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Glenn Cooper: La Biblioteca De Los Muertos

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Glenn Cooper La Biblioteca De Los Muertos

La Biblioteca De Los Muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Bretaña, año 777. En la abadía de Vectis crece Octavus, un niño sobre el que pesa una maldición: es el séptimo hijo engendrado por un séptimo hijo y la leyenda le vaticina poderes diabólicos. Octavus comienza a escribir una lista con fechas y nombres sin sentido. Cuando uno de los nombres y su fecha coinciden con una muerte en la abadía, el miedo se apodera de los monjes. Siglos después, los miembros de la Orden de los Nombres, descendientes todos de aquel niño, siguen escribiendo sin descanso para completar un misterioso listado de nombres y fechas… Hasta que empiezan a suicidarse. Estados Unidos, en la actualidad. Nueve personas han aparecido muertas en Nueva York, desconocidos que nada tenían en común. Solo una cosa les unía: todas las víctimas recibieron postales de ataúdes, que anunciaban el día en que morirían, poco antes de su fallecimiento. Son las aparentes víctimas de un asesino en serie difícil de atrapar, cuyas muertes desafían toda lógica…

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Al final de la oscura carretera, ella lloraba y él gritaba y agitaba una navaja automática. La obligó a salir del coche y la arrastró del brazo, amenazándola con hacerle daño si gritaba. Su dolorido tobillo ya no le importaba. Corría tirando de ella entre los matorrales en dirección al agua. Consuela se estremecía de dolor, pero tenía demasiado miedo para hacer ruido.

La colosal superestructura del puente Verrazano-Narrows se alzaba oscura ante ellos como una presencia maléfica. No había ni un alma a la vista. En un claro de la arboleda la tiró al suelo y le arrancó el bolso de las manos. Ella empezó a sollozar y él le dijo que se callara. Rebuscó entre sus pertenencias y se embolsó los pocos dólares que llevaba. Entonces encontró la postal que le habían enviado con el dibujo hecho a mano de un ataúd y la fecha: 22 de mayo de 2009. Miró la postal y sonrió como un sádico.

– ¿Piensa que yo le envié esto? -preguntó en español.

– No sé -dijo ella entre sollozos, sacudiendo la cabeza.

– Bueno, pues ahora le voy a enviar esto -dijo riendo y quitándose el cinturón.


10 de junio de 2009,

Nueva York


Will daba por sentado que ella no habría vuelto, y sus sospechas se confirmaron en cuanto abrió la puerta y dejó la maleta con ruedas y el maletín.

El apartamento estaba como en la etapa anterior a Jennifer. Nada de velas perfumadas. Nada de manteles individuales en la mesa del comedor. Nada de cojines con volantes. Ni su ropa, ni sus zapatos, ni sus cosméticos, ni su cepillo de dientes. Salió como un torbellino del dormitorio y abrió el frigorífico. Ni siquiera esas estúpidas botellas de agua con vitaminas.

Will había pasado dos días fuera de la ciudad como parte de un curso de sensibilización que debía hacer tras el informe de su última actuación policial. Si a ella le hubiera dado por volver inesperadamente, él lo habría intentado con nuevas técnicas, pero Jennifer seguía sin aparecer.

Se aflojó el nudo de la corbata, se quitó los zapatos y abrió el mueble bar que había debajo del televisor. El sobre estaba bajo la botella de Johnny Walker Black, el mismo sitio donde lo había encontrado el día en que ella lo abandonó. En él, con su letra inconfundiblemente femenina, había escrito: «Vete a la mierda». Se sirvió una buena copa, puso los pies sobre la mesa y, por los viejos tiempos, empezó a releer aquella carta que le revelaba cosas sobre sí mismo que ya sabía. Un repiqueteo le interrumpió cuando iba por la mitad, una fotografía enmarcada que había derribado con el dedo gordo del pie.

La había enviado Zeckendorf: los compañeros del primer año en su reunión del pasado verano. Otro año que se había ido.

Una hora más tarde, confundido por la bebida, le asaltó uno de los dictámenes de Jennifer: lo tuyo no tiene remedio.

«Lo tuyo no tiene remedio», pensó. Un concepto interesante. Irreparable. Irredimible. Sin posibilidad de rehabilitación o de mejora significativa.

Puso el partido de los Mets y se quedó dormido en el sofá.


Con remedio o sin él, a las ocho de la mañana del día siguiente estaba sentado a su escritorio comprobando la bandeja de entrada de su servidor de correo. Escribió un par de respuestas rápidas y luego envió un correo a su supervisora, Sue Sánchez, agradeciéndole su diligencia y su capacidad previsora al haberle recomendado que siguiera el seminario al que acababa de asistir. Consideraba que su sensibilidad había aumentado en torno a un cuarenta y siete por ciento, y esperaba que ella pudiera ver resultados inmediatos y cuantificables. Firmó: «Con toda mi sensibilidad, Will», y le dio a enviar.

