Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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Geneva, que gastaba su dinero en libros, no en ropa ni en maquillaje, siempre quedaba muy abajo en el ránking.

No era que lo que Dios le había dado fuera de mucha ayuda. Tenía que respirar hondo para llenar el sujetador, y normalmente ni siquiera se molestaba en ponérselo. Para las chicas de Delano, ella era esa «zorra de tetitas de yema de huevo», y se habían dirigido a ella como si fuera un chico miles de veces durante el último año. (Lo más doloroso era cuando alguien realmente la confundía con un chico, no cuando se estaban metiendo con ella). Y luego estaba el pelo: apretado e hirsuto como lana de acero. No tenía tiempo para hacerse rastas o atarse cintitas. Las trenzas y las extensiones requerían una eternidad, y aunque Keesh se las habría hecho gratis, en realidad la habrían hecho parecer aún más joven, como si fuera un niñito vestido por su mamita.

Altiva, allí va, la pequeña y esmirriada chico-chica… Agarradla

La chica mayor, que seguía a su lado en los lavabos, se volvió otra vez hacia el espejo. Era bonita y ancha de espaldas, se le marcaban las tiras y los elásticos de su sexy sujetador, su largo cabello era lacio, muy alisado, sus suaves mejillas tenían un ligero toque granate. Sus zapatos eran rojos como manzanas acarameladas. Era todo lo que no era Geneva.

Fue entonces cuando se abrió la puerta y a Geneva se le heló el corazón.

La que entró era Jonette Monroe, otra chica del último curso. No mucho más alta que Geneva, aunque mucho más ancha de espaldas, más pechugona, con hombros sólidos y musculatura bien torneada. Tatuajes en ambos brazos. Rostro alargado de color café.

Y unos ojos fríos como el hielo. La había reconocido y miraba de refilón a Geneva, que apartó inmediatamente la vista.

Jonette era sinónimo de problemas. Una pandillera. Corrían rumores de que estaba trapicheando, que podía conseguir lo que uno quisiera: hierba, crack , caballo. Y si no le traías los billetes, ella misma se encargaba de molerte a palos -o a tu mejor amiga, o a tus padres- hasta que te pusieras al día con la deuda. Ese año ya iban dos veces que se la habían llevado los polis, e incluso le había metido un puntapié en las pelotas a uno de ellos.

Geneva mantuvo la vista baja, pensando. Cuando la dejó entrar, el detective Bell no tenía manera de saber lo peligrosa que era. Con las manos y la cara todavía mojadas, Geneva fue hacia la puerta.

– Eh, eh, chica -le dijo Jonette-. Sí, tú, Martha Stewart. Tú no vas a ninguna parte.

– Yo…

– Cállate. -Miró a la otra chica, la de las mejillas granates-. Y tú, lárgate de aquí.

La chica del último curso pesaba veinticinco kilos más y le sacaba diez centímetros a Jonette, pero dejó de acicalarse y recogió lentamente su maquillaje. Intentó salvar un poco su dignidad, diciendo:

– No hace falta que adoptes esa pose conmigo, tía.

Jonette no dijo palabra. Dio un paso adelante; la chica agarró el bolso y corrió hacia la puerta. Se le cayó al suelo un delineador de labios. Jonette lo recogió y deslizó el lápiz labial en el bolsillo. Geneva intentó nuevamente emprender la retirada, pero Jonette levantó la mano y gesticuló indicándole que volviera al fondo del servicio. Cuando Geneva llegó allí, muerta de miedo, Jonette la cogió del brazo y empujó las puertas de los aseos para asegurarse de que estaban solas.

– ¿Qué es lo que quieres? -susurró Geneva, a la vez desafiante y aterrorizada.

– Cierra el pico -le espetó Jonette.

«Mierda», pensó, furiosa. ¡El señor Rhyme tenía razón! Ese espantoso hombre de la biblioteca estaba todavía siguiéndole los pasos. Había averiguado de alguna manera a qué instituto iba y había contratado a Jonette para terminar la faena. ¿Por qué demonios había ido al instituto hoy? «Grita», se dijo Geneva a sí misma.

Y lo hizo.

