No daba la impresión de que alguien merodeara por allí. A no ser que la esperaran en el apartamento o cerca, esa noche estaría segura.
Extraje la unidad de Harry y activé el teléfono de ella para oírlo por mi teléfono móvil. Silencio.
Al cabo de un minuto oí el cerrojo de la puerta, luego que se abría y cerraba. Pasos amortiguados. Luego el sonido de más pasos, de más de una persona.
Un grito ahogado.
Acto seguido, una voz masculina.
– Escuche. Escuche atentamente. No tenga miedo. Sentimos que se haya asustado. Estamos investigando un asunto de seguridad nacional. Tenemos que actuar con gran cautela. Entiéndalo, por favor.
La voz de Midori, poco más que un susurro.
– Enséñenme… enséñenme la identificación.
– No tenemos tiempo para eso. Tenemos que hacerle unas preguntas y luego nos marcharemos.
– Muéstrenme su identificación -la oí decir con voz más fuerte- o voy a empezar a hacer ruido. Y las paredes de este edificio son muy, pero que muy finas. Probablemente ahora ya me hayan oído.
El corazón me dio un vuelco. Aquella mujer tenía instinto y agallas.
– Nada de ruidos, por favor -fue la respuesta. Luego la reverberación de un buen bofetón.
Le estaban dando una paliza. Tendría que actuar.
Oí su respiración, entrecortada.
– ¿Qué coño quieren?
– Su padre llevaba algo encima cuando murió. Ahora lo tiene usted. Lo necesitamos.
– No sé de qué están hablando.
Otro bofetón. Mierda.
No podía entrar en el edificio sin llave. Aunque alguien entrara o saliera en ese preciso instante de forma que yo pudiera introducirme en el edificio, nunca conseguiría llegar hasta su apartamento para ayudarla. Quizá pudiera derribar la puerta de una patada. Y tal vez hubiera cuatro tipos armados a tres metros que me abatirían a tiros antes de estar en el interior.
Corté la conexión con la unidad e introduje su número en el móvil. Su teléfono sonó tres veces y luego saltó el contestador automático.
Colgué y repetí el procedimiento mediante la tecla de rellamada, una y otra vez. Una y otra vez.
Quería ponerlos nerviosos, darles que pensar. Si alguien intentaba comunicar con ella las veces suficientes, quizá la dejaran responder para disipar posibles sospechas.
Al quinto intento contestó.
– Moshi moshi -dijo ella con voz vacilante.
– Midori, soy John. Ya sé que no puedes hablar. Sé que hay unos hombres en tu apartamento. Dime: «No hay ningún hombre en mi apartamento, abuela».
– ¿Qué?
– Que digas que no hay ningún hombre en tu apartamento, abuela.
– No hay… No hay ningún hombre en mi apartamento, abuela.
– Buena chica. Ahora di: «No, no quiero que vengas ahora. Aquí no hay nadie».
– No, no quiero que vengas ahora. Aquí no hay nadie.
Esos hombres empezarían a tener ganas de marcharse del apartamento.
– Muy bien. Sigue discutiendo con tu abuela, ¿vale? Esos hombres no son la policía; ya lo sabes. Puedo ayudarte, pero sólo si salen de tu apartamento. Diles que tu padre llevaba unos papeles cuando murió pero que están escondidos en su apartamento. Diles que les llevarás allí y se los enseñarás. Diles que no puedes describirles el escondrijo; está en un sitio de la pared y tendrás que enseñárselo. ¿Lo entiendes?
– Abuela, te preocupas demasiado.
– Esperaré fuera -dije y corté la conexión.
«¿Qué dirección es probable que tomen?», pensé en un intento por decidir dónde tenderles una emboscada. Pero justo entonces, una anciana, doblada por la cintura por culpa de haber pasado la infancia desnutrida y trabajando en los arrozales, salió del ascensor para bajar la basura. Las puertas electrónicas se abrieron para que saliera del edificio y aproveché para entrar.
Sabía que Midori vivía en la tercera planta. Subí la escalera a toda velocidad y me paré en la parte exterior de la entrada de su planta, aguzando el oído. Al cabo de medio minuto de silencio, oí el sonido de una puerta que se abría desde algún punto del pasillo.
Entreabrí la puerta, extraje el llavero y coloque el espejo dental abierto por entre la abertura hasta que conseguí ver el pasillo largo y estrecho. Un japonés salía de un apartamento. Miró a izquierda y derecha y asintió. Al cabo de un momento Midori salió, seguida de cerca de otro japonés. El segundo la agarraba por el hombro sin mucha delicadeza.
