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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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– Malo -le dije-. La primera planta es la de lencería. ¿Vas a mezclarte con cincuenta jovencitas con uniforme azul marino que compran sujetadores con relleno?

– Pensaba esperar fuera -repuso, y me imaginé que se había sonrojado.

La parte delantera del 109 es un punto de reunión habitual y suele estar lleno de una colección políglota de peatones.

– Lo siento, pensaba que ibas a por lencería -dije conteniendo las ganas de reír-. Quédate ahí y espera mi señal cuando lleguemos a tu altura.

– De acuerdo.

La frutería estaba apenas diez metros más adelante y seguía sin haber rastro de Kawamura. Tendría que aminorar la marcha. Estaba al otro lado de la calle, probablemente fuera del alcance de la vista de Kawamura, por lo que podía arriesgarme a pararme, quizá para juguetear con el teléfono móvil. Si miraba, de todos modos, me resultaría fácil mezclarme entre el gentío, gracias a los rasgos japoneses de mi padre. Harry, apodo de Haruyoshi, hijo de padres japoneses, nunca tiene que preocuparse por si llama la atención.

Cuando regresé a Tokio a comienzos de los años ochenta, mi pelo castaño, heredado de mi madre, actuaba como un chaleco reflectante para un cazador, y tuve que teñírmelo de negro para conseguir el anonimato que ahora me protege. Pero en los últimos años el país se ha vuelto loco por el chappatsu, o pelo teñido del color del té, y no tengo que preocuparme tanto por el tinte. Me gusta decirle a Harry que va a tener que ir de chappatsu si quiere encajar, pero Harry es demasiado otaku, un bicho raro, como para pararse a pensar en el aspecto personal. De todos modos, supongo que tampoco puede hacer gran cosa en ese sentido: le caracterizan una sonrisa torpe que siempre parece anteceder a un golpe, la tendencia a parpadear rápido cuando está emocionado y un rostro que nunca ha perdido la grasa infantil, redondez que acentúa la mata de pelo negro y grueso que, en los días malos, parece flotar por encima. Pero esas mismas cualidades que no le convertirán en rostro de portada de las revistas le confieren una discreción que contribuye a que vigile con eficacia.

Había llegado al punto de estar convencido de que tendría que pararme cuando Kawamura saliera de la frutería y se reintrodujera en la riada humana. Me entretuve lo más posible para aumentar la distancia que nos separaba, observando su cabeceo mientras seguía calle abajo. Para ser japonés era alto, y eso ayudaba, pero llevaba un traje oscuro al igual que el noventa por ciento del gentío, incluidos Harry y yo, por lo que no podía quedarme muy atrás.

Justo cuando había alcanzado la distancia correcta, se detuvo y se volvió para encender un pitillo. Yo seguí avanzando lentamente por detrás de él y a la derecha del grupo que nos separaba, sabiendo que no sería capaz de distinguirme si avanzaba con la gente. Continué con la vista fija en las espaldas de los trajes que tenía delante, como un aburrido trabajador más por las mañanas. Al cabo de un momento se giró y empezó a avanzar otra vez.

Me permití esbozar una sonrisa de satisfacción. Los japoneses no se detienen para encender un pitillo, si se pararan perderían semanas en el cómputo total de su vida adulta. Tampoco tenía ningún motivo, como un viento fuerte de cara que le impidiera encender una cerilla, para volverse y mirar hacia el gentío que tenía detrás. Los intentos obvios de Kawamura por ejercer la contravigilancia no hacían más que confirmar su culpabilidad.

Culpable de algo que no sé y sobre lo que, de hecho, nunca pregunto. Sólo insisto en algunas cuestiones. ¿El objetivo es un hombre? No trabajo contra mujeres ni niños. ¿Han contratado a alguien más para solucionar este problema? No quiero que mi operación se vea entorpecida por la idea que alguien tenga de un equipo B y, si se me contrata, quiero tener la exclusiva. ¿El objetivo es el jefe? Soluciono problemas directamente, como cuando era soldado, y no envío mensajes a través de terceros no implicados como haría un terrorista. El interés por la última pregunta es que me gusta ver pruebas independientes de culpabilidad: confirman que sin duda el objetivo es el jefe y no un inocente desinformado.

