»Yo le dije que no lo haría si no verificaba su autoridad. Luego se pusieron a la radio dos personas más, que afirmaron ser los superiores de ese tipo. Uno de ellos dice: "Se le ha dado una orden directa bajo la autoridad del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Obedezca esa orden o asuma las consecuencias".
»De modo que volví con el resto de la unidad para hablarlo. Estaban vigilando a los lugareños. Les dije lo que acababa de oír. A la mayoría de los chicos les causó el mismo efecto que a mí: les dejó helados, les dio miedo. Pero algunos estaban excitados: "De ningún modo", decían. "¿Nos dicen que los liquidemos ? ¡Pues cojonudo!" Aun así, todos teníamos dudas.
»Tenía un amigo, Jimmy Calhoun, al que todos llamaban el Loco Genial. No había participado mucho en la conversación. De pronto dice: "Parecéis mariquitas, joder. Si hay que liquidarlos, hay que liquidarlos". Empieza a gritarles a los lugareños en vietnamita: "¡Al suelo, todo el mundo al suelo! Num suyn! ". Y los campesinos obedecen. Todos nos quedamos fascinados, preguntándonos qué va a hacer. Jimmy ni siquiera se para a pensar: da un paso atrás, toma el rifle y de pronto ¡ka-pop!, ¡ka-pop! empieza a dispararles. Fue extraño: nadie intentó salir corriendo. Entonces otro de los chicos grita: "¡Jodido Loco Genial!" y también echa mano del rifle. Acto seguido todos estábamos descargando nuestra munición contra esa gente, destrozándolos. Se acababa una carga, apretabas, tirabas, ponías una nueva carga y seguías disparando.
Mantenía la voz firme, con la mirada fija hacia delante, recordando.
– Si pudiera volver atrás, intentaría pararlo. De verdad lo haría. No participaría. Y los recuerdos me persiguen. Me he pasado veinte años corriendo, pero al final es como intentar deshacerse de tu propia sombra.
Se produjo un silencio prolongado e imaginé que pensaría que se acababa de acostar con un monstruo.
– Ojalá no me lo hubieras contado -me dijo, confirmando mis sospechas.
Me encogí de hombros. Me sentía vacío.
– Quizá sea mejor que lo sepas.
Negó con la cabeza.
– No es eso lo que quería decir. Es una historia muy triste. Es muy triste ver lo que has tenido que pasar. Nunca me imaginé la guerra como algo tan… personal.
– Vaya si fue personal. En ambos bandos. Concedían medallas especiales a los del ENV, los soldados del Ejército Norvietnamita, que mataran a un americano. La prueba era una cabeza cortada. Si matabas a alguien del GOE, conseguías diez mil piastras más, la paga de varios meses.
Me volvió a tocar la cara y observé una profunda comprensión en sus ojos.
– Tenías razón. Has vivido un infierno. No lo sabía.
Le cogí las manos y las aparté suavemente.
– Y no has oído la mejor parte. La información que decía que el pueblo era un centro estratégico del Vietcong, ¿te acuerdas? Todo falso. Ninguna red de túneles, nada de arroz ni arsenales escondidos.
– Sonna, sonna koto … -articuló a duras penas-. Quieres decir… pero, John, tú no lo sabías.
Me encogí de hombros.
– Ni siquiera una rodada de camión. Joder, lo habríamos podido comprobar en un segundo antes de empezar a masacrar a gente.
– Pero eras muy joven. Debías de estar desquiciado por el miedo y la rabia.
Sentía que me estaba mirando. Bueno. Después de todo aquello, las palabras sonaban como muertas, como sonidos vacíos de contenido.
– ¿Es eso lo que querías decir la primera noche? -preguntó-. ¿Lo de no ser una persona indulgente?
Recordé que se lo había dicho; recordé que me había mirado como si fuera a preguntarme sobre el tema y que luego pareció desistir.
– No es eso exactamente lo que quería decir. Estaba pensando en otras personas, no en mí mismo. Pero supongo que también es aplicable a mí.
Asintió lentamente.
