rictus divertido de las chicas de alterne que le desplumaban con whiskies Suntory rebajados con agua mientras él las aburría con insinuaciones sobre las Grandes Cosas en las que estaba implicado pero de las que, por supuesto, no podía hablar realmente.

Tras el intercambio habitual de códigos inofensivos y preestablecidos para determinar nuestra buena fe, le dije:

– Ya está.

– Me alegro de saberlo -dijo con su falso tono seco de tipo duro-. ¿Algún problema?

– Nada digno de mención -respondí tras una pausa, mientras pensaba en el tipo del tren.

– ¿Nada? ¿Está seguro?

Sabía que no conseguiría nada de ese modo. Mejor no decir nada y es lo que hice.

– De acuerdo -dijo, rompiendo el silencio-. Ya sabe cómo localizarme si necesita algo. Cualquier cosa, ¿entendido?

Benny intenta manejarme como si fuera un contacto de inteligencia. En una ocasión incluso sugirió un encuentro cara a cara. Le dije que si nos veíamos cara a cara sería para matarle, por lo que tal vez fuera mejor dejarlo. Se echó a reír pero nunca mantuvimos tal reunión.

– Sólo necesito una cosa -dije para recordarle el tema del dinero.

– Para mañana, como siempre.

– Está bien. -Colgué e inmediatamente limpié el auricular y las teclas por si existía la remota posibilidad de que hubieran rastreado la llamada y enviaran a alguien en busca de huellas. Si tenían acceso a expedientes militares de la época del Vietnam, y suponía que sí, encontrarían una coincidencia para John Rain, y no quería que supieran que el mismo tipo que habían conocido hacía más de veinte años cuando llegué a Japón por primera vez era su misterioso trabajador por cuenta propia.

En aquella época trabajaba para la CIA, un legado de mis contactos en Vietnam, para asegurarme de que los «fondos de apoyo» de la agencia llegaban a los destinatarios adecuados en el partido que gobernaba, que incluso por aquel entonces era el PLD. La agencia ponía en práctica un programa secreto para apoyar a elementos políticos conservadores, como parte de la política anticomunista del Gobierno de EEUU y como extensión natural de las relaciones entabladas durante la ocupación de posguerra. Además, el PLD estaba más que contento de interpretar ese papel a cambio del dinero.

En realidad yo no era más que un intermediario, pero me relacionaba con uno de los beneficiarios de la generosidad del Tío Sam, un tipo llamado Miyamoto. Uno de sus socios, ofendido por lo que consideraba una parte demasiado pequeña del botín, amenazó con destapar el asunto si no recibía más. Miyamoto estaba exasperado; el socio había empleado esa táctica con anterioridad y había obtenido un aumento gracias a ello. Aquello era avaricia. Me preguntó si podía hacer algo con aquel tipo a cambio de 50.000 dólares, «sin preguntas».

La oferta me interesaba, pero quería asegurarme de que estaba protegido. Le dije a Miyamoto que no podía hacerlo personalmente, pero que le pondría en contacto con alguien que quizá le ayudara.

Ese alguien se convirtió en mi álter ego y, con el tiempo, tomé medidas para borrar las huellas del verdadero John Rain. Entre otras cosas, ya no utilizo mi nombre real ni nada relacionado con el mismo, y me he operado para otorgar a mis pliegues epicánticos más bien atrofiados un aspecto más japonés. También llevo el pelo más largo, a diferencia del corte a cepillo que lucía entonces. Además, las gafas de montura metálica, un requisito propio de la edad y sus consecuencias, me confiere un aspecto intelectual que es totalmente distinto al intenso porte soldadesco de mi pasado. En la actualidad me parezco más a un académico japonés que al guerrero mestizo que fui. Hace más de veinte años que no veo a ninguno de los contactos de mi época de intermediario y evito la agencia a toda costa. Después de la que me hicieron a mí y al Loco Genial en Bu Dop, me llevé una gran alegría al eliminarlos de mi vida.

Miyamoto me había puesto en contacto con Benny, que trabajaba con gente del PLD que tenía problemas como los de Miyamoto, problemas que yo podía resolver. Trabajé para los dos durante una época, pero Miyamoto se jubiló hace unos diez años y murió plácidamente en la cama poco después. Desde entonces Benny es mi mejor cliente. Hago tres o cuatro trabajitos al año para él y quienquiera que esté detrás de él en el PLD, y les cobro el equivalente en yenes a cien mil dólares el trabajo. Sé que parece mucho pero tengo gastos indirectos: equipamiento, múltiples residencias y una empresa de consultoría verdadera pero que siempre pierde dinero que me proporciona los registros fiscales y otras formas de legitimidad.

Benny. Me pregunté si sabría algo sobre lo ocurrido en el tren. La imagen del desconocido registrando los bolsillos de Kawamura cuando se desplomó resultaba tan inquietante como una pequeña semilla que se me hubiera quedado entre los dientes, y la recordaba una y otra vez esperando encontrarle algún sentido. ¿Una coincidencia? Quizá el hombre estuviera buscando algún tipo de identificación. No era la reacción más productiva para alguien que se vuelve azul por falta de oxígeno, pero la gente no preparada no siempre reacciona de forma racional en situaciones de estrés, y la primera vez que ves a alguien morirse delante de ti resulta estresante. O quizá fuera el contacto de Kawamura, que iba en el tren para efectuar algún tipo de intercambio. Tal vez ese fuera su acuerdo, un intercambio en marcha en un tren abarrotado. Kawamura llama al contacto desde Shibuya justo antes de subir al tren: «Estoy en el antepenúltimo vagón, ahora sale de la estación» y el contacto sabe dónde subir cuando el tren entra en la estación de Yoyogi. Podría ser, claro.

De hecho, en mi trabajo a menudo se producen pequeñas coincidencias. Empiezan de forma automática cuando uno se convierte en estudioso del comportamiento humano, cuando comienzas a seguir a una persona normal a lo largo de un día normal, escuchando sus conversaciones, aprendiendo sus costumbres. Las formas fluidas que se dan por supuestas desde cierta distancia pueden parecer inconexas y extrañas cuando se someten a un análisis minucioso, igual que las fibras de un tejido observadas bajo el microscopio.

Algunos de los blancos que acepto están implicados en negocios clandestinos y el factor de la coincidencia es especialmente elevado. He seguido a individuos que resulta que también estaban bajo vigilancia policial: uno de los motivos por el que mis prácticas de contravigilancia tienen que ser absolutamente sutiles. Las amantes son un elemento habitual y a veces incluso hay segundas familias. Un individuo al que tenía que eliminar me dio un susto de muerte cuando se lanzó a las vías del tren mientras le seguía por el andén del metro, con lo cual me ahorró el problema. El cliente estuvo encantado y desconcertado por el hecho de que hubiera sido capaz de hacer que pareciera un suicidio en el andén abarrotado de la estación.

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