Treinta segundos después su teléfono empezó a sonar. El número de Sánchez.

– Bienvenido a casa, Will -dijo ella con voz empalagosa.

– Encantado de estar de vuelta, Susan -contestó él; los años pasados fuera de Florida se habían llevado su acento sureño.

– ¿Por qué no vienes a verme? ¿Te va bien?

– ¿Cuándo te vendría bien a ti, Susan? -preguntó él de manera afectada.

– ¡Ya! -Y colgó.

Sánchez estaba sentada ante el antiguo escritorio de Will en el antiguo despacho de Will, que gracias a Muhammad Atta disfrutaba de una bonita vista de la Estatua de la Libertad, pero lo que a él le irritaba más no era eso sino la expresión avinagrada de su tirante rostro color aceituna. Sánchez era una fanática del ejercicio que leía manuales de instrucciones y libros de autoayuda para directivos mientras hacía gimnasia. Siempre le había parecido atractiva, pero esa jeta de amargada y ese pedante tono nasal mezclado con el acento latino hacían que su interés decayera.

– Siéntate, Will -le dijo sin más demora-.Tenemos que hablar.

– Susan, si lo que planeas es darme la patada, estoy preparado para aceptarlo como un profesional. Regla número seis… ¿o era la cuatro?: «Cuando sientas que te provocan, no actúes de manera precipitada. Detente y considera las consecuencias de tus actos, después elige tus palabras con cuidado y respetando las reacciones de la persona o las personas que te han desafiado». No está mal, ¿eh? Me dieron un certificado.-Sonrió y cruzó las manos sobre su incipiente barriga.

– Hoy no estoy de humor para tu doctorado en ciencias -le dijo con voz cansada-.Tengo un problema y necesito que me ayudes a resolverlo.

– Si es por ti, cualquier cosa. Siempre y cuando no tenga que desnudarme o echar a perder mis últimos catorce meses.

Sánchez suspiró y permaneció en silencio, de modo que a Will le dio la impresión de que estaba poniendo en práctica la regla número cuatro, o la número seis. Will era consciente de que ella le consideraba su niño problemático número uno. Todos en la oficina sabían cómo iba el marcador:

Will Piper. Cuarenta y ocho años, nueve años mayor que Sánchez. Anteriormente su jefe, antes de que le largaran de su puesto para volver a ser agente especial. Anteriormente guapo como para quitar el hipo, futbolista de casi dos metros de alto con hombros como vigas de acero, ojos azul eléctrico, pelo castaño revuelto como un jovenzuelo, antes de que el alcohol y la inactividad dieran a su carne la consistencia y la palidez de la masa de pan.

Anteriormente todo un figura, antes de convertirse en un dolor de cabeza, que no veía la hora de largarse del trabajo.

– A John Mueller le dio un ataque hace un par de días -soltó Susan sin más-. Los médicos dicen que se recuperará, pero va a estar de baja un tiempo. Su ausencia, especialmente ahora, es un problema para este departamento. He estado hablando de ello con Benjamín y Ronald.

A Will la noticia lo dejó perplejo.

– ¿Mueller? ¡Pero si es más joven que tú! Si es un obseso de los maratones. ¿Cómo puñetas le ha podido dar a él un ataque?

– Tenía un defecto cardíaco congénito que nadie le había detectado -dijo Sánchez-. Se le hizo un pequeño trombo en la pierna y desde ahí fue flotando hasta el cerebro. Eso me dijeron. Da miedo que pueda pasarte algo así.

Will despreciaba a Mueller. Era borde, engreído, imbécil. Seguía las órdenes al pie de la letra. Un tipo inaguantable. Como el cabrón pensaba que Will estaba aislado por su condición de leproso, el muy hijo de la gran puta todavía le hacía comentarios sarcásticos sobre su fiasco. «Ojalá ande y hable como un tarado el resto de su vida», fue lo primero que le vino a la cabeza.

– Por Dios, qué mala suerte -dijo en cambio.

– Necesitamos que te hagas cargo del caso Juicio Final.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no mandarla al carajo.

Ese caso tendría que haber sido suyo desde el principio. De hecho, había sido un ultraje que no se lo ofrecieran en cuanto el caso llegó a la oficina. Ahí estaba él, uno de los mejores expertos en asesinos en serie de la historia reciente del FBI y no le asignaban un caso de primera de su jurisdicción. Supuso que eso daba la medida de lo perjudicada que estaba su carrera. Al principio aquella puñalada le dejó una buena herida, pero consiguió reponerse rápidamente y llegó a convencerse de que se había librado de una buena.

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