– Yo tenía una amiga en Chiba llamada Mika. Cuando yo estaba en Nueva York, tuvo un accidente de coche. Atropello a una niña que jugaba en la calle. Mika conducía a cuarenta y cinco kilómetros por hora, el límite de velocidad, y la niña apareció con su bicicleta y se puso frente al coche. No pudo hacer nada. Fue mala suerte. Le habría ocurrido a cualquiera que estuviera conduciendo el coche en aquel lugar y en aquel instante.
En un momento dado comprendí adonde quería llegar. Lo había sabido todo el rato, incluso antes de la evaluación psicológica que me habían hecho en una ocasión para ver cómo llevaba la gran tensión del GOE. El loquero con el que me hicieron hablar me había dicho lo mismo: «¿Cómo vas a culparte por circunstancias que escapaban a tu control?».
Recuerdo aquella conversación. Recuerdo que escuché toda aquella mierda, medio enfadado y medio divertido ante sus intentos de sacármelo todo. Al final le solté: «¿Ha matado usted alguna vez a alguien, doctor?». No me respondió y me fui. No sé qué pondría en su evaluación. Pero no me expulsaron del GOE. Eso vino más tarde.
– ¿Aún trabajas con esa gente? -me preguntó Midori.
– Hay contactos -respondí.
– ¿Por qué? -preguntó ella al cabo de un momento-. ¿Por qué seguir vinculado a cosas que te provocan pesadillas?
Eché un vistazo por la ventana. La luna estaba más alta y la luz se iba retirando de la habitación.
– Es difícil de explicar -respondí lentamente. Observé su pelo que brillaba bajo la pálida luz, como una cascada de agua. Le pasé los dedos por entre los cabellos, cogiéndolos con la mano y luego soltándolos-. Parte de lo que yo era en Vietnam no encajó bien con mi vida cuando volví a Estados Unidos. Algunas cosas son propias de la guerra, pero luego te siguen cuando te vas. Tras la guerra, me di cuenta de que no podía volver a la vida que había dejado. Quería volver a Asia, porque aquí mis fantasmas se rebelaban menos, pero era algo más que una cuestión geográfica. Todo lo que había hecho tenía sentido en la guerra, estaba justificado por la guerra, no podía vivir con ello fuera de la guerra. De modo que necesitaba seguir en guerra.
Sus ojos eran dos estanques oscuros.
– Pero no puedes estar en guerra toda la vida, John.
Esbocé una débil sonrisa.
– Un tiburón no puede dejar de nadar, o muere.
– Tú no eres un tiburón.
– Yo no sé lo que soy -respondí. Me froté las sienes con los dedos, intentando organizar las imágenes, pasadas y presentes, que chocaban en mi mente-. No lo sé.
Pasamos un rato tranquilos y sentí que se apoderaba de mí una agradable somnolencia. Iba a lamentar todo aquello. Una parte de mi mente se mantenía lúcida y lo veía claro. Pero parecía mucho más urgente dormir un poco y, en cualquier caso, lo hecho, hecho estaba.
Me dormí, pero el dolor de la espalda hizo que mi sueño fuera tenso y, en los momentos en que la conciencia hacía una breve aparición, habría dudado de que todo aquello hubiera sucedido realmente si no fuera porque ella seguía a mi lado. Entonces me dejaba arrastrar de nuevo por el sueño, para enfrentarme a fantasmas aún más personales, más terribles aún que aquellos de los que podía hablarle a Midori.
Cuando vuestra espada intercepte la del adversario,
no podéis vacilar, sino que debéis atacar
con la resolución completa de todo el cuerpo…
El libro de los cinco anillos ,
Miyamoto Musashi
A la mañana siguiente estaba sentado con la espalda apoyada en la pared, en mi posición estratégica favorita de Las Chicas, esperando la llegada de Franklin Bulfinch.
Era una mañana soleada y fría y entre la luz brillante que se filtraba por las ventanas y el ambiente moderno del que se enorgullece Las Chicas, me sentía a gusto con las gafas de sol Oakley de imitación que había comprado por el camino.
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