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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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El semáforo cambió y las multitudes avanzaron desde ambos lados como en la escena de una batalla de alguna superproducción medieval. Estoy convencido de que los habitantes de Tokio están equipados con un radar invisible para evitar choques masivos en medio de la calle. Observé a Kawamura mientras cortaba en diagonal hacia la estación, y maniobré detrás de él. Había cinco personas entre nosotros cuando pasamos rápidamente junto a la cabina del vigilante. Entonces tenía que mantenerme cerca de él. Cuando llegara el tren sería el caos: se apearían cinco mil personas y habría cinco mil más apiñadas en espera de subirse, todas luchando para hacerse un hueco. Los extranjeros que consideran que la japonesa es una sociedad educada no se han subido nunca en el Yamanote en hora punta.

La riada humana subió las escaleras en dirección al andén, y los sonidos y olores de la estación parecieron provocar una sensación adicional de apremio en el gentío. Estábamos nadando contracorriente con respecto a la gente que acababa de bajar del tren y cuando llegamos al andén las puertas ya se cerraban dejando fuera bolsos y codos que sobresalían. Para cuando pasamos el quiosco situado a mitad del andén, el último vagón ya había pasado y en un momento desapareció. El siguiente tren llegaría en un par de minutos.

Kawamura iba arrastrando los pies por la zona media del andén. Me quedé detrás de él pero me aparté de las vías, para evitar su estela. Estaba mirando arriba y abajo del andén, pero aunque se hubiera fijado en Harry o en mí antes, el hecho de vernos esperar el tren no le pondría nervioso. La mitad de las personas que esperaban acababan de bajar por Dogenzaka.

Oí el estruendo del siguiente tren mientras Harry pasaba de largo por mi lado como un avión de combate acercándose a la torre de control de un portaaviones, el ligero asentimiento de cabeza me indicó que el resto era cosa mía. Le había dicho que sólo necesitaba su ayuda hasta que Kawamura se subiera al tren, que es adonde había ido siempre durante nuestras labores de vigilancia previas. Harry había hecho un buen trabajo, como era habitual, ayudándome a acercarme al objetivo y, de acuerdo con el guión, en ese momento abandonaba la escena. Me pondría en contacto con él más tarde, cuando hubiera terminado la parte del trabajo que hacía yo solo.

Harry piensa que soy detective privado y que lo único que hago es seguir a la gente para recopilar información. A fin de evitar que sospeche -debido al índice de mortalidad demasiado elevado que hay entre los tipos que seguimos-, a menudo le hago seguir a personas que no me interesan lo más mínimo, las cuales me proporcionan una especie de tapadera al seguir con su vida feliz y ajena a lo que sucede. Además, siempre que sea posible, evito compartir el nombre del objetivo con Harry para minimizar las posibilidades de que se encuentre con demasiados obituarios coincidentes. De todos modos, algunos de nuestros objetivos tienen la costumbre de morir al final de la vigilancia y sé que Harry tiene un talante curioso. Hasta el momento no ha preguntado, lo cual ya está bien. Harry me gusta como valor activo y no querría que se convirtiera en un problema.

Me acerqué a Kawamura por detrás, como otro trabajador más que intentara encontrar una buena posición para subir al tren. Era la parte más delicada de la operación. Si la pifiaba, sospecharía y sería difícil acercarse lo suficiente para intentarlo de nuevo.

Introduje la mano derecha en el bolsillo de mis pantalones y toqué un imán controlado mediante un microprocesador, de tamaño y peso similar a una moneda de veinticinco centavos. Una cara del imán estaba recubierta de una tela de estambre azul, como la del traje que vestía Kawamura. En caso necesario, podría haber arrancado el azul para dejar el gris al descubierto, el otro color que Kawamura solía vestir. En la otra cara del imán había un recubrimiento adhesivo.