El que iba delante comprobó que no había nadie en todo el pasillo y entonces se dirigieron hacia donde yo estaba. Retiré el espejo. En la pared había un extintor del tipo C0 2, lo agarré y me situé a la derecha de la puerta, hacia el lado por el que se abría. Extraje la anilla y apunté la boquilla hacia arriba.
Transcurrieron dos segundos, luego cinco. Oí sus pasos acercándose, los oí justo al otro lado de la puerta.
Respiraba de forma superficial por la boca, tenía los dedos tensos alrededor del gatillo del extintor.
Durante una fracción de segundo, en mi imaginación, vi que la puerta empezaba a abrirse, pero no. Habían pasado de largo, camino de los ascensores.
Maldita sea. Pensé que irían por las escaleras. Volví a abrir la puerta y coloqué el espejo ajustando el ángulo hasta que los vi. Midori iba entre ellos dos y el tipo que tenía detrás le sostenía algo contra la espalda. Supuse que se trataba de una pistola, pero podía tratarse de un cuchillo.
No podía seguirles desde allí con la esperanza de sorprenderles. No podría reducir esa distancia antes de que me oyeran venir y, si iban armados, mis posibilidades iban de pocas a nulas.
Me giré y bajé las escaleras a toda velocidad. Cuando llegué a la primera planta atravesé el vestíbulo y me paré detrás de una columna junto a la cual tendrían que pasar al salir del ascensor. Me apuntalé el extintor contra la cintura y coloqué el espejo pasada la esquina de la columna.
Aparecieron al cabo de medio minuto, agrupados en el tipo de formación que se aprende a evitar el primer día de adiestramiento en las Fuerzas Especiales porque deja vulnerable a todo el equipo en caso de emboscada o mina. Estaba claro que temían que Midori intentara echar a correr.
Volví a introducirme el espejo y el llavero en el bolsillo mientras escuchaba sus pasos. Cuando estaban apenas a unos centímetros de distancia proferí un kiyai de guerrero y salí de un salto, apretando el disparador y apuntando a la altura de la cara.
No pasó nada. El extintor hipó y luego emitió un silbido decepcionante. Eso fue todo.
El tipo que iba en cabeza se quedó boquiabierto y empezó a rebuscar algo en el abrigo. Pensando que me movía a cámara lenta, convencido de que actuaría un segundo tarde, levanté el culo del extintor. Vi que sacaba la mano y que tenía un revólver de cañón corto. Me planté delante con contundencia y le clavé el extintor en la cara como si fuera un ariete, empujando con todo el cuerpo. Escuché un ruido sordo que me satisfizo y se cayó encima de Midori y del tipo que iba detrás; el arma sonó al caer al suelo.
El segundo tipo tropezó hacia atrás y se separó de Midori, haciendo el molinillo con el brazo izquierdo. Llevaba una pistola en la otra mano e intentaba mantenerla delante de él.
Lancé el extintor como si fuera un misil y le di de pleno. Se desplomó y me coloqué encima de él enseguida, agarré la pistola y se la arranqué de la mano. Antes de que pudiera levantar las manos para protegerse, le di con la culata en el mastoides, detrás de la oreja. Se oyó un fuerte crujido y se quedó inerte.
Me giré y levanté la pistola, pero su amigo no se movía. Tenía la cara como si acabara de chocar contra un mástil.
Me volví hacia Midori justo a tiempo de ver a un tercer matón saliendo del ascensor, donde debía de estar apostado desde el comienzo. Sujetó a Midori por el cuello desde atrás con la mano izquierda, intentando usarla como escudo, mientras se llevaba la mano derecha al bolsillo de la chaqueta en busca de un arma. Pero antes de que la sacara, Midori hizo un giro en el sentido contrario al de las agujas del reloj, le agarró la muñeca izquierda y le retorció el brazo hacia fuera y hacia atrás con una típica llave san-kyo de aikido. Su reacción puso de manifiesto que estaba preparado: lanzó el cuerpo en dirección a la llave para evitar que se le rompiera el brazo y aterrizó con una caída suave de ukemi . No obstante, antes de que pudiera recuperarse cubrí la distancia y le propiné una patada estilo gol de campo en la cabeza con la fuerza suficiente como para que levantara todo el cuerpo del suelo.
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