Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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«Aquellos eran buenos tiempos», pensó Jax. Era un rey del graffiti en medio del más poderoso movimiento cultural negro desde el Renacimiento de Harlem: el hip-hop.

Seguro que el Renacimiento debió de ser dabuten. Pero para Jax había sido una cosa de personas pensantes. Venía de la cabeza. El hip-hop explotaba desde el fondo del alma y desde el corazón. No había nacido en las universidades o los lofts de los escritores: venía directamente de las putas calles, de los chavales airados, luchadores y desesperados, cuyas vidas eran de una dureza increíble y cuyos hogares estaban rotos, que andaban por las aceras colocados hasta arriba con las ampollas de crack que desechaban los adictos, las cuales tenían puntitos de sangre seca, que ya estaba marrón. Era el grito salvaje de la gente que tenía que gritar para que se la oyera… Los cuatro puntales del hip-hop lo ofrecían todo: música, con los pinchadiscos; poesía, con el rap de los maestros de ceremonias; baile, con el breakdance ; y arte, con lo que era la propia contribución de Jax: los graffiti.

Precisamente allí, en la calle 116, se detuvo a mirar el lugar en donde había estado el baratillo de Woolworth. La tienda no sobrevivió al caos que siguió al famoso apagón de 1977, pero lo que surgió en su lugar fue un auténtico milagro, el club de hip-hop número uno de toda la nación, Harlem World. Tres pisos con todas las clases de música que uno pudiera imaginar: radical, adictiva, electrificante. Bailarines de breakdance girando como peonzas, contorsionándose como olas en medio de una tormenta. Pinchadiscos tocando para las pistas de baile que estaban hasta arriba, y maestros de ceremonias haciendo el amor con sus micrófonos y llenando la sala con sus duros poemas estilo «no me jodas», palpitando al ritmo de un corazón de verdad. En Harlem World era donde empezaban los desafíos, las batallas de raperos. Jax había tenido la suficiente fortuna como para ver a los que eran considerados los más famosos de todos los tiempos: los Cold Crush Brothers y los Fantastic Five…

Harlem World ya no existía, por supuesto. Tampoco existían -las habían limpiado o se habían borrado o habían pintado encima de ellas- las miles de firmas y obras maestras de Jax, así como las de las otras leyendas del graffiti de los inicios de la era del hip-hop, Julio y Kool y Taki. Los reyes del graffiti.

Había quien lamentaba la muerte del hip-hop, que se había convertido en la BET -Black Entertainment Televisión-, raperos multimillonarios en todo terrenos metalizados, Bad Boys II, grandes negocios, chicos blancos de zonas residenciales, descargas para iPods y reproductores de MP3 y radio por satélite. Era… bueno, allí mismo había un ejemplo de ello: Jax estaba mirando un autobús turístico de dos pisos que iba tranquilamente hacia un club cercano. En un lado había un cartel que ponía Tours del rap y el hip-hop. Vea el auténtico Harlem . Los pasajeros eran una mezcla de negros y blancos y turistas asiáticos. Oyó fragmentos de la perorata memorizada del conductor, así como la promesa de que pronto iban a detenerse a comer en un restaurante de «auténtica comida soul».

Pero Jax no estaba de acuerdo con los quejicas que lamentaban que los viejos tiempos se habían ido para siempre. El corazón de la zona norte del barrio permanecía puro. Nada podría cambiarlo jamás. Fíjate en el Cotton Club, reflexionó, esa institución de los años veinte, templo del jazz, el swing y el piano lleno de ritmo. Todo el mundo creía que era el auténtico Harlem, ¿verdad? ¿Cuánta gente sabía que era exclusivamente para público blanco? (Hasta el célebre W. C. Handy, uno de los más grandes compositores americanos de todos los tiempos, había sido rechazado en la puerta mientras su propia música sonaba dentro).

Bueno, ¿saben qué? El Cotton Club estaba muerto. Harlem no. Y nunca lo estaría. El Renacimiento había terminado y el hip-hop había cambiado. Pero filtrándose por las calles en medio de las cuales estaba Jax en ese momento, se percibía un movimiento completamente nuevo. Se preguntó cómo sería exactamente. Y si él estaría allí para verlo. Si no manejaba bien el asunto de Geneva Settle, en veinticuatro horas estaría muerto o de nuevo en la cárcel.