En dieciocho años me han faltado esas pruebas en dos ocasiones. Una vez me enviaron a atacar al hermano de un director de periódico que publicaba artículos sobre la corrupción en el distrito electoral de cierto político. La otra vez fue contra el padre de un banquero reformista que mostró un celo excesivo en la investigación de la envergadura y naturaleza de las deudas incobrables de su institución. Me habría gustado actuar directamente contra el director y el reformista, en caso de que me hubieran contratado para ello pero, al parecer, los clientes en cuestión tenían motivos para tomar un camino más largo que implicaba engañarme a mí. Ya han dejado de ser clientes míos, por supuesto. Definitivamente.

No soy un sicario, aunque sí lo fui en el pasado. Y aunque en cierto sentido llevo una vida de servicio, ya no soy samurái. La esencia del samurái no es sólo el servicio, sino la lealtad a su señor, a una causa más importante que sí mismo. En otra época me consumía la lealtad; fue el período en el que, embargado por la ética samurái que había asimilado de las novelas escapistas y cómics de mi adolescencia en Japón, estaba dispuesto a morir al servicio de mi señor feudal adoptado, Estados Unidos. Pero los amores tan poco críticos y no correspondidos como ése no pueden durar y suelen tener un final dramático, como le ocurrió al mío. Ahora soy realista.

Llegué al edificio 109.

– Pasando -informé, sin necesidad de hablar hacia la solapa o alguna estupidez similar; los transmisores son lo suficientemente sensibles como para no tener que realizar ningún movimiento sutil que dispare la alerta de un equipo de contravigilancia experto. No es que pensara que lo hubiera, pero siempre hay que imaginarse lo peor. Harry sabría que pasaba por su posición y retomaría la suya en un momento.

De hecho, la popularidad de los teléfonos móviles con auricular facilita este tipo de trabajo. Si antes alguien iba caminando solo y hablando entre dientes, o era un loco o un agente de seguridad o espionaje. En la actualidad, este tipo de comportamiento es de lo más habitual entre la generación del keitai de Japón, la del móvil.

El semáforo del fondo de Dogenzaka estaba rojo y la muchedumbre se solidificaba a medida que nos acercábamos a la intersección de cinco calles situada frente a la estación de tren. Letreros de neón estridentes y monitores de vídeo enormes destellaban con frenesí en los edificios que nos rodeaban. Un camión diesel hizo chirriar las marchas mientras avanzaba con dificultad por la intersección, de forma tan farragosa como una barcaza en un río enlodado. Por el megáfono retumbaban canciones patrióticas de derechas que se oían distorsionadas y, durante unos instantes, ahogaron los timbres de las bicicletas de los trabajadores que advertían a los peatones para que se apartaran. Un vendedor ambulante orientó la carretilla por entre el gentío; su sudor resbalaba por las mejillas y el olor del pescado al vapor y del arroz seguía su estela zigzagueante. Un indigente sin edad, probablemente un ex sarariman que había perdido el trabajo y las amarras cuando estalló la burbuja a finales de los años ochenta, dormía apoyado en la base de una farola, ajeno a la tormenta que lo rodeaba por el alcohol o la desesperación.

La intersección de Dogenzaka está así de día y de noche y, en la hora punta, cuando el semáforo se pone verde, más de trescientas personas bajan de la acera a la vez, mientras otras veinticinco mil esperan en la aglomeración. A partir de ahí, sería hombro con hombro, espalda contra pecho. Me mantendría cerca de Kawamura, a no más de cinco metros, lo cual situaría a unas doscientas personas entre nosotros. Sabía que tenía un abono y no tendría que comprar billete. Harry y yo habíamos comprado los billetes por adelantado, por lo que podríamos seguirle directamente por las portezuelas. No es que el vigilante fuera a darse cuenta. En horas punta, están prácticamente anestesiados por las multitudes; da igual lo que les enseñes, seguro que con el pase del equipo de béisbol te dejan pasar.

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