O comenzó a hacerlo.

Jonette la vio venir y a la velocidad del relámpago la cogió por detrás, tapándole con fuerza la boca con la mano, sofocando el ruido.

– ¡Silencio! -Con la otra mano cogió a la chica por la cintura y la arrastró hasta el rincón del fondo del baño. Geneva le agarró la mano y el brazo y tiró de ellos, pero no podía competir con Jonette. Miró el tatuaje de una cruz sangrante que tenía la chica mayor en el antebrazo, y gimoteó:

– Por favor…

Jonette hurgó en su bolso y en su bolsillo, buscando algo. «¿El qué?», se preguntó Geneva presa del pánico. Hubo un resplandor metálico. ¿Un cuchillo, o un arma de fuego? ¿Para qué tenían los putos detectores de metales si era tan fácil meter un arma en el instituto?

Geneva chilló, retorciéndose violentamente.

Entonces la pandillera alargó la mano hacia adelante.

No, no…

Y Geneva se encontró de pronto mirando una placa plateada del departamento de policía.

– ¿Te vas a callar, chica? -preguntó Jonette, exasperada.

– Yo…

– ¿Te callas?

Una afirmación con la cabeza.

– No quiero que nadie oiga nada afuera… ¿Estás bien? -dijo Jonette.

Geneva volvió a asentir con la cabeza y Jonette la soltó.

– Eres…

– Poli, sí.

Geneva se deslizó hasta la pared y se apoyó en ella, respirando con dificultad, mientras Jonette iba hacia la puerta, y la abría un par de centímetros. Susurró algo y el detective Bell entró y echó el cerrojo.

– Así que ya os habéis presentado -dijo.

– Algo parecido -replicó Geneva-. ¿De verdad que es poli?

– Todos los institutos tienen policías de incógnito. En general son mujeres, que fingen ser estudiantes del último curso. O, ¿qué decía usted? Que se hacen pasar por estudiantes -explicó el detective.

– ¿Y por qué no me lo dijiste sin más? -le soltó Geneva.

Jonette echó una mirada a los aseos.

– No sabía que estábamos solas. Lamento haber tenido que comportarme así. Pero no podía decir nada que estropeara mi tapadera. -La mujer policía se quedó mirando a Geneva, moviendo la cabeza-. Qué pena que esto tuviera que ocurrirte a ti . Tú eres de las buenas. Nunca me has dado ningún problema.

– Una poli -susurró Geneva, incrédula.

Jonette se rio con una voz potente, pero femenina y aniñada.

– Soy la jefa , exacto.

– ¡Cómo mola! -dijo Geneva-. Nunca sospeché…

– ¿Recuerda cuando trincaron a esos chicos del último curso que habían metido armas de contrabando en el instituto, hace unas semanas? -preguntó el señor Bell.

Geneva asintió con la cabeza.

– Y también una bomba hecha con un tubo, o algo por el estilo.

– Iba a haber otro Columbine aquí mismo -dijo el hombre con su acento perezoso, arrastrando las palabras-. Jonette fue la que oyó algo sobre ello y paró todo el asunto.

– Tenía que mantener mi tapadera, así que no pude ocuparme de ellos yo misma -dijo como si lamentara no haber podido trincar personalmente a los chicos-. Ahora, mientras estés en el instituto, lo que en mi opinión es una chifladura de las grandes, pero ésa es otra historia, mientras estés aquí, no te quitaré ojo en ningún momento. Si ves algo que te inquiete, me haces una seña.

– ¿Una seña como las que se hacen las pandilleras?

Jonette se rio.

– Tú estarías fuera de lugar en cualquier pandilla, Gen, nada personal. Si sacas la bandera para hacerme señales, todo el mundo se va a dar cuenta de que pasa algo. Mejor ráscate una oreja, sencillamente. ¿Qué te parece?

– Perfecto.

– Entonces vendré, te meteré en un follón y te diré alguna grosería. Te sacaré de dondequiera que estés. ¿Estás de acuerdo? No te haré daño. A lo mejor te empujo un poco.

– Vale, de acuerdo… Oye, gracias por hacer esto. Y no diré nada de ti.

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