Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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Geneva pensó: «Qué raro, ¿no? Han tenido que atacarme para que la gente me respete». Su padre decía que lo mejor puede surgir como consecuencia de lo peor.

Vale, sigue, chica; te toca a ti. El juego era ridículamente juvenil, tonto, pero ella también sabía azotar; ella y Keesh y la hermana de Keesh eran capaces de hacerlo durante una hora seguida. Tu mami es tan gorda que su grupo sanguíneo es la grasa. Tu Chevy es tan viejo que robaron el muñeco del espejo y dejaron el coche … Pero ahora, con el corazón latiéndole con fuerza, Geneva se limitó a sonreír y a transpirar en silencio. Trató desesperadamente de pensar en algo que decir.

Pero estaba ante el mismísimo Kevin Cheaney. Aunque pudiera armarse del coraje necesario para soltarle algo sobre su madre, tenía la mente bloqueada.

Miró el reloj, y luego bajó la vista, posándola en el libro de lenguaje. «Dios santo, tontaina», se enfureció consigo misma. «¡Di algo!».

Pero de su boca no salió ni una sola sílaba. Sabía que Kevin estaba a punto de mirarla de aquella manera que ella conocía tan bien, esa mirada de «tengo más que hacer que perder el tiempo con una gilipollas», y marcharse. Pero no, daba la impresión de que pensaba que sencillamente ella no estaba de humor para jugar a ese juego; lo más seguro era que aún estuviera asustada por los acontecimientos de esa mañana; y se diría que a él eso le parecía normal. Lo único que dijo fue:

– Hablo en serio, Gen, tú estás por encima del rollo ese de los pinchadiscos, las trenzas y la movida bling-bling . Eres lista. Resulta agradable conversar con alguien inteligente. Mis colegas -señaló con la cabeza hacia la mesa en la que estaban sus amiguetes- no son lo que se dice físicos nucleares, ¿sabes lo que quiero decir?

De pronto, se le iluminó la mente como con un fogonazo. Adelante, chica.

– Ajá -dijo-, algunos de ellos son tan bobos que si su mente hablara, sería muda.

– ¡ Descarao , chica! Tal cual. -Riendo, entrechocaron los puños, y a ella le dio una descarga eléctrica que le recorrió el cuerpo. Hizo un esfuerzo para no sonreír; estaba muy mal visto que uno festejara sus propios azotes.

Entonces, en medio de la euforia del momento, Geneva pensó en cuánta razón tenía él, en lo infrecuente que es estar simplemente charlando con alguien listo, alguien a quien le importara lo que uno dijera.

Kevin enarcó una ceja apuntando hacia el detective Bell, que estaba pagando la comida, y dijo:

– Ese tío que está haciéndose pasar por profe es un madero.

– Es como si llevara la palabra «madero» escrita en la frente -susurró ella.

– Exacto -dijo Kevin, riendo-. Sé que te anda siguiendo los pasos, y eso está dabuten. Pero quiero decirte que yo también voy a guardarte las espaldas. Y mis colegas. Si vemos cualquier cosa rarilla, se lo diremos.

A ella le conmovió ese gesto.

Pero luego se preocupó. ¿Y si el horrible hombre de la biblioteca hería a Kevin o a alguno de sus amigos? Aún no se había recuperado de la pena que le había causado el hecho de que el doctor Barry hubiera muerto por ella, ni de que la mujer que se encontraba en la acera hubiera resultado herida. Tuvo una horrible premonición: Kevin yaciente en la sala del tanatorio Williams, como tantos otros chicos de Harlem, muerto a tiros en la calle.

– No tienes que hacerlo -dijo ella, con gesto adusto.

– Ya lo sé -contestó él-. Quiero hacerlo. Nadie te va a hacer daño. Te doy mi palabra. Bueno, ahora me voy con mis colegas. ¿Te veo luego? ¿Antes de la clase de matemáticas?

Con el corazón desbocado, Geneva tartamudeó:

– Por supuesto.

Él volvió a entrechocar su puño con el de ella, y se marchó. Mirándole, Geneva se sentía febril; le temblaban las manos tras el saludo. «Por favor», pensó, «que no le suceda nada malo…».

