Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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Es sólo cuestión de dónde pones la coma de los decimales .

Deslizó la silla hacia atrás, apartándose del escritorio, el cual, junto con la silla, una lámpara y un catre, eran los únicos muebles de la casa. Una televisión pequeña, un refrigerador, un cubo de la basura. También guardaba algunos pertrechos, objetos que usaba en su trabajo. Thompson estiró con el dedo la abertura del guante de látex a la altura de la muñeca derecha y sopló dentro, refrescándose la piel. Luego hizo lo mismo con la izquierda. (Uno siempre tenía que suponer que un escondite podría ser descubierto en cualquier momento, de modo que tenía que tomar sus precauciones para no dejar pruebas que terminaran incriminándole, ya fuera usando guantes o poniendo una bomba trampa). Ese día los ojos le estaban dando guerra. Los entrecerró, se puso gotas, y el escozor cedió. Cerró los párpados.

Silbando suavemente la evocadora canción de la película Cold Mountain .

Soldados disparando a soldados, esa gran explosión, bayonetas. Las imágenes de la película caían en cascada por su mente.

Tssssst

Desapareció esa canción, junto con las imágenes, y apareció una melodía clásica. Bolero .

Por lo general no sabía decir de dónde venían las melodías. Era como si en su cabeza hubiera un cargador de CDs que hubiera programado alguna otra persona. Pero del Bolero sí conocía el origen. Su padre tenía la obra en un disco. El enorme hombre de cabello cortado al rape la ponía una y otra vez en el giradiscos de plástico verde de Sears que tenía en el taller.

– Escucha esta parte, hijo. Cambia de clave. Espera… espera… ¡ Ahí ! ¿Lo has oído?

El chico creía haberlo oído.

Ahora Thompson abrió los ojos y volvió al libro.

Cinco minutos más tarde: Tssssst … El Bolero desapareció y otra tonada empezó a abrirse camino a través de sus labios fruncidos: Time After Time . Esa canción que Cyndi Lauper había hecho famosa en los años ochenta.

A Thompson Boyd siempre le había gustado la música y desde que era muy pequeño quiso tocar un instrumento. Su madre le obligó a asistir a clases de guitarra y flauta durante varios años. Después de que ella tuvo el accidente, era su padre el que le llevaba en el coche, aunque eso le hiciera llegar tarde al trabajo. Pero había problemas que ponían trabas a los progresos de Thompson: sus dedos eran demasiado grandes y regordetes para los trastes de la guitarra y las teclas del piano y la flauta, y además no tenía voz. Así fuera en el coro de la iglesia, o cantando canciones de Willie, o de Waylon, o de Asleep at the Wheel, nada, de la laringe no le salía más que un graznido. Así que después de un año o dos dejó la música y se dedicó a llenar su tiempo con lo que los chicos hacían normalmente en lugares como Amarillo, Texas: pasar el tiempo con su familia, claveteando y cepillando y lijando en el taller que su padre tenía en el cobertizo, jugando al fútbol americano, cazando, teniendo citas con chicas tímidas, yendo a pasear por el desierto.

Y guardó su amor por la música en ese lugar al que van a parar las esperanzas frustradas.

Lo que normalmente no está muy por debajo de la superficie. Más tarde o más temprano, vuelven a salir.

En su caso, eso había sucedido en la cárcel, unos años atrás. Un guardia del pabellón de máxima seguridad fue y le preguntó a Thompson:

– ¿Qué coño era eso ?

– ¿Qué dice usted? -preguntó el siempre apacible ciudadano medio.

– Esa canción. Lo que estabas silbando.

– ¿Yo estaba silbando?

– Sí, coño. ¿No te habías dado cuenta?

– Lo habré hecho sin darme cuenta -le respondió al guardia.