«Disfruten de su comida soul», les dijo mentalmente a los turistas cuando el autobús se apartó del bordillo.

Siguiendo calle arriba todavía otro trecho, Jax finalmente encontró a Ralph, que estaba -por supuesto- apoyado en un edificio tapiado.

– Tronco -dijo Jax.

– ¿ Q'passa ?

Jax siguió andando.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Ralph, apresurándose para seguirle el paso al hombretón.

– Bonito día para un paseo.

– Hace frío.

– Andando entrarás en calor.

Siguieron andando durante un rato; Jax hacía caso omiso de las puñeteras quejas de Ralph. Se detuvo en Papaya King y compró cuatro perritos y dos zumos, sin preguntarle a Ralph si tenía hambre. O si era vegetariano o si el zumo de mango le revolvía las tripas. Pagó y volvió a salir a la calle, tendiéndole al esquelético hombre su comida.

– No te lo comas aquí. Vámonos. -Jax miró a un lado y a otro de la calle. Nadie los seguía. Empezó a andar otra vez, moviéndose con rapidez. Ralph le seguía.

– ¿Estamos andando porque no confías en mí?

– Ajá.

– ¿Y por qué de repente ya no confías en mí?

– Porque has tenido tiempo de jugármela desde la última vez que nos vimos. ¿Qué pasa aquí exactamente ?

– Bonito día pa' dar un paseo -fue la respuesta de Ralph. Y dio un mordisco a su perrito caliente.

Continuaron unos metros hasta una calle que parecía desierta y doblaron hacia el sur. Jax se detuvo. Ralph también, y se apoyó en una reja de hierro forjado, frente a un edificio de piedra rojiza. Jax comió sus perritos y bebió su zumo de mango. Ralph devoró su comida.

Comiendo y bebiendo, como si fueran dos albañiles o limpiadores de cristales a la hora del almuerzo. No tenía nada de sospechoso.

– ¡Mierda! Sí que hacen buenos perritos en ese lugar -dijo Ralph.

Jax se terminó su comida, se limpió las manos en la cazadora y palpó la camiseta y los vaqueros de Ralph. No tenía micrófonos.

– Adelante. ¿Qué has encontrado?

– La chica Settle, ¿no? Va al Langston Hughes. ¿Lo conoces? El instituto.

– Por supuesto que lo conozco. ¿Está ahora allí?

– No lo sé. Tú preguntaste dónde, no cuándo. Pero les oí decir algo más a mis chavales del barrio.

El barrio

– Dicen que la llevó alguien a casa. Que está con ella to'el tiempo.

– ¿Quién? -preguntó Jax-. ¿Maderos? -Se preguntó por qué se tomaba la molestia de preguntar. Por supuesto que eran ellos.

– Eso parece.

Jax se terminó su zumo.

– ¿Y la otra cosa?

Ralph frunció el ceño.

– Lo que te pedí.

– Ah. -El faraón miró alrededor. Luego se sacó del bolsillo una bolsa de papel y la deslizó en la mano de Jax. Éste palpó la bolsa y notó a través de ella que la pipa era una automática y que era pequeña. Bien. Tal como había pedido. Al mover la bolsa, las balas sueltas que estaban en el fondo hicieron un ruidillo seco al chocar unas contra otras.

– Entonces… -dijo Ralph con cautela.

– Entonces… -Jax sacó unos billetes de su bolsillo y se los entregó a Ralph, y luego se inclinó acercándose al hombre. Sintió un olor a whisky, a cebolla y a mango-. Ahora, óyeme bien. Nuestro negocio ha terminado aquí. Si me entero de que le has hablado a alguien de esto, o incluso de que has mencionado mi nombre, te encontraré y haré picadillo con tu culo. Le puedes preguntar a DeLisle, y él te contará que soy un tío chungo cuando me fastidian. ¿Me entiendes?

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