Paulinus poseía una copia de los trece libros escritos por san Agustín, sus Confesiones. Los monjes de Vectis tenían en alta estima estos volúmenes, ya que san Agustín era para ellos un adalid espiritual, solo por detrás de san Benito. Josephus y Paulinus estudiaron minuciosamente aquellos volúmenes y casi podían oír al venerable santo hablarles a través del tiempo: «Dios decide el destino eterno de cada persona. Su destino depende de la elección del Señor».
¿No era acaso Octavus la prueba manifiesta de tal afirmación?
Al principio Josephus guardaba los libros encuadernados en cuero en una estantería de una pared de la celda de Octavus. Cuando el chico tenía diez años, ya había llenado diez voluminosos libros, por lo que Josephus construyó una segunda estantería. A medida que Octavus iba creciendo, su mano se volvía más rápida, y en los últimos años producía a un ritmo de diez libros al año. Cuando el número total de libros excedió los setenta y amenazaban con abarrotar su celda, Josephus decidió que aquellos libros debían tener un lugar propio.
El abad desvió a los obreros de otros proyectos de construcción en la abadía para comenzar una excavación en la parte más alejada de la bodega del scriptorium , al otro lado de la celda de Octavus. Los copistas que trabajaban en la sala principal de arriba se quejaron de los ruidos de las palas y los picos, pero a Octavus no le molestaba en absoluto el jaleo y seguía a lo suyo.
Con el tiempo, Josephus consiguió tener una biblioteca para la creciente colección de Octavus, una cámara de mampostería, fresca y seca. Ubertus supervisó personalmente los trabajos de albañilería; era consciente de que su hijo estaba detrás de aquella puerta cerrada, pero no tenía ningún interés en ver al chico. Ahora pertenecía al Señor, no a él.
Josephus seguía un estricto código de secretismo en lo que concernía a Octavus. Tan solo Paulinus y Magdalena conocían la naturaleza de su trabajo, y fuera de ese círculo interno solo las pocas chicas que le atendían tenían contacto directo con él. Evidentemente, en una pequeña comunidad como era la abadía, corrían rumores sobre misteriosos textos y sagrados rituales protagonizados por aquel joven, al cual la mayoría había dejado de ver cuando era un crío. No obstante, Josephus era tan amado y respetado, que nadie cuestionaba la piedad y corrección de sus acciones. Había muchas cosas en este mundo que los habitantes de Vectis no comprendían, y esa tan solo era una más. Confiaban en Dios y en Josephus para que los mantuviera a salvo y les mostrara el camino correcto hacia la santidad.
El 7 de julio era el decimoctavo cumpleaños de Octavus.
Comenzó el día aliviando su vejiga en una esquina y encaminándose directamente a su escritorio para mojar su pluma en la tinta por primera vez en el día. Continuó escribiendo en el mismo espacio en el que lo había dejado. Varios cirios grandes, que permanecían encendidos incluso cuando él dormía, descansaban sobre sus pesados candelabros de hierro y bañaban la habitación con su luz amarilla chisporroteante. Parpadeó para humedecer sus legañosos ojos y se puso a trabajar.
Un nuevo nombre. Mors . Otro nombre. Natus . Y así una y otra vez.
Por la mañana temprano, Mary, la novicia, golpeó la puerta, y sin esperar una respuesta que ya sabía no llegaría, entró en la celda. Era una chica del pueblo, natural de la parte del sur de Vectis que miraba hacia Normandía. Su padre era un campesino con demasiadas bocas para alimentar; tenía la esperanza de que su vivaracha hija tuviera mejor vida como sierva de Dios que como pobretona segadora de trigo. Ese era el cuarto verano que pasaba en la abadía. La hermana Magdalena la tenía por una moza aplicada, rápida aprendiendo los rezos, pero tal vez con demasiado buen humor para su gusto. Era alegre y dada a comportarse de manera juguetona con sus compañeras novicias, como por ejemplo esconderles las sandalias o meterles bellotas en la cama. A no ser que su decoro mejorara, Magdalena tenía serias dudas de admitirla en la orden.
