– Lo sabía antes de que te lo contara -dijo Jonette. Luego miró al agente-. ¿Quiere hacerlo ya?
– Por supuesto.
Entonces el agradable policía de voz suave puso cara de perro rabioso y gritó:
– ¿Qué coño está haciendo aquí?
– ¡Quítame tus asquerosas manos de encima, gilipollas! -gritó Jonette, volviendo a meterse en su personaje.
El detective la cogió por el brazo y la empujó contra la puerta. Ella se tropezó y se dio de bruces contra la pared.
– Que te den por culo, mamón, te voy a demandar por maltrato o alguna otra mierda. -La chica se frotó el brazo-. No puedes tocarme. ¡Eso es un delito, cabronazo ! -Salió pitando por el pasillo. Tras unos segundos, el detective Bell y Geneva volvieron a la cafetería.
– Buena actriz -susurró Geneva.
– Una de las mejores -dijo el policía. Le devolvió el libro de estudios sociales y sonrió-. Mi tapadera no estaba funcionando muy bien que digamos.
Geneva se sentó en una mesa en un rincón y sacó de su mochila un libro de lenguaje.
– ¿No va a comer? -le preguntó el detective Bell.
– No.
– ¿Su tío le ha dado dinero para la comida?
– La verdad es que no tengo hambre.
– Se le ha olvidado, ¿verdad? Con todo respeto, se nota que no tiene hijos. Yo le puedo dar algo.
– No, de verdad…
– La verdad es que yo tengo más hambre que un granjero al anochecer. Y no he tomado tetrazzini con pavo como lo preparan en los institutos desde hace muchos años. Me voy a pedir un poco. No me importa pedir dos platos. ¿Le gusta la leche?
Geneva se quedó dubitativa. Finalmente dijo:
– De acuerdo. Se lo devolveré.
– Lo pasaremos a la cuenta del ayuntamiento.
Bell se puso en la cola. Geneva acababa de volver a posar la vista en su libro cuando vio a un chico que miraba en su dirección y saludaba con la mano. La joven miró hacia atrás para ver a quién estaba haciendo señas el chaval. No había ninguna otra persona. A Geneva casi se le cortó el aliento cuando se dio cuenta de que el chico la estaba saludando a ella.
Kevin Cheaney se abrió paso a empujones, alejándose de la mesa en la que había estado sentado con sus colegas, y empezó a acercarse a ella con paso rápido. ¡Oh, Dios mío! ¿Realmente venía hacia donde estaba ella?… Kevin, un chico con un cierto aire a Will Smith. Labios perfectos, cuerpo aún más perfecto. El chico que desafiaba a la gravedad cuando jugaba al baloncesto, que podía moverse como si fuera un participante en un torneo de breakdance en el show de B-Boy Summit. Kevin era toda una institución en todos los grupos.
En la cola, el detective Bell se puso tenso y empezó a caminar hacia Geneva, pero ella le hizo un gesto con la cabeza indicándole que todo iba bien.
Y así era. Mejor que bien. ¡ Descarao !
Kevin estaba predestinado a obtener una beca para ir a Connecticut o a Duke. Era un tipo atlético, había sido capitán del equipo de baloncesto que había ganado el campeonato PSAL el año anterior. Pero también tenía buenas calificaciones. Puede que no profesara el mismo amor por los libros y el instituto que sentía Geneva, pero aun así se encontraba entre el cinco por ciento mejor de la clase. Se conocían de manera superficial, estaban en la misma clase de matemáticas ese semestre, y también se cruzaban de vez en cuando por los pasillos o en el patio del instituto. Por casualidad, se decía Geneva a sí misma. Pero, vale, de acuerdo, el hecho era que ella tendía a andar por donde él estuviera de pie o sentado.
La mayor parte de los chavales que molaban pasaban de ella o la maltrataban; Kevin, sin embargo, le decía hola de vez en cuando. Le hacía preguntas sobre los deberes de matemáticas o de historia, o simplemente se detenía a conversar unos minutos.
No la invitaba a salir, por supuesto -eso nunca sucedía-, pero la trataba como a un ser humano.
Un día de la primavera anterior incluso la acompañó a casa a la salida del instituto.