– ¿Señorita?

Geneva levantó la vista y parpadeó.

El detective Bell estaba colocando una bandeja sobre la mesa. La comida olía muy bien… Tenía más hambre de lo que creía. Se quedó mirando el plato humeante.

– ¿Le conoce? -preguntó el policía.

– Ajá, es un chico guay. Somos compañeros de clase. Le conozco desde hace años.

– Parece un poco aturdida, señorita.

– Bueno… no lo sé. A lo mejor lo estoy. Sí.

– Pero no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el museo, ¿verdad? -preguntó él con una sonrisa.

La joven desvió la mirada, notando que se ruborizaba.

– Ahora -dijo el detective, poniéndole un plato delante-, a zampar. No hay nada como el tetrazzini con pavo para calmar a un alma atribulada. ¿Sabe una cosa?, estoy por pedirles la receta.

CAPÍTULO 11

Serviría con eso.

Thompson Boyd miró las compras que tenía en la cesta y luego se encaminó hacia la caja registradora. Realmente le encantaban las ferreterías. Se preguntaba a qué se debería. Tal vez a que su padre le llevaba todos los sábados a una sucursal de Ferreterías Ace, en las afueras de Amarillo, para proveerse de lo que necesitaba en el taller que tenía en el cobertizo, junto a la caravana.

O tal vez se debía a que en casi todas las ferreterías, como en ésa, las herramientas estaban limpias y ordenadas, la pintura, las colas y las cintas colocadas de manera lógica, y eran fáciles de encontrar.

Todo organizado siguiendo las reglas al pie de la letra.

A Thompson también le gustaba el olor, ese olor acre como a fertilizante, a gasolina o disolvente, que era imposible describir, pero que todo el que alguna vez hubiera estado en una vieja ferretería reconocería al instante.

El asesino era bastante habilidoso. Lo había heredado de su padre, quien, aunque pasaba todo el día entre herramientas, trabajando en los oleoductos, las torres de perforación y las bombas de cabeza de dinosaurio que subían y bajaban sin parar, pasaba mucho tiempo con su hijo enseñándole pacientemente a trabajar con herramientas -y a respetarlas-, a medir, a dibujar planos. Thompson pasaba horas aprendiendo a reparar lo que estaba averiado y a transformar madera y metal y plástico en cosas que antes no existían. Juntos trabajaban en el camión o en la caravana, reparaban la cerca, hacían muebles, fabricaban un regalo para mamá o la tía, un broche o una pitillera o una mesa de madera maciza. «Sea pequeño o grande», explicaba su padre, «tienes que poner la misma dosis de habilidad en lo que estás haciendo, hijo. Una cosa no es mejor ni más difícil que la otra. Todo es cuestión de dónde pones la coma de los decimales».

Su padre era un buen maestro, y se sentía orgulloso cuando su hijo fabricaba algo. Cuando Hart Boyd murió, tenía consigo un equipo de limpieza y lustrado de zapatos que había hecho su hijo, y un llavero de madera con forma de cabeza de indio con la palabra «papá» grabada a fuego.

Fue una suerte, dado el curso que siguieron los acontecimientos, que Thompson aprendiera esas habilidades, porque de eso trata el oficio de la muerte. Mecánica y química. No muy diferente de la carpintería, la pintura o la reparación de coches.

De dónde pones la coma de los decimales .

De pie ante la caja registradora, pagó -en efectivo, por supuesto- y le dio las gracias al cajero. Cogió la bolsa de las compras con sus manos enguantadas. Se encaminó hacia la puerta, se detuvo y se quedó mirando una pequeña segadora de césped eléctrica, verde y amarilla. Estaba perfectamente limpia, brillante, una joya de aparato, una esmeralda. Sentía una curiosa atracción por ella. «¿Por qué?», se preguntó. Bueno, puesto que había estado pensando en su padre, se le ocurrió que la máquina le hacía acordarse de cuando cortaba la hierba en el minúsculo jardín detrás de la caravana de sus padres, los domingos por la mañana, y luego entraba a ver el partido con su padre mientras su madre preparaba algo en el horno.

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