Mary le llevó una comida frugal en una bandeja: pan moreno y un trozo de panceta. Al contrario que las otras chicas, que se mostraban temerosas y nunca se dirigían a Octavus, ella le hablaba rápido, como si se tratara de cualquier otro joven. Ahora estaba frente a su escritorio intentando captar su atención. Su pelo castaño todavía era largo y lacio y se dejaba ver a través de su velo. Si llegaba a convertirse en hermana se lo cortarían, algo que ansiaba y al mismo tiempo temía. Era alta y de huesos robustos, desgarbada como un potrillo, guapa, con las mejillas siempre rojas como manzanas.
– Bueno, Octavus, hoy tenemos una preciosa mañana de verano, por si te interesa saberlo.
Le puso la bandeja sobre el escritorio. A veces Octavus ni tan siquiera tocaba la comida, pero ella sabía que le apasionaba la panceta. Puso la pluma sobre la mesa y empezó a masticar el pan y la carne.
– ¿Sabes por qué hoy tienes panceta? -le preguntó. Comía con avaricia, mirando fijamente al plato-. ¡Porque hoy es tu cumpleaños! ¡Esa es la razón! -exclamó-. ¡Has cumplido dieciocho años! Si hoy quieres tomarte un buen descanso, dejar la pluma a un lado y darte un paseo al sol, yo se lo diré, y seguro que te lo permiten.
Octavus terminó su comida y se puso a escribir inmediatamente, restregando sus dedos llenos de grasa por el pergamino. Durante los dos años en que le había servido la comida, cada vez se había sentido más intrigada por el chico. Imaginaba que algún día ella conseguiría desatarle la lengua y que le contara todos sus secretos. Y se había convencido a sí misma de que había algo significativo en que cumpliera dieciocho años, como si el paso a la edad adulta rompiera el encantamiento y permitiera a ese joven de belleza extraña entrar en la fraternidad de los hombres.
– Ni siquiera sabías que era tu cumpleaños, ¿verdad? -dijo con frustración, intentando provocarle-. El 7 de julio. Todo el mundo sabe el día en que naciste porque eres especial, ¿no es cierto?
Metió la mano bajo el delantal y sacó un paquetito que llevaba escondido. Era del tamaño de una manzana, envuelto en un trocito de tela y atado con una tirilla de cuero.
– Te he traído un regalo, Octavus -le dijo con voz cantarina.
Como estaba detrás de él le puso el brazo por delante y colocó el paquete sobre la página, de modo que él no tuvo más remedio que parar. Se quedó mirando el paquete con la misma inexpresividad que dirigía a todas las cosas.
– Ábrelo -le apremió.
Él seguía mirándolo fijamente.
– ¡Muy bien, entonces lo haré yo por ti!
Se inclinó por detrás de su espalda, rodeó su delgado torso con sus robustos brazos y se puso a abrir el paquete. Era un pastel redondo de color dorado que manchaba la tela con una pasta dulce.
– ¡Mira, si es un pastel de miel! ¡Lo hice yo misma, solo para ti! -Mientras decía esto se apretaba contra él.
Tal vez sintiera sus firmes y pequeños pechos contra su fina camisa. Tal vez la cálida piel de su antebrazo rozándole la mejilla. Tal vez oliera la esencia de mujer de su cuerpo adolescente o los efluvios calientes de su boca mientras hablaba.
Octavus dejó caer la pluma y reposó la mano en su propio regazo. Respiraba con ansiedad y parecía angustiado. Asustada, Mary retrocedió unos pasos. No podía ver lo que hacía, pero parecía intentar agarrarse a sí mismo como si le hubiera picado una abeja. Oyó unos nudillos animalescos, como silbidos que se le escapaban entre los dientes.
De repente, se puso en pie y se dio la vuelta. Mary dio un grito ahogado y sintió que las piernas le fallaban.
Octavus llevaba los pantalones abiertos y en la mano tenía una enorme y erecta polla, más rosada que cualquier otra parte carnosa de su cuerpo.
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