Un día hermoso, despejado, que recordaba como si lo tuviera grabado en DVD.
El 21 de abril.
Generalmente Kevin se relacionaba con las chicas esbeltas con aspiraciones de modelo, o con las chicas más desenfadadas, las blingstas . (Incluso una vez tonteó un poco con Lakeesha, lo cual enfureció a Geneva, que soportó los rabiosos celos esbozando una sufrida sonrisa de indiferencia).
Así que, ¿qué querría ahora?
– Hola, chica, ¿cómo va eso? -preguntó, frunciendo el ceño y dejándose caer junto a ella en una silla de cromo toda abollada, estirando sus largas piernas.
– Bien. -Geneva tragó saliva, con la lengua trabada. Tenía la mente en blanco.
– Me he enterado de lo que pasó. ¡Qué mal rollo!, ¿no? Alguien tratando de sacudirte para luego estrangularte. Estaba preocupado por ti -dijo.
– ¿Sí?
– Palabra.
– Fue todo muy extraño.
– Bueno, mientras tú estés bien, entonces todo tranqui.
La joven sintió una oleada de calor que le subía al rostro. ¿Realmente Kevin le estaba diciendo eso a ella ?
– Bueno, ¿por qué no te vuelves a casa? -preguntó-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– El examen de lengua. Y luego el de matemáticas.
Él se rio.
– Demonios. ¿Te preocupas por el instituto después de la mierda que te ha pasado?
– Ajá. No puedo perderme esos exámenes.
– ¿Y vas bien en matemáticas?
Sólo era de cálculo. Nada del otro mundo.
– Sí, todo bajo control. Ya sabes, nada complicado.
– Mola mazo. De todos modos sólo quería decirte que sé que mucha gente de aquí te hace la vida imposible. Aunque tú te lo tomas con calma. Pero ellos no habrían venido hoy a clase, como tú, si les hubiera pasado lo mismo. Si lo miras bien, ninguno te llega a la suela de los zapatos. Tienes agallas, chica.
Sin aliento por el cumplido, Geneva sólo atinó a bajar la vista y encogerse de hombros.
– Así que, ahora que sé realmente cómo eres, tenemos que ser más colegas. Pero nunca te veo por ahí.
– Es que… ya sabes, el instituto y todo el rollo. -Cuidado, se advirtió a sí misma. No tienes por qué decir esas cosas.
Kevin bromeó:
– ¡Y una mierda va a ser eso! Lo que pasa es que tú te dedicas a trapichear con crack en Brooklyn.
– Yo… -Se negó a que se le escapara un taco. Esbozó una tímida sonrisa, bajó la vista al suelo desgastado-. No es en Brooklyn. Yo sólo trabajo en Queens. Manejan más pasta, ¿sabes? -Pero qué ridícula, chica. Mira que eres patética. Tenía las palmas de las manos empapadas de sudor.
Pero Kevin se rio estridentemente. Luego sacudió la cabeza.
– Ahh… ya sé por qué me he confundido. Debía de ser tu madre la que vendía crack en Brooklyn.
Eso parecía un insulto, pero en realidad era una invitación. Kevin la estaba invitando a jugar a la guerra de palabras. Así le decían los mayores. Ahora se decía «azotar», intercambiar «azotes», insultos. Proveniente de una larga tradición dentro de la poesía y los concursos de cuentacuentos de la cultura negra, el azote era el combate verbal, el intercambio de pullas. Los azotadores serios actuaban sobre el escenario, aunque la mayor parte de los azotes tenían lugar en los salones de las casas y en los patios de los institutos y en las pizzerías y en los bares y en los clubes y en las escalinatas de entrada de los edificios, y era algo tan penoso como lo que había arrojado Kevin en su volea inicial, tipo: «Tu vieja es tan tonta que pregunta los precios en el todo a cien», o «Tu hermana es tan fea que nadie se acostaría con ella ni aunque estuviera buena».
Pero, en aquel momento, la cuestión no tenía nada que ver con ser ingeniosos. Porque la guerra de palabras era tradicionalmente de hombres contra hombres o mujeres contra mujeres. Cuando un varón iniciaba el juego con una mujer, tenía un único significado: flirteo.
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