Extraje el imán del bolsillo y lo protegí de las miradas ahuecando la mano. Tendría que esperar el momento adecuado, cuando Kawamura estuviera distraído. Bastaría con un poco de distracción; quizá mientras subíamos al tren. Pelé el papel encerado que cubría el adhesivo y me lo introduje en el bolsillo izquierdo del pantalón hecho una bola.

El tren apareció desde el fondo del andén y se nos acercó a toda velocidad. Kawamura extrajo un teléfono móvil del bolsillo del pecho. Empezó a marcar un número.

«Bueno, hazlo ahora», pensé. Le rocé y pegué el imán en la americana del traje, justo debajo del omóplato izquierdo. Luego me aparté unos pasos en el andén.

Kawamura sólo habló por teléfono unos segundos, demasiado bajito para que le oyera por encima de los frenos chirriantes del tren, que se detuvo delante de nosotros, y luego se guardó el teléfono en el mismo bolsillo. Me pregunté a quién habría llamado. No importaba. Dos estaciones más adelante, tres como mucho, y se habría acabado.

El tren se detuvo y abrió las puertas para dejar salir un vertido humano a borbotones. Cuando el torrente se convirtió en goteo, las filas que aguardaban a ambos lados de las puertas se abalanzaron hacia el interior, como si alguien hubiera pulsado la tecla de inversión en una aspiradora gigantesca. La gente seguía apiñándose a pesar de las advertencias que decían «Las puertas se están cerrando» y la masa de trabajadores se fue hinchando hasta que nos quedamos bien clavados en el sitio, sin necesidad de agarrarnos a los asideros superiores porque era imposible caerse. Se cerraron las puertas, el vagón dio una sacudida hacia delante y nos pusimos en marcha.

Exhalé lentamente y giré la cabeza de lado a lado, escuchando cómo me crujían los huesos, notando cómo iban desapareciendo los últimos resquicios de nerviosismo a medida que se acercaba el final. Siempre he tenido estas sensaciones. Cuando era adolescente, viví durante una época cerca de una población atravesada por una serie de desfiladeros por los cuales se podía saltar hacia unas zonas de baño profundas. Veía a los chicos mayores haciéndolo constantemente, no parecía tan difícil. Sin embargo, la primera vez que subí a la cima y miré hacia abajo, me pareció increíble ver lo alto que era y me quedé inmóvil. Pero los demás muchachos estaban mirando. Y justo entonces supe que independientemente de lo asustado que estuviera, independientemente de lo que pudiera pasar, saltaría, y entonces una parte instintiva de mi ser desconectó mi conciencia de todo lo que no fuera la acción sencilla y muscular de correr hacia delante. No tenía ninguna otra percepción, ninguna conciencia de un futuro más allá de dar esos pasos rápidos y enérgicos. Recuerdo haber pensado que ni siquiera importaba si moría en el intento.

Kawamura estaba frente a la puerta en un extremo del vagón, a un metro de mí, con la mano derecha agarrada a un asidero. Tenía que mantenerme cerca de él.

La instrucción que había recibido era que aquello tenía que parecer natural: ésa mi especialidad, y el motivo por el que siempre había demanda de mis servicios. Harry había conseguido el historial médico de Kawamura en el Hospital Universitario de Jikei, y gracias a eso descubrimos que estaba aquejado de una enfermedad llamada bloqueo cardíaco completo y debía su vida a un marcapasos que le habían implantado hacía cinco años.

Me di la vuelta de forma que estuviera de espaldas a la puerta, una ligera violación del protocolo mínimo para viajar en tren en Tokio, pero no quería que alguien que hablara inglés viera el tipo de instrucciones que aparecerían en la pantalla del ordenador PDA que llevaba. Me había descargado un programa de interrogación cardíaca, igual que el que utiliza un médico para ajustar el marcapasos de un paciente. Y lo había amañado de forma que el PDA enviara órdenes por infrarrojos al imán de control. La única diferencia entre el sistema de un cardiólogo y el mío radicaba en que el mío era inalámbrico y miniaturizado. Eso y que yo no había hecho el juramento hipocrático.

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