– Demonios, sonaba bien. -El guardia siguió su camino, dejando a Thompson riéndose para sus adentros. ¡Vaya! Siempre había tenido un instrumento, había nacido con él; a dondequiera que fuese, lo llevaba encima. Thompson fue a la biblioteca de la cárcel e investigó sobre ello. Se enteró de que él era lo que la gente llamaría un «silbador profesional». Los silbadores profesionales son escasos -casi toda la gente tiene una gama de notas limitada al silbar- y podían ganarse muy bien la vida como músicos profesionales dando conciertos, participando en anuncios, en la televisión y en el cine ( todo el mundo conocía el tema de El puente sobre el río Kwai , por supuesto; ni siquiera se podía pensar en él sin silbar las primeras notas, al menos mentalmente). Incluso había torneos de silbido profesional, el más famoso de los cuales era el Gran Campeonato Internacional, en el que participaban decenas de artistas, muchos de los cuales se dedicaban a presentarse con orquestas por todo el mundo, y tenían sus propios números de cabaret.

Tssssst

Le vino otra melodía a la cabeza. Thompson Boyd exhaló las notas débilmente, produciendo un trino suave. Se dio cuenta de que había dejado la 22 fuera del alcance de la mano. Eso no era hacer las cosas siguiendo las reglas… Deslizó la pistola, acercándosela, y luego volvió otra vez al folleto de instrucciones, pegando más post-it en las páginas, echando un ojo a la bolsa de las compras para cerciorarse de que tenía todo lo que le hacía falta. Pensó que ya tenía dominada la técnica. Pero, como siempre que abordaba algo nuevo, iba a aprenderse todo desde cero antes de llevar a cabo el trabajo.

– Nada, Rhyme -dijo Sachs por el micrófono que colgaba cerca de sus carnosos labios.

Cuando él espetó: « ¿Nada? », resultó evidente que el buen humor que había demostrado antes había desaparecido como el vapor.

– Nadie le ha visto.

– ¿Dónde estás?

– Hemos peinado fundamentalmente todo Little Italy. Lon y yo estamos en el extremo sur. En la calle Canal.

– Demonios -masculló Rhyme.

– Podríamos… -Sachs se interrumpió-. ¿Qué es eso?

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– Espera un momento. -Y a Sellitto-: Vamos.

Mostrando su placa, se abrió paso a través de cuatro carriles de tráfico denso. Miró a su alrededor y luego cogió hacia el sur por la calle Elizabeth, una oscura calle de casas, tiendas al por menor y almacenes. Volvió a detenerse.

– ¿Hueles eso?

Rhyme preguntó en tono cáustico:

– ¿Si huelo?

– Le estoy preguntando a Lon.

– Sí -dijo el corpulento detective-. ¿Qué es ? Algo… dulce.

Sachs señaló una empresa mayorista de productos de herboristería, jabones e incienso, dos puertas al sur de Canal, en la calle Elizabeth. Las puertas abiertas despedían un fuerte aroma floral. Era jazmín, el aroma que habían detectado en la bolsa de los objetos para la violación y que Geneva misma había notado en el museo.

– Puede que tengamos una pista, Rhyme. Te llamaré luego.

– Ajá, ajá -dijo el delgado chino de la herboristería mayorista, mirando el fotomontaje de SD 109 generado mediante el TEIF-. Yo vel él en alguna palte . En piso de aliba . Él no estal mucho allí. ¿Qué hacel , él?

– ¿Está arriba ahora?

– No sabel . No sabel . Cleo que vel a él hoy. ¿Qué hacel , él?

– ¿En qué apartamento?

El hombre se encogió de hombros.

La empresa importadora de productos de herboristería ocupaba la planta baja, pero al final del oscuro corredor de entrada había unas escaleras empinadas que se perdían hacia arriba en la oscuridad. Sellitto cogió su radio y llamó por la frecuencia destinada a las operaciones.

– Le tenemos.

– ¿Quién es? -espetó Haumann.

– Ah, lo siento. Soy Sellitto. Estamos dos portales al sur de Canal, en Elizabeth. Tenemos una identificación positiva del inquilino. Puede que esté en el edificio